Envuelto por la oscuridad de la recámara, sobre la cama, estoy despierto.
A mi lado está él, su espalda desnuda, descubierta. Mi mano recorre su piel y permanece un momento en medio de sus omóplatos, huesos saltones que alguna vez me parecieron alas.
Respira levemente. Esa respiración es el único sonido.
¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Le caga que olvide la fecha en que nos conocimos.
Es que no puedo creer que no te acuerdes, me dice.
Le explico: no es que no me acuerde, es que se me van los pequeños detalles. Si me pongo a echar números, si uso los dedos, si cuento, llego a la respuesta correcta. No es que se me olvide.
Me escucha. De todo lo que digo se queda con “pequeños detalles”. Piensa que nuestra vida juntos es un detalle pequeño para mí. Espanta el asunto como si fueran moscas y se va, se aleja y enciende la televisión.
No lo niego: tengo miedo de perderlo.
Escribo estas líneas, no sabe que escribo acerca de él.
Ha dejado de asomarse como antes lo hacía, entusiasmado al escucharme teclear. ¿Qué escribes? Cuéntame. Ya no.
Ahora está decepcionado.
En algún momento de nuestra vida, algo descubrió en mí que no le gustaba. Pudo haber sido cualquier cosa. No lo sé: la forma en que soy, en que me comporto; el tiempo que le dedico al Fb, a las personas que nos encontramos. No puede ser que te dé tanto gusto la gente, me ha dicho. Y es absurdo porque a él también le gusta socializar, echarse unas copas con los amigos.
No sé de dónde surge el mal humor, el coraje. A veces simplemente explota y empieza a gritar, a lanzar palabras filosas como dardos, todas en mi dirección. Y lo escucho y permanezco tranquilo lo más que puedo pero no soy de plástico y lentamente surge en mí la aspereza que él había estado buscando. Y le grito. Y le regreso esos dardos multiplicados. Y él se tapa las orejas, busca un rincón, se tira al suelo y empieza a llorar.
Lo miro, lo quiero golpear. Lo miro, lo odio por sacar de mí todo eso que prefiero tener guardado. Lo miro y me siento culpable por haberlo lastimado así. Lo miro y lucho por contener el temblor, por recuperar la serenidad. Me acerco, me tiro al suelo y lo abrazo. A veces, cuando puedo, lloro con él.
No siempre puedo.
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hogar
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Vamos a celebrar nuestro aniversario. Se le ocurrió que nos vistiéramos elegantes y buscáramos un restaurante caro. Yo acababa de recibir el pago de un taller de escritura que impartí hace meses. Nos habíamos quedado sin dinero y estábamos por agotar las latas de comida que teníamos guardadas en la alacena. De pronto cayó el pago. No era mucho pero saltamos de emoción. Lo gastaríamos todo esa misma noche.
No teníamos ropa elegante. Tenemos ropa planchada y sin planchar. ¿Elegante? Ninguna. Despertamos temprano ese día, ambos de buen humor. Cogimos rico antes de levantarnos. Nos bañamos juntos. Abrimos una lata de frijoles. Había todavía un par de tortillas de harina. Desayunamos. Dedicamos el día a limpiar la casa, le hacía falta. Cada quien, por su lado, hacía distintas tareas. Estábamos separados pero en silencio, juntos.
A la hora de la comida abrimos otra lata: crema de elote, exquisita. Terminamos con un botellón de cocacola que ya no tenía gas.
Yo repasé un artículo que estaba escribiendo, cambiando comas, moviendo frases; el trabajo interminable de quien casi no publica. Él se echó a la cama y leyó hasta dormirse.
Lo desperté un par de horas después, le recordé que teníamos una cita.
Lo siento: no le gustó que lo despertara.
Sueños. Los sueños no siempre se quedan; a veces permanecen, invaden el otro lado. Malditos sueños.
Se levantó de malas y tardó en despejarse.
Balbuceó algo que no entendí.
Se encerró un rato en el baño. Cuando salió, su cara estaba húmeda y limpia. Me hubiera gustado tocarla pero no me acerqué.
Sacamos la ropa planchada y la pusimos sobre la cama. Cada quien escogió la suya y jaloneamos una corbata que ambos queríamos usar. Eso lo hizo sonreír y yo dejé que se la quedara. Se le veía mejor a él.
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cena
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Nadie se nos quedó mirando cuando entramos al restaurant. Los meseros eran amables. Nuestra ropa no era tan elegante como hubiéramos querido, yo no alcancé a bolear mis zapatos. Pero estaba bien. La dicha se define así: estábamos a punto de gastar el único dinero que teníamos y mañana regresaríamos a las latas.
Pedí una botella de vino. ¿Cuál? Le dije a él que escogiera. Cerró los ojos y dejó caer el dedo sobre la carta.
Este, dijo.
Me asomé. El mesero se asomó. Su dedo señalaba un espacio en blanco. Tomé su dedo en mis manos y suavemente lo moví al vino más cercano.
Este, dijo.
Excelente decisión, dijo el mesero sin que diera muestras de estarse burlando.
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pozo
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El vino estaba rico. Hicimos clinc con las copas de cristal y nos miramos a los ojos.
Nos miramos y nos miramos y nos miramos como si estuviéramos jugando al quién aguanta más.
