La historia de la escultora francesa Camille Claudel no deja de sorprender, no solo por su estrecha relación profesional con el célebre Auguste Rodin, lo que, en muchos casos, terminó por eclipsar su propia identidad artística, sino también por el trágico desenlace de su vida.
Su ausencia de éxito y el reconocimiento que tanto anhelaba, y sin duda merecía, refleja la opresión de los rígidos roles de género de su época, una opresión que, lejos de ser una mera anécdota, constituye un capítulo más en la historia de las mujeres confinadas a una sombra injusta.
Camille nació el 8 de diciembre de 1864 en Fère-en-Tardenois, un pintoresco pueblo del norte de Francia, y creció en el seno de una familia de clase media, siendo la mayor de tres hermanos. En 1870, su familia se trasladó a Bar-le-Duc, donde comenzó su educación bajo la tutela de las Hermanas de la Doctrina Cristiana.
En 1876, a los 12 años, Camille experimentó otro cambio de ciudad, esta vez hacia Nogent-sur-Seine. Fue allí donde comenzó a modelar con arcilla y a esculpir sus primeras formas humanas. Su talento se hizo evidente de inmediato, y su padre, Louis-Prosper Claudel, lo reconoció sin dudar. Con el deseo de apoyarla, buscó la opinión de conocidos, y pronto alguien lo recomendó con Alfred Boucher, un escultor local.
Boucher quedó asombrado por la habilidad innata de la joven, y la tomó bajo su tutela como aprendiz, abriendo así la puerta a su futura carrera.
Sin embargo, este primer paso hacia la realización artística vino acompañado de un obstáculo: mientras su padre la respaldaba incondicionalmente, su madre, Louise Anthanaïse Claudel, se oponía. Ella consideraba que la escultura no era una ocupación adecuada para una mujer y preferiría que su hija se centrara en buscar un buen matrimonio y aprender los quehaceres del hogar.
Cinco años después, en 1881, la familia se trasladó a París para que el hermano de Camille, Paul Claudel, pudiera continuar sus estudios superiores. A pesar de las resistencias maternas, Louis-Prosper siguió apoyando a Camille y la inscribió en la Académie Colarossi, una escuela de arte progresista que, a diferencia de otras instituciones, aceptaba mujeres y les permitía trabajar con modelos masculinos desnudos.
Boucher continuó siendo su tutor artístico, alentándola a crecer como escultora. En 1882, con solo 18 años, Camille alquiló su primer estudio, donde empezó a trabajar con una mayor formalidad, rodeada de tres jóvenes escultores ingleses que había conocido en la Académie Colarossi. Así, comenzaba a forjar su destino, un destino que la llevaría a ser reconocida más tarde por su genio y su lucha constante por imponerse en un mundo de hombres.
Fue así como Camille Claudel comenzó a perfilar su estilo naturista, una búsqueda incansable de la belleza en la forma humana, que fue moldeada por su entorno y su tiempo. En esos años, comenzó a tejer su red de relaciones artísticas, entre ellas, con Paul Dubois, director de la École des Beaux-Arts, a quien conoció gracias a su tutor, Alfred Boucher. Dubois, admirado por su talento, no escatimó en elogios tras ver su obra.
Poco después de inaugurar su estudio, Claudel tomó la valiente decisión de trasladarse a Florencia, Italia, en busca de una formación más profunda. Sin embargo, antes de partir, debía encontrar a alguien que se hiciera cargo de los tres escultores que trabajaban a su lado.
Si el primer conflicto emocional había sido el rechazo de su madre hacia su carrera, el segundo fue la relación con Auguste Rodin, quien, a petición de Camille, asumió la supervisión del estudio. Rodin, que con el paso del tiempo se consolidaría como el escultor más renombrado de Francia y el padre de la escultura moderna, era un hombre audaz, innovador y con un espíritu experimentador que se nutría tanto de las enseñanzas de Donatello y Miguel Ángel como de su propio impulso creativo.
Rodin, autor de monumentales obras como El Beso y El Pensador, se erige como una figura clave en el puente entre la escultura tradicional y las vanguardias emergentes de los siglos XIX y XX, dejando una huella indeleble en la historia del arte.
Lo que ocurrió no es difícil de imaginar. A pesar de su juventud y su estatus casi de aprendiz, Camille Claudel logró cautivar a Auguste Rodin con el vigor y la profundidad de su talento. El realismo crudo y visceral que impregnaba sus primeras obras, como Old Helen, lo sorprendió profundamente. Admirado por su destreza, Rodin no tardó en invitarla a trabajar a su lado, ofreciéndole el lugar de aprendiz en su propio estudio en 1883. Fue el comienzo de una colaboración que, aunque plagada de complejidades, marcaría la vida de ambos artistas para siempre.
Claudel aprendió profundamente de Rodin, absorbiendo tanto su técnica como su visión. Juntos, trabajaron en algunas de sus piezas más emblemáticas, como Las Puertas del Infierno y Los burgueses de Calais, donde la huella de Camille se hizo evidente en cada trazo. Lo que comenzó como una relación profesional pronto se transformó en algo más intenso, un vínculo complejo que traspasó los límites del arte y llegó a lo más profundo de sus pasiones. Las esculturas de ambos comenzaron a reflejar, de manera sutil pero poderosa, la influencia mutua, con la figura de Claudel emergiendo de las manos de Rodin, mientras él se veía marcado por la audacia y la visión de su joven musa.
La relación amorosa entre Camille Claudel y Auguste Rodin se extendió durante diez largos años, un tiempo considerable para una historia tan cargada de controversias. Él tenía 40 años y ella apenas 20 cuando su vínculo comenzó, un amor que pronto se convirtió en el centro de los murmullos del mundo artístico. Muchos atribuían el crecimiento de Camille como escultora a la influencia y tutela de Rodin, lo que la mantuvo, inevitablemente, a la sombra de su pareja.
Tras la ruptura, todo se tornó sombrío para ella. La pérdida de apoyo fue progresiva, agravada por la sensualidad explícita de algunas de sus obras, que la sociedad consideraba inapropiada para una mujer en el arte. A esto se sumaron las dificultades económicas, y pronto, el peso de su alma se desbordó en forma de problemas psicológicos que la llevaron a perder la cordura. Empezó a convencerse de que Rodin había conspirado contra su éxito.
Su relación con su madre, siempre conflictiva, se quebró aún más, y la cruel indiferencia de su familia alcanzó su punto culminante cuando nunca se le informó de la muerte de su madre. Tras el fallecimiento de su padre, su familia tomó la desgarradora decisión de internarla en un manicomio, un destino cruel y sombrío para quien había sido una de las artistas más prometedoras de su tiempo.
El final de su vida no pudo ser más trágico. En 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, Camille Claudel fue trasladada al asilo de Montdevergues, donde permanecería encerrada durante los últimos 29 años de su existencia. Allí, en el silencio pesado de la reclusión, su contacto con el mundo exterior se redujo a casi nada. Recibió escasísimas visitas de su familia y amigos, quienes, como sombras lejanas, se desvanecieron de su vida. Claudel pasó sus días aislada, distante de todo aquello que alguna vez le otorgó sentido y alegría: la escultura, el arte, las pasiones que modelaron su juventud.
En ese abismo de soledad y desesperanza, la artista dejó constancia de su dolor en una carta que escribió a uno de los pocos contactos que aún le quedaban: «Me he hundido en un abismo». Las palabras, simples y profundas, resumían una vida que, aunque marcada por la genialidad, fue aplastada por la incomprensión y la indiferencia.
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