No sé quién fue primero, pero al inicio éramos pocos. Y hubo resistencia, claro, no faltó el compañero que hiciera la pregunta con el tono preciso que mezcla el desprecio y la burla: “¿A poco te gusta esa música?” Ante la respuesta afirmativa, en más de una ocasión vino la sentencia con esa palabra-estigma, esa etiqueta, esa categoría que en el altiplano mexicano designa todo lo horrible, lo pobre, lo desgraciado, lo inculto, lo que huele a indio y a otro color de piel: “¡Pero ésa es música de nacos!”
Sospecho que algo en el interior de mis interlocutores les decía que, una vez dicha esa palabra atroz, “naco”, yo recapacitaría y apagaría inmediatamente la música y buscaría en mi listado de artistas algo más ad hoc para un becario de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas. Es decir, que buscaría a algún cantante en inglés, por lo menos, si no es que elegiría el sountrack de alguna película de culto de esas que pasan en la Cineteca Nacional o un poco de música conceptual por ejemplo, porque sospecho que en la mente de mi interlocutor había muchas opciones correctas: música “clásica”, música “indie”, alguna antología de música popular de las selvas del Congo hecha por una filantrópica trasnacional estadounidense o, incluso, algún refrito de la música popular latinoamericana grabado por algún artista que sí estuviera in, como Bebo y Cigala o Lila Downs.
Pero a mí esa música “propia” de un joven escritor (tenía 29 años en el 2004) cada vez me decía menos. Me gustaba, sí, y le podía encontrar el chiste. Incluso tenía grabadas en mi computadora muchas rolitas de ésas. Pero cada vez me sentía menos identificado con ellas, cada vez me eran más ajenas y no resonaban ni en mi corazón ni en mi boca ni en mis manos.
Así, habré sido tachado de naco. Y como hablaba y hablo con acento norteño, de naco ranchero. No importa que lo que yo más escuchara en aquella época fueran vallenatos colombianos y baladas del Buki, un michoacano, para algunos de mis compañeritos todo eso entraba en el mismo saco: era naco y viejo y nosotros éramos jóvenes y pretendidamente cultos.
El mito de la juventud
¿Quién dice quién es joven? ¿Qué carajos significa ser joven? Esta categoría, la “juventud”, es sumamente reciente: no tiene siquiera un siglo de existir. Era un hombre Alejandro Magno cuando dirigió sus invasiones, eran hombres los integrantes de la Horda de Oro que fueron a civilizar Asia y Europa y eran hombres y mujeres los soldados y adelitas de la Revolución Mexicana, aunque tuvieran 13, 15 ó 19 años. La categoría de la “juventud” aparece con un desarrollo tecnológico, la penicilina, que nos permite alcanzar una edad de vida promedio mayor a los 30 años; y con el apogeo de dos áreas académicas, la sicología y la sociología, ambas iniciadas a finales del siglo XIX. Luego vendrá la educación pública, el acceso de las clases medias a las universidades, la popularización de la música cuando las radiodifusoras y, después, las televisoras, se dan cuenta de que es un negociazo programarla (no, nadie pensó en el radio como un invento para la música, sino hasta muchos años después) y se dan cuenta de que es mejor negocio transmitir esa música de los pobres, de los negros, el jazz y el blues y, prontito, que es aún más redituable blanquearla, quitarle su halo de miseria, que sea un blanco el que cante, pero que se mueva como negro, ¡Elvis Presley! ¡Maravilla! Y repitamos el esquema con el resto, en todo el mundo, Gardel como el primer éxito de las cirugías reconstructivas; dos charritos elegantes, uno rico y otro pobre, pero ambos limpiecitos, ¡Jorge Negrete y Pedro Infante! Los Beatles vestidos de traje pero démosles un toque rebelde, que estén greñuditos, porque los tiempos han cambiado y los universitarios hacen sus revueltas: piden que haya oportunidades de trabajo, piden que haya baños para mujeres en las facultades, piden que haya sillas para no sentarse en el suelo, pero no importa, tú diles que lo que quieren es rebelarse contra el orden de sus padres, que detestan todo lo que la tradición implica, que quieren una chamarra roja como James Dean, que quieren “ser diferentes” lo que sea que eso signifique, que quieren otra estética, ¡eso!, porque una estética diferente no significa cambios radicales en la economía ni en el orden social y sí podría redituar en muchísimo dinero.
Y vaya que lo hizo. ¿Quién recuerda las causas reales de los movimientos estudiantiles de los 50s y 60s? Recordamos la parafernalia y las causas políticas (Praga, Vietnam, el comunismo) que se sumaron después.
