Jorge Luis Borges, el gran poeta conocido como el argentino más universal, desplegó en su obra literaria una colección de obsesiones que fueron desde el tiempo y el infinito, hasta la metafísica, y los laberintos de la muerte y la vida.
El autor de Elogio de la sombra (1969) en el que navega sobre la tragedia de su ceguera, plasmó en su poema 1969, incluido en el libro El otro, el mismo (1964), su inquietud por dejar el mundo:
I
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.
En esa primera parte del poema, Borges se encontraba metido en la espiral de todo aquello que ya no se podía hacer al morir, como escribiría en El Hacedor, un texto de 1958 en el que acentúa su inquietud: la secreta labor de los relojes en la sombra, un incesante espejo que se mira en otro espejo y nadie para verlos.
Anterior a estos textos, 35 años atrás, en 1923, la idea de la muerte ya taladraba su imaginación. Su poema Límites, firmado con el seudónimo de Julio Pletero Haedo, muestra una contundencia enorme sobre el tema.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré 50 años;
La muerte me desgasta, incesante.
La ceguera, que heredó de su padre, le oscureció el mundo en la década de 1950 y con eso su instrospección fue mayor. Más que una discapacidad visual fue una fuente de luz y sabiduría. Algunos de los textos que escribió después de esa etapa de su vida, parecieran tener alguna conexión con la la muerte, aunque fueran poemas enfocados en la pérdida de su vista, como puede leerse en Elogio de la sombra (1969):
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Borges también escribió acerca de la vida, fue un enamorado desdeñado, le apasionaba el tema del hombre de acción y de coraje. Al argentino le maravillaba vivir, porque siempre se sorprendía con las cosas más comunes o palabras que escuchaba, leía y pronunciaba todos los días. De algunas de ellas escribió cuentos geniales como El Zahir, basado en la palabra inolvidable: Me detuve, no sé por qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasa un día en que no la oiga; pensé qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto -¿por qué, no?- que fuera realmente inolvidable, escribió en su texto Acerca de mis cuentos.
En una entrevista realizada en su casa el 8 de septiembre de 1976, para el programa A fondo, conducido por el periodista Joaquín Soler Serrano, le preguntó qué era la vida. El cuestionamiento tembló en sus entrañas. Hubo 12 segundos de silencio en los que pareció perder el aliento mientras reflexionaba. Fueron algunos de los 12 segundos más poéticos del argentino, dijeron algunos de quienes vieron el programa.
La respuesta fue fulminante:
Que tenemos una interesante aventura, y que estamos comprometidos en la aventura, y que moriremos emprendiendo esa aventura, con feliz o dolorosa fortuna.