Convertirme en una botella llevó tiempo. Tuve que practicar de manera reiterada, realizar ejercicios complejos hasta que lo conseguí. La decisión la tomé a conciencia, no nació en un arranque de furia ni tuvo un origen depresivo. Confieso que, en pleno uso de mis facultades, elegí el camino de volverme un objeto. Fue mi voluntad. Ahora soy verde, de ese tono nostálgico que tienen las botellas que sirven para contener barcos a escala, ese tipo de envases que abundan en la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra. Tengo un cuello largo y los cantos redondos. Alguna vez vi, en películas, el tipo de botellones que usan los náufragos para enviar mensajes anónimos a través del mar, muchos de ellos con ilusiones de rescate. Quise ser uno de ésos.
Es probable, a esta altura de lo que narro, que surjan dos preguntas evidentes: ¿por qué, y cómo? La primera de ellas es indispensable, la segunda busca, con certeza, atender a una curiosidad pueril o malsana. Aún con ello, procuraré responder. La naturaleza de los eventos podría ocasionar, sin embargo, una gran decepción; espero que no sea así: Decidí dejar de ser humano porque la indiferencia de las amistades, mi familia y aquellos que considero seres queridos, me sobrecogió. Mis días consistían en atender mi trabajo en el hospital (soy médico general), retornar a casa molido, para comprobar que mi esposa y mi hija estaban dormidas o parapetadas en sus habitaciones.
Mi señora, por cierto, tiene un trabajo de free lance en el que le va de maravilla, así que se ha hecho cargo de los arreglos domésticos en la última década. En teoría, cubro los pagos para hacernos de nuestro hogar, pero confieso que dejé de hacerlo hace un año porque la propiedad ya es nuestra. Mi mujer ni siquiera lo sabe, no le interesa lo que resuelvo. Lo mismo ocurrió con los pagos a crédito de su escaladora, y con el parqué de la sala. Cada uno de ellos finiquitado sin el más mínimo interrogatorio al respecto. Es como si mi esposa y yo viviéramos en islas distintas, dentro del mismo océano contenedor de habitaciones y trastos. Así comencé a ahorrar dinero, pensando en un viaje de verano para la familia. No contaba con que mi querida consorte (lo descubrí hace poco) prefiere gastar los días con un amante que conoció en las redes sociales (asunto del que se supone no estoy enterado), por lo que no pedí días de descanso en el trabajo. Para qué. Mi esposa inventó algún pretexto con respecto a proyectos que tiene que terminar; me invitó, qué descaro, a que fuese a vacacionar solo.
Mi hija, por su parte, es ya una adolescente; se convirtió, para mi desgracia, en un ser ajeno; es fría conmigo, me rehúye cada que tiene oportunidad. Conversa con su padre como un acto de caridad, de misericordia; cada vez que intento platicar con ella, muestra tal indiferencia que soy yo el que desiste. Ellas, las mujeres de mi vida, se llevan de maravilla, ríen de forma constante, se cuentan secretos e intimidades; estoy seguro incluso que mi hija sabe del amante de su madre y le solapa los encuentros clandestinos. De este modo, en algún momento descubrí que mi presencia era intrascendente. Fui, contra mi voluntad, un cero a la izquierda. En el hogar, no pintaba ni económica ni existencialmente. En el hospital, para completar mi agonía, las enfermeras olvidaban o confundían con frecuencia mi apellido. Los jefes me negaron un aumento. Las cosas no marcharon bien, por esa razón decidí transformarme en lo que soy.
Alguna ocasión, al frecuentar algún despacho anacrónico, envidé la tranquilidad, el sopor de las botellas vacías: algunas contenían una rosa o una margarita en su boca, a modo de florero improvisado; otras tantas contenían lámparas que les hacían brillar las tripas en la oscuridad; muchas se convirtieron en recuerdos de batallas etílicas, trofeos silenciosos a la permanencia gratuita en el mundo. Así, bajo un estado emocional espantoso, llegué a casa un viernes en que salí temprano del hospital. Mi esposa y su amante salieron por la puerta trasera, en sigilo, al escucharme llegar. Les di tiempo de ello: fingí contemplar una fotografía familiar hasta el aburrimiento. Mi hija y su novio, por su parte, permanecieron encerrados en el cuarto. Pude escuchar sus gemidos sordos, el discreto golpeteo de la cabecera de la cama en medio de mi soledad.