A mis 29 años intuía eso aunque no me quedara del todo claro. Simplemente esa música que en teoría yo debía de escuchar para estar acorde ya no me decía nada. ¿Sería que ya me estaba volviendo viejo (“no confíes en nadie mayor de 30 años”)? ¿O que era un naco irredento y me faltaba conocer el mundo para tener cultura?
Salir del rancho
Y me fui a dar el rol. Antes de mis 29 años ya había vivido en algunos países y ciudades, pero en los siguientes diez me lo tomé como manda: vivir, por lo menos un par de meses, en todos los lugares del mundo posibles. Para acabar pronto, sólo me falta Oceanía para completar los 5 continentes. ¿Se me quitó lo naco? Me explico con algunas escenas:
I. NYC
La primera vez que estuve en allá y recibí un pago que me permitió dejar de comer un hotdog o un kebab al día me dirigí a un restaurante híperfresa de Lower Manhattan. Pedí langosta y vino como buen imitador. Y, entonces, en la música ambiental sonó el Buki con aquello de “Si no te hubieras ido”. Chillé como bestia. Yo no sabía que ya había salido una película que había vuelto trendy e internacional esa rola, para mí era la canción que ponía de cuando en cuando en la rocola de las cantinas.
II. Catalunya
Ella me dijo que era un concierto en pro de la causa y que ahí estarían los meros meros del movimiento independentista catalá. Iba emocionadísimo: qué cosas tan raras iba a escuchar, ¿algo así como un Kortatu del Mediterráneo?, ¿más radical? Pero no, oh decepción, los extremistas de la independencia catalá no sólo tocaron cóvers de grupos pop: ¡tocaron cóvers de grupos madrileños pop, como Mecano! ¿Dónde estaba la identidad de la lucha? ¿Servía de algo independizarse si iban a seguir escuchando la música de la ex-metrópoli? Era como estar en los Altos de Chiapas rodeado de zapatistas y estar escuchando cóvers de Paulina Rubio.
III. Vienna
Acá había buenas cantinas, sobre todo en los barrios de turcos y polacos. Pero al igual que en España, carecían de ese elemento consustancial: la rocola. Y la música en las tocadas del Danube Canal sonaba a lo mismo que en Cataluña pero en alemán. Por todas las calles se escuchaba “Under My Umbrella”, una canción de una gringa o inglesa que no recuerdo cómo se llama. Sólo en los raves había una diferencia: traían de novedad a Nortec. Y yo escuchaba las tubas y las trompetas y salía a buscar esa cantina inexistente para acabar bebiendo en mi cuarto con mi música, a dos cuadras de la casa de ese muchacho cuyos seguidores me repetían que me estaba comportando como un viejo: Freud.
IV. 上海
Por las bocinas de cualquier changarro tronaba “Gangman Style”, esa rola del coreano botanón que se cree rinche de Texas. Y si en Shanghai te vendían recuerditos vintage maoístas, en el metro de Taipei había camisetas del Ché con brillantes de plástico. Pero en los parques, en el continente o en la isla, era maravilloso ver a los viejos sacar su karaoke de una combi desvencijada y comenzar a cantar eso que en Occidente se llaman “óperas chinas”. Puro sentimiento. Puras ganas de estar ahí como si estuviera en el porche de San Nicolás de los Garza, aunque en lugar de Tecates hubiera nomás té verde para pistiar. Eso sí era otro mundo, sí, con un idioma incomprensible a pesar de que iba a clases particulares todas las mañanas; pero a la música y al guateque luego luego uno le agarraba la onda.
V. Johannesburg
Por esos lares, como es de esperarse, la música de protesta tiene una tradición profunda y sólida, arrebatadora. Nomás de escuchar quince minutos cualquier estación de radio donde la programaran uno terminaba con la piel chinita. Pero cuando pregunté a los jóvenes escritores negros por los nombres de los cantantes para hacerme de mi arsenal, me respondieron que el mero insignia era Tupac Shakur ¿Neta! Pues sí, habían olvidado a los compositores de la edad de sus padres y abuelos, los verdaderos artífices de la transición que a ellos les llegó peladita y en la boca. Pero lo más aterrador no fue eso sino ir una inauguración en cierta galería clasealtosa: todos los comensales se vestían, movían y hablaban como todos los comensales de cualquier inauguración de arte que hubiera visto en Wáshington o en Europa, en San Pedro Garza García o en Polanco. ¿Y la música?: Sí, era igual a la de cualquier otra. ¿Los cuadros?: lo mismo. Y entonces el azoro: tanta gente en este mundo, tanto artista tan creativo, tantas tradiciones diferentes, ¿para acabar todos haciendo lo mismo?
