Quizá las personas que escuchan una melodía, que gozan de tocar una escultura, de mirar una pintura, de leer un cuento o de ver película, no han pensado cuándo o por qué razón (si es que alguna importa) les gusta eso que ven, oyen o tocan. Simplemente les atrae y se exponen a esa experiencia. Ellas, generalmente y, sin saberlo, tiene cierta intuición, entrenamiento; un sentido puesto y dispuesto cuando se encuentra frente a eso que solemos llamar arte.
Hay otras que no saben qué hacer frente a un producto estético, algunas más lo rechazan y pueden sorprenderse de que ciertos objetos sean llamados “obras de arte”. Sus vidas están alejadas por completo de esta disciplina, de practicar alguna, tal como ocurre con quien nunca hace ejercicio. En ambos casos, se ocasiona un mal silencioso y lento que poco a poco va minando la vida espiritual o física de la persona.
Sin embargo, esta actitud, que pareciera ser producto de la procrastinación, el desinterés o la ignorancia, en realidad, proviene de factores diversos. El primero de ellos es, quizá, el hecho de que en su comunidad no haya personas que practiquen actividades artísticas, por lo que no tienen la oportunidad de interiorizar esa experiencia. Puede ser, también, que la ideología en turno castigue a quien desea dedicarse al arte. Es de dominio público la creencia de que estudiar para músico es condenarse a la pobreza; ocurre lo mismo con la poesía.
Otra explicación se halla en lo ocurrido desde hace dos siglos: uno fue un suceso ideológico y el otro bélico: el ideológico se refiere a la aparición del Romanticismo (corriente filosófica y estética de origen alemán que inundó Europa y América, que exaltó la libertad creativa, la fantasía y los sentimientos; se interesó por lo medieval, además de que fue proclive a recuperar las tradiciones populares). El otro suceso proviene de la Primera y Segunda Guerra Mundial. La guerra produjo un profundo cambio en la vida del mundo, entre los cuales se encuentra la relación del ser humano con éste. La nueva visión eliminó la creencia de que el ser humano podía lograr su desarrollo pleno y utilizar su potencial. Incluso se puso de moda comentar que la mente humana usaba menos de diez por ciento del total de su capacidad intelectual. Así que se esperaba que, como ocurre con los personajes de ciertas historietas, hubiera personas con cuerpos biónicos y poderes sobrenaturales.
Sin embargo, y posteriormente a estos hechos y luego de ver la devastación ocurrida, se formuló un nuevo pensamiento: la humanidad no estaba capacitada para sacar lo mejor de sí, por lo que vino un desencanto. A partir de esa idea, se produjo un relativismo, el cual está en boga en nuestros días más que nunca. Con él se admite que existen “verdades propias”, “verdades individuales” y, por tanto, