Juan Villoro asegura que en el norte de México hay una literatura de primer nivel como la del chihuahuense Jesús Gardea, autor al que admira por su intensidad rulfiana y hacia el noreste, admira al escritor tijuansense Luis Humberto Crosthwaite, así como al juarense Oswaldo Zavala.
El autor de la novela El Testigo vuelve a hablar con Poetripiados sobre algunos temas como la literatura de terror en México, y de los poetas jóvenes Paula Abramo y Adán Brand, pasando por Fabio Morábito y Elsa Cross, entre otros puntos de las letras nacionales.
Poetripiados volvió a charlar con Juan Villoro y esta fue el resultado de una interesante entrevista.
Poetripiados (P): ¿Ha considerado incursionar en la ficción de terror o thriller?
Juan Villoro (JV): La literatura de terror no me interesa gran cosa, salvo clásicos como los cuentos de Edgar Allan Poe. En cambio, disfruto mucho los thrillers como lector.
No es fácil abordar el género desde México, entre otras cosas porque no es verosímil que los crímenes se resuelvan y menos aún a través de una deducción inteligente, tipo Sherlock Holmes. Este es un país donde se fabrican culpables y las confesiones se obtienen con tehuacanazos. Sin embargo, la estructura del thriller se puede aplicar a otro tipo de historias.
En esencia, toda trama es una investigación; el autor busca pistas sueltas y las articula para resolver enigmas. En «El disparo de argón» hay una subtrama de thriller. La novela se ubica en una clínica de ojos en la que hay un tráfico clandestino de córneas; parte de la historia tiene que ver con ese misterio. En «El testigo», el narcotráfico aparece como el último horizonte de los acontecimientos, la justificación ulterior de todos los delitos. «Arrecife» comienza con un asesinato: un buzo es arponeado fuera del agua y buena parte de la trama tiene que ver con la solución de ese delito. En estas tres novelas hay indagaciones criminales. Pero la solución no despeja todas las interrogantes porque lleva a dilemas morales más profundos, como la confusión entre el bien y el mal. En esas novelas nadie es totalmente culpable ni totalmente inocente. Mi próxima novela, que saldrá en 2021, ahonda ese tema.
P: En algunas ocasiones ha comentado sobre la influencia que ejerció Augusto Monterroso en su obra, ¿qué otros autores han impactado su oficio?
JV: Son muchos. Me parece pretencioso decir que tengo influencia directa de clásicos como Shakespeare, Cervantes o Goethe pero me gustaría pensar que no los he leído en vano y he escrito de ellos en vano. Lo mismo diría de la gran literatura rusa, que marcó mi juventud. Entre los autores del siglo XX que más he leído están Rulfo, Borges, Cortázar, Elena Garro, Nellie Campobello, Proust, Martín Luis Guzmán, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Italo Calvino, Nabokov, Philip Roth, Arthur Schintzler, en fin… el catálogo es largo.
P: ¿Qué diferencias encuentra entre la literatura creada en el norte del país, en contraparte con la generada en el centro de México o el sur?
JV: Hay espléndidos autores en el norte.
Cuando dirigía La Jornada Semanal encontramos tantos narradores buenos en Monterrey que les dedicamos un número entero. Ahí destacaban dos que eran muy jóvenes, David Toscana y Eduardo Antonio Parra, que han escrito libros formidables desde entonces. En el periodismo de esa ciudad aprecio mucho a Diego Enrique Osorno, y tuve la suerte de conocer a Gabriela Riveros cuando escribía sus primeros cuentos y he seguido su trayectoria desde entonces. También conocí a un jovencísimo Julian Herbert, cuando solo escribía poesía, y que ahora es uno de nuestros mejores narradores.
En Tijuana, al otro extremo de la frontera, hay autores como Luis Humberto Crosthwaite, de quien reseñé uno de sus primeros libros. En «Mientras nos dure el veinte», un espectáculo que mezcla textos míos con música de Diego Herrera, del grupo Caifanes, incluimos la extraordinaria «Misa fronteriza» de Crosthwaite y un poema notable de Abigael Bohorquez.