VI. Medallo bacano
Medellín es mi paraíso musical. No sólo porque hay cantinas y las cantinas tienen rocolas, sino porque existe ese elíxir mágico, el guaro, y las rocolas tienen lo mejor de mis mundos: norteñas, rancheras, vallenatos, cumbias, merengues, salsas, banda y tambora, puyas y gaiteras, pasito duranguense y reggeton del bravo, milongas y pasodobles y muchas otras golosinas. Por supuesto, al igual que en México, varias de mis amigas paisas seguido me preguntaban consternadas: ¿por qué te gusta la música corroncha?
En cada lugar del mundo se nota y da gusto cuando todo un pueblo disfruta la misma melodía; cuando no, también se nota pero es como si cada estrato social viviera en un mundo diferente. Y peor aún en aquellos sitios donde todos escuchan música que viene de fuera.
Pero volvamos al punto de la corronchez o la naquez, ¿a quién se le ocurrió que aparte de ser música de viejos la que a mí me gusta, es también música de nacos?
El clasismo de la música clásica
A más de alguna exnovia le pareció que mis gustos musicales eran puro rebane pero cuando se dieron cuenta de que no, vinieron los catorrazos: “Es que es horrible llegar a la casa y escuchar música de albañiles”, me reclamó una de ellas. Por más que traté de culturizarlas, se resistieron (todo gestor cultural sabe lo difícil que es esto). Yo no tenía problema en oír a Yann Tiersen, Fred Frith, Zoé o lo que fuera que les gustara (mejor aún si eran fans de Goran Bregovic pues su ímpetu festivo me parece harto cercano y sinaloense) pero a ellas sí parecía salirles urticaria si yo ponía a su majestad el Buki o, peor, a Luis y Julián o a Calibre 50. ¿En serio? ¿A alguien le puede causar tanto desagrado una rola sólo por la música misma? ¿O hay algo más de fondo y la música es sólo un detonante?
En Pretoria tuve la suerte de encontrar un libro fundacional, Decolonising the Mind, de Ngugi wa Thiong’o. Antes ya había leído sobre postcolonialismo pero el bueno de Ngugi tiene una calidad expositiva asombrosa y una argumentación arrolladora. Ahí, no sólo desmenuza el poder que tiene el colonialismo cultural y lo importante que ha sido para el sometimiento de los pueblos conquistados (desde el siglo XIX en África y desde el XVI en América) sino que propone y disecta a una figura esencial para que funcione este mecanismo: el comprador (así, en español o portugués en el original del keñata). En resumen, el comprador sería una persona originaria del pueblo invadido que se “compra” la idea de que ella está más cercana al conquistador: adopta sus costumbres y sus modos y es uno de los principales promotores y ejecutores del sometimiento del resto de sus paisanos. Lo que gana con esto es la creencia de que ella no ha sido conquistada sino que pertenece a la clase o al país dominante, pero jamás pertenecerá. Y ése es el chiste, nunca será parte de la élite sino que siempre será relegada a los oficios más bajos del conquistador: como ser el guardia de una prisión en una isla y sentirte feliz porque no eres prisionero, aunque nunca puedas salir de la isla tampoco.
El comprador además, para que el sistema funcione bien, tiene que convertirse en el modelo a seguir de las clases inferiores, en su aspiración. Así, en los países africanos invadidos por Inglaterra, Francia y Bélgica, se procuró crear una élite o, mejor dicho, una sub-élite africana y, para tal fin, muchas veces se inventaron “etnias” que no existían. En los países que invadió Portugal, esta figura la tomaron los mulatos (palabra atroz como pocas) y en la América española, siglos antes, los criollos y los mestizos. La figura se parece a La Malinche en algunas de sus interpretaciones, pero es mucho más extensa y aterradora. El comprador está orgulloso de sí mismo y no siente culpa, se regocija al burlarse de las costumbres de sus coterráneos y además, como sabe que aún no pertenece al grupo de conquistadores propiamente, vive eternamente en la esquizofrenia de sentirse superior e inferior al mismo tiempo.
La colonización cultural es poderosa porque se adueña de la mente y de los corazones de un pueblo y, valga repetir, como es una aspiración siempre inacabada, una que nunca llega a término, se convierte en el motor de las acciones y emociones del grupo de individuos que la padecen. Cuando la colonización cultural se adueña de la élite de un pueblo el efecto es multiplicador. Si se adueña de los industriales y empresarios, estos aceptarán gustosísimos todos los sistemas de producción que vengan de la metrópoli; si se adueña de la clase gobernante, ésta aceptará encantada todas las “sugerencias” de “buen gobierno”: porque eso significa “ser modernos” y por fin lograremos salir del tercer mundo. Y si se adueña de la clase intelectual (profesores, músicos, escritores, pintores, etcétera) mejor aún porque ellos continuarán la labor de colonialismo cultural que otrora hicieron los misioneros y las escuelas del conquistador, sólo que lo harán de forma gratuita, convencidísimos, y la inculcarán en las nuevas generaciones de gobernantes, empresarios, industriales y trabajadores.