Yo le gané porque él bajó la mirada.
Lo que subió después fue una mirada distinta. La mirada que ya he visto pero que he decidido no descifrar. La mirada que me da miedo. Él no es un hombre que comparte sus sentimientos. No como yo. Él es un hombre que todo se lo guarda. Es un hombre que puede llorar pero no decir por qué llora, puede enojarse pero no compartir lo que le enoja. Todo lo espanta como moscas. Mueve la mano delante de su cara como limpiando una ventana, como espantando moscas. A él nada le afecta. Me lo ha dicho.
Ahí estaba su mirada. Esa decepción. Esas palabras que no hallaban forma en su voz, que no salían.
Era una mirada lejana, él también estaba lejos. Su silencio era como un pozo profundo. Te asomabas a ese pozo y no veías el fondo. Dejabas caer algo en ese pozo y nunca escuchabas el plop de su tocar fondo. Cuando al fin regresó de su viaje, descubrió en mi rostro una expresión de dolor, de preocupación.
Suspiró. Sonrió tristemente. Puso su mano sobre la mía, acariciándola.
No te preocupes, Luis, me dijo. Todo está bien.
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fiesta
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Después de cenar y de otra botella de vino, decidimos llamar a unos amigos. Nos quedamos de ver en el centro, un congalito que nos gusta. Él nuevamente está contento y con ganas de divertirse. Decimos simplonadas, nos tomamos de la mano en el camino. Los amigos llevan rato ahí. Nos sentamos junto a ellos y celebramos el hecho de no tener que esperar para emborracharnos. Todos ya estamos ahí, en el mejor punto, en el más divertido.
La charla es amena. Aparte de los amigos, llega otra gente conocida. Nos saludamos, repartimos abrazos y besos y palmadas en la espalda. Yo quiero bailar, sí, tengo ganas de bailar. La música y el ambiente están para eso.
Él me está mirando.
Euforia. Debido a la euforia y al ruido y a los amigos que gritan para escucharse, no me había dado cuenta de su mirada.
Mirada intensa. Seria.
Estamos separados porque otras personas se han puesto entre nosotros. La gente se mueve, no es mi culpa. Estamos separados, solo un poquito.
Ignoro su mirada al principio.
Pero es difícil: mirada tiragolpes, empujona, ametralladora.
Permiso, permiso, camino hacia donde está él, cuidando mi trago para que no se caiga ni una gota.
Permiso, permiso, estoy a su lado, sonrisota la mía.
Me acerco a su oído, le digo: sabes qué, me vale madre.
Su expresión cambia, ahora es de sorpresa.
Que qué.
Lo que oíste, me vale madre.
Y qué es lo que te vale madre, si se puede saber.
Eso, le digo, lo que estás pensando. Pero no solo lo que estás pensando, también tú me vales madre. Me vale madre lo que se piensa y el que lo piensa.
Ni siquiera espero una respuesta. Me alejo y me zambullo entre una bola de gente desconocida que está bailando. Grito, aúllo con ellos.
De pronto siento su mano apretándome, su mano en mi brazo.
Ya nos vamos, me dice. Estás borracho.
A huevo que estoy borracho, querido, borracho y feliz, borracho y divirtiéndome, borracho y haciendo lo que me da la gana.
Vámonos.
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pavimento
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Estaba enojado, pobrecito. Lo notaron nuestros amigos, se acercaban, le decían que se calmara. No es para tanto, Humberto, no es para que hagas tanto escándalo. Hablaban con él mientras yo seguía bailando, bailando, bailando; brincando, brincando, brincando.
Se alejó de los amigos. Él, borracho cascarrabias. Yo, borracho fiestero. Esta vez el agarrón fue más fuerte. Dolía. Esta vez fue agarrón y jalón. Brusco, pesado. Y no dejaba de jalar.
Jalar y jalar
hasta afuera
del congal.
De pronto cojo su mano y la arranco de mi brazo. Lo empujo: suéltame, hijo de la chingada.
Él también empuja y fuerte. Tambaleo, voy al suelo, de sentón en la calle. Claxon, claxon. No lo puedo creer. Esa figura borrosa me acaba de empujar. Ese güey, hijo de su puta madre, me acaba de empujar.
Su mirada cambia. Reflexiona. Entiende que se está pasando.
Lo siento, dice y me ofrece ayuda para levantarme.
Mi mano sucia, la que tocó el pavimento, toma la suya, acepta la ayuda.
Mi mano limpia se vuelve un puño de hierro y traza un arco en el aire que azota en su mejilla.
Ahora yo estoy de pie y es él quien tambalea, pero no se cae (el cabrón) hasta que lo empujo, mi mano abierta en su pecho y zas un solo golpe. Entonces sí azota (el desgraciado), sentón sobre la banqueta.
Y mis zapatos sin bolear, mis zapatos sucios deciden limpiarse en su rostro.
Patadas atinadas. Golpes precisos en cara y pecho.
Los amigos salen y tratan de impedirlo. Pero cómo. Los zapatos no paran, no entienden razonamiento alguno. Zapatos ágiles y sucios que se ensucian aún más y no les importa.
Los amigos ahí. Los amigos, ellos qué saben. Mirones, hijos de la chingada.
Llega una patrulla.
Es demasiado tarde.