Admiré mucho a Jesús Gardea, autor de intensidad rulfiana y atmósferas que recuerdan a Felisberto Hernández. Sin duda debería ser más leído. Fui muy amigo de David Ojeda, autor potosino que tenía un taller en Ciudad Juárez. A través de él conocí a Joaquín Cosío como poeta, antes de que se volviera famoso como actor. Las crónicas de Pedro Garay eran admirables y lamenté mucho su muerte temprana.
Me interesa un ensayista de Juárez: Oswaldo Zavala, autor de «Los cárteles no existen». En fin, hay una pléyade de autores. Es absurdo reducirlos a una categoría, pues cada uno de ellos tiene un mundo particular. Crosthwaite juega con el spanglish, reinventa el idioma y recicla motivos pop con un gozoso sentido de la fayuca cultural. Herbert ahonda en temas de intenso dramatismo sin perder la fibra lírica. Toscana tiene una multitud de temas y ha sido capaz de establecer similitudes entre Monterrey y Könisgberg, la ciudad de Kant. Cristina Rivera Garza ha escrito sobre la locura, mezclando elementos de historiografía con pasajes narrativos, y ha creado formas híbridas del discurso, haciendo que los géneros crucen aduanas.
Es obvio que asuntos como la frontera, la migración, la violencia y el contacto con la cultura gringa están presentes en la literatura del norte, pero de manera muy variada. Un título de la tijuanense Rosina Conde alude a los múltiples y paradójicos cruces culturales de esa zona: «Embotellado de origen». Se refiere a a los perfumes de marcas extranjeras que no vienen de lejos sino que son embotellados en la frontera; ahí adquieren un nuevo «origen», es decir, otra manera de ser genuinos.
P: Sobre poesía, ¿considera que este género literario goza actualmente de buena o mala salud?
JV: No escribo poesía pero he tratado de rendirle tributo en mi novela «El testigo», que parcialmente trata de López Velarde, y en mi monólogo teatral «Conferencia sobre la lluvia», que explora la relación entre la lluvia y la poesía amorosa.
Como lector, no dejo de encontrar asombros en la poesía mexicana, de Eduardo Lizalde a autores jóvenes, como Paula Abramo y Adán Brand, pasando por Fabio Morábito y Elsa Cross.
P: Habiendo participado en documentales sobre historia prehispánica, ¿qué es lo que le atrae de esta etapa cronológica de nuestro país?
JV: México tiene zonas arqueológicas fascinantes. En «Piedras que hablan» recorrimos 28, apenas una muestra de todo lo que hay en el país. la principal lección de esa serie es que aún falta mucho por averiguar de los pueblos originarios.
El pasado no es una zona clausurada, sigue ocurriendo a partir de las interpretaciones que hacemos en el presente. Durante 500 años no hemos dejado de recibir mensajes reveladores de ese mundo, a pesar de la opresión colonial.
La historia y la arqueología son formas narrativas que me interesan mucho. Leer a Alfredo López Austin o a Eduardo Matos Moctezuma ha sido decisivo para mí; nuestra vida ocurre sobre las huellas de mitos y tramas formidables.
P: Actualmente existen plataformas y aplicaciones digitales para escritores, ¿qué opinión tiene de ellas?
JV: No las conozco.
P: Muchos autores consideran la autopublicación como una herramienta para difundir su obra, ¿qué opina al respecto?
JV: Publicar siempre ha sido difícil.
Mis primeros cuentos aparecieron en una colección de plaquettes, La máquina de Escribir, donde cada autor pagaba la mitad del tiraje (la otra mitad era cubierta por uno de los escritores más generosos que han existido, Federico Campbell, quien, por cierto, tiene una muy buena novela sobre Tijuana: Todo lo de las focas).
En estos tiempos en que publicar se ha vuelto todavía más complicado, me parece muy útil acudir a la autopublicación. Si una editorial manda un libro tuyo a Sanborns puede quedarse ahí sin que nadie lo compre; en cambio, si le regalas un libro a la persona adecuada consigues un lector.
P: ¿Qué libro lee actualmente?
JV: Estoy releyendo «Ferdydurke», de Gombrowicz, y «Volando en círculos», las memorias de John Le Carré.
P: ¿Cuál es el consejo básicos que le ofrece a un autor joven?
JV: Que se interese más en leer que en escribir y más en escribir que en publicar.