Vuelvo a mí,
ansiedad polar que se busca y subraya,
calendario y terquedad,
humus humo,
humo sagrado que sobrevive al rictus,
humo de chispas y tierra,
porque tierra soy,
cabra iracunda que aguarda en la cima,
que es la otra vastedad,
el precipicio inverso.
Retorno en horas inexactas,
olvidando el apellido,
manifestación silente sin guión,
sin consigna ni televisión abierta.
Antena torcida que transmite,
los mantras mudos,
los saludos milenarios al vacío,
ahí donde matamos a Buda
solo por chingar.
¿En dónde habrá quedado mi último ombligo
mi pezón sagrado, mi ternura original?
He andado amplitudes y pasadizos secretos,
anduve también el mar, también a veces,
el ademán perenne,
cómico,
outsider.
Recobro la base de mi espíritu
que es púrpura, cobre,
alcohol y marcha,
salto cuántico al centro
repleto de centros,
saturado de fantasmas y
memos.
Este peldaño acuoso
que es mi aeropuerto antepenúltimo,
viene de las señales constantes
del viento y del horizonte.
Aquí que es mi ahí,
Allí es mi ayer,
mi ahora,
mi pasado mañana,
mi jamás.
El tiempo que aguarda es oro,
plenitud de esqueletos sonrientes
abrazando huesos,
recuerdos y osamentas,
las lunas más terribles,
los lobos prematuros.
La última estación quedó en penumbra,
se hizo pasos tontos y sonetos,
delirios no contados,
oídos rotos, ojos amansados por la edad,
canas que apresaron la nostalgia
y sus voces que hoy, aquí y ahí,
son solamente cadáveres de salmones
flotando río abajo.
Qué apetito de explosión y desenfado,
qué deseo inmenso de océano iracundo
poseyendo la materia de los sueños,
alterando a la noche, la tela madura del tiempo,
el silencio lúcido, el calmado diván de la oración.
Vuelvo a mí,
con la brisa que persigue a las estaciones,
con el fusil hecho un nudo de garganta,
una voz corroída, sangre espesa,
vuelvo a mí.
Y digo que vuelvo con la ciudad a cuestas,
lanzando monedas al suelo,
tejiendo universos microscópicos
en el alba y en el estupor.
Eso que queda manchado en cada arritmia,
en cada estampida de verborreas,
de santos onánicos y sus respectivos clubes de admiradores.
Vuelvo a mí.
Somos los infantes que crecieron, alejándose poco a poco de la raíz primaria, volteando la mirada y la carne, negando la canción de cuna. Somos elasticidades que se plantaron frente al silencio, a un lado del ruido y de la gran sacudida. Tornado del tiempo, soplo prematuro siempre prematuro. Nada ha quedado, si no el llanto, el llanto silente bajo la cama en llamas. Somos esos señores y señoras que se divierten apostando en el bingo, que se juegan la vida en el supermercado, fuego originario del pecado, cardumen excelso, hostia tragada en seco. Así la carne se hace poro, podredumbre de vacío, plan de retiro sin risas ni visas. Pasa la cuenta el tiempo, el horizonte ya no es tan grande como parecía antaño, somos los pequeños y pequeñas que se hicieron caca en los pantalones, que soñaron quedo y murieron también quedo junto a sus sueños, junto a sus dragones imposibles, a un ladito de sus hadas maltratadas.
Somos esos espermas flotando en el líquido seminal, sin intención alguna de llegar a ningún sitio, a ningún destino. No hay meta gloriosa ni champaña mojando nuestras camisolas. No hay aplausos ni biografías en los libros, no hay sangre caliente ni felaciones. Solo hay caries y osteoporosis, solo hay 24 canales de cable y 86 de estática. Solo hay dos o tres canciones que nos causan erecciones, solo hay polvo y huellas, fantoches y cápsulas. Somos esos y esas, esos y esas, esos y esas. Somos los que llevan a cuestas hacia la cima de la colina, somos eso que ansiamos anteayer, con sus rayos eléctricos y su sepia misterioso.
Somos esos niños y niñas que se tragaron los himnos con penicilina y cocaína. Somos esos niños y niñas que rezaron hasta el cansancio. Somos esos niños que no entonarán este salmo, que correrán tras la sombra de sus fantasmas, y en silencio musitarán una plegaria.
No se decir lo que siento, porque lo que siento es lo que está hilado al abismo, a los átomos de la noche, que son cuervos solitarios silenciosos. ¿Será la palabra la mejor ruina para derribar al silencio o a la verdad? ¿Serán las pausas y las comas las mejores compañeras en el más extenso de los soliloquios? La lengua torpe que desnuda al amo y lo lleva directo a la horca. El espanto de no sostener lo que las palabras transportan en su médula, la electricidad y los destellos, los rayos haciendo temblar al universo. Es la palabra atada por un cordón umbilical la que dicta lo que siento en este instante, sus tentáculos llegan incluso al vacío, al corazón en llamas del ángel inicial. El primero y el último, el omnipresente. No pretendo elucubrar ni jorobar, ni confesar ni divagar, solamente avanzo con una serpiente ciega frente a mi silencio, y esa serpiente es la palabra y esa palabra es la espada, y esa espada rompe en millones de partículas el ahora y sus denominaciones. Un concepto elemental es el que tiene presionado su botón de on y de off. Hoy lo recuerdo con algunas palabras sigilosas, las que no sobreviven a la matanza de las verdades incómodas, a la masacre de los lenguajes sordos. Al espasmo de decir la verdad y nada más que la verdad sin mover la pluma, la boca o el alma.
Aullido
A mis hermanos, que tanto amo.
Los lobos nos congregamos entre el silencio nocturno para lamernos las heridas, que son vastas. También aullamos al vacío y cazamos sombras, con la inocencia propia de los asesinos. En ese trance, aprendemos a vivir con la fuerza lunar, que es un llamado y un arrullo, un enigma, el ronroneo materno que nos invita a desplazarnos hacia la dimensión terrestre, en donde corremos por los campos y tenemos garras, y tenemos miedo, y tenemos apetitos.
Esta pradera nos conoce desde que éramos cachorros y nos ha alimentado con su inmensa locura. Hay días, como los hombres miden el tiempo, en el que dejamos de tener hambre y nos limitamos a ser. Somos en la incertidumbre de la noche, sombras y bultos imposibles, seres que lanzan rayos por los ojos, sin amenaza ni desorden.
Bestias al fin y al cabo, instantes cercanos al delirio. Maquinaria del asombro, oración eléctrica.
La luna nos pertenece y nosotros pertenecemos a ella, es por eso que el mar llora y retumba cuando la luna resurge de la muerte.
Ahí adentro, toda palabra basta para ver la carencia,
la luz imposible, el sonido del aire.
Los versos aislados y sus poetas anónimos,
risas, sangre en las manos, juicios eternos
y abrazos prohibidos prematuros.
La vida es un soplo, una caricia de sal,
salgamos todos a pasear un ratito,
que los niños duermen tranquilos.
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Alejandro Marré (1978) Poeta y artista visual guatemalteco salvadoreño-guatemalteco. Colaborador del área gráfica de proyectos editoriales y medios de comunicación impresos y digitales en Centro América, España y Estados Unidos. Su obra plástica forma parte de colecciones públicas y privadas en Centro América y Estados Unidos. Catedrático universitario y gestor cultural independiente.