Con decisión me concentré, dejé la mente en blanco. Cerré los ojos y tracé, en la imaginación, el diseño de mi futuro cuerpo. Al abrir los ojos, seguía igual. No me di por vencido, me convencí de que, si en lugar de imaginar la botella completa era capaz de delimitar el imaginario de cada parte, de cada miembro, obtendría algún efecto favorable. Al anhelar la redondez de la base de la botella, por ejemplo, podría llegar más lejos. Haciendo estos ensayos, me quedé dormido. Al despertar, comprobé en mi celular que era ya el día siguiente. Miré mis piernas, pues las sentía dormidas. Mi alegría fue mayúscula al descubrir que mis pies eran de cristal: mutaron, se habían convertido en la base de una botella gigante. Mi hija pasó, en short, camino al refrigerador:
—Hola, pá —saludó.
Se sirvió un pedazo de gelatina, un vaso de leche, y haciendo malabares volvió a subir las escaleras hacia la recámara. No notó el inició de mi transformación. Volví a mis menesteres transmutatorios. Al cabo de dos horas, mi hombro izquierdo era ya una esquina verde. Mi esposa llegó a casa con una sonrisa radiante. Giró en sus puntas. Al verme en el sillón no pudo contener el desprecio. Grave, se sentó frente a mí.
—Es importante que sepas algo —dijo.
Guardó una pausa escénica. Después asentó:
—Esta semana te llegarán los papeles del divorcio, quiero que los firmes.
Simuló que un nudo se anidaba en su garganta, corrió escaleras arriba y azotó la puerta. El resto del proceso fue sencillo. Comencé a encogerme. Logré convertirme en un objeto en media hora. A brinquitos, arrastrándome en ocasiones, logré colocar mi cuerpo de vidrio en una repisa de la sala, junto a mi libro de alquimia favorito; justo a un costado de un caballito de madera que compré en Temuco, en un viaje que hice a Chile.
Estoy aquí desde hace una semana. La paz que respiro es indescriptible. Me conmueve el cinismo de mi casi exmujer, quien después de hacer el amor repetidas veces con quien resultó mi médico suplente, cada tarde llama a la policía en un intento simulado de dar seguimiento a mi desaparición. Mi hija no ha hecho indagación alguna sobre mi paradero. No sabe que no vivo aquí, al menos no en mi forma humana, o de forma sencilla no le importa. De este modo, ser aquello en lo que me he convertido es un gran alivio. No importa que a las mujeres de mi vida no les haya interesado saber, tampoco, cómo llegó esta botella a la casa. Apenas notan los objetos y las personas que les rodean. Y es mejor: así estoy a salvo de quebrarme en cualquiera de sus descuidos.
Narrador, poeta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Fue entrevistado por Silvia Lemus, en el año 2020, en el programa “Tratos y retratos” de Canal 22. Incluido en la antología internacional de carácter bilingüe “Puente y Precipicio”, publicada en Rusia, dentro de la celebración de la Bienal de Poesía de Moscú, bajo la selección de Natalia Azarova y Dmitriy Kuzmin (2019). Es autor de dos novelas, siete libros de cuentos y cuatro poemarios. Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, Blanco Móvil, Punto en línea, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Nueva York Poetry, Altazor, Algarabía y Jus. Es publicado de forma habitual en Revista Anestesia, a través de su columna “Los textos del náufrago”. Es también editor de contenidos, en dicha revista. Es parte del catálogo de autores del INBAL. También es director del Festival Universitario de Literatura y Arte, Creador y director del Coloquio Internacional de Poesía y Filosofía (respaldado por el Fondo de Cultura Económica), y coordinador de publicaciones de la revista Blanco Móvil, en su sección de narrativa. Publicado en la Academia Uruguaya de Letras, en España, Italia, Perú y Venezuela, su obra ha sido traducida al inglés, ruso, griego, serbio, checo e italiano.