Mis amigas gomelas de Medellín detestaban el vallenato nuevo porque era lo que oían los sicarios: era como ofrecer un concierto de Wagner en el Tel-Aviv de sus recuerdos, al aire libre. Esto también era un constructo social, sí, pero uno muy diferente al que menciona Ngugi y al que parecía imperar en esa exnovia que se encabronaba conmigo por escuchar música de albañiles. ¿Por medio de qué manifestación cultural empieza este tipo de colonialismo? Twinkle twinkle little star, Old MacDonald has a farm, Mambrú se fue a la gueeeeeerra… Ngugi argumenta que es a través de la música, porque ésta va conformando nuestra primera idea racional y sentimental del mundo, nuestra idea de comunidad. Y si esta música ya trae el germen de la supuesta superioridad racista o clasista -la mal llamada “música clásica”, por ejemplo- ése será el cimiento de toda nuestra cultura.
Correr a la boca del amo
La idea que nos han vendido de la rebeldía juvenil es que, desde la visión sicológica, uno está peliadísimo con sus padres y quiere romper con ellos. Pero yo no quería cogerme a mi madre ni castrar a mi padre como imaginaba que deseaban todos los adolescentes ese muchacho que vivió un siglo antes a dos cuadras de mi casa en Viena. ¿Así que qué tenía de malo escuchar a María Dolores Pradera o a Pepe Aguilar? ¿Acaso iba a ser muy rebelde tarareando esas melosísimas y cursis rolas del glam rock ochentero? ¿O iba a ser más profundo y culto si en vez de cantar a corridos repetía “We all live in a yellow submarine, Galileo Galileo, Galileo Figaroooo” (y no, escribir con un ajo encima no es ser más profundo y, para el caso, prefiero la Larga Sinfonía en D, de Margarita Dalton)?
Desde el punto de vista sociológico los jóvenes somos (éramos) una clase diferente, somos lo nuevo, el progreso, el futuro que será mejor que todo lo que ha sucedido: ¡somos el motor del cambio! Pero lo que yo quiero cambiar, al igual que los estudiantes de los movimientos de los 50s y 60s, son las condiciones económicas y sociales, lograr la igualdad de derechos y oportunidades que no significa la la uniformidad de tenernos a todos cantando con Fey “tú mi complemento, mi media naranja” o, peor, su equivalente anglo con One Direction o Justin Bieber.
Un mundo de igualdad significa también abolir las distinciones y burlas de clase desde la cultura, como dijera Daddy Yankee en ese reductio ad absurdum que pocos entendieron: ni se es un criminal callejero por escuchar reggeton ni se es nazi por escuchar a Wagner. Por supuesto, no se trataría de uniformar al mundo cantando a K-Paz de la Sierra ni de erigir chovinismos de diez metros cuadrados. Sino de permitir que todas las expresiones musicales y culturales existan y coexistan, y que cada quien tome y mezcle las que más le gusten para expresar el sentimiento de su persona y su gente.
Eso es la liberación, y no creerte el cuento comercial de liberarte del yugo de la tradición de tus padres para correr a la boca del amo que determina el consumismo y el colonialismo cultural.
Colofón
Al correr de los meses, en esa primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas, cada cual fue saliendo de su clóset musical y fue poniendo las rolitas que en verdad le gustaban sin temor a ser vilipendiado: desde Mike Lauren y el Pirulí hasta Rajmáninov y Placebo. Era una fiesta.
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Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975). Ingeniero físico con especialidad en biotecnología, maestro en ecología de zonas áridas con especialidad en ecofisiología vegetal y simulación matemática, doctor en historia y filosofía de la ciencia y candidato a doctor en literatura. Premio Bellas Artes «San Luis Potosí» 2001 por su libro de cuentos Todos santos de California. Premio Latinoamericano de Cuento «Edmundo Valadés» 2004 por El cielo de Neuquén, incluido en su segundo libro Ella sigue de viaje. Premio Nacional de Literatura «Gilberto Owen» 2017 por su libro de cuentos Perorata y Premio Nacional de Literatura «Malcolm Lowry» 2018 por su ensayo Estética de la penuria: el colapso de la civilización occidental entre los guaycuras.Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y entre sus últimos libros publicados son Indio borrado y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta. Se le considera el autor de uno de los cuentos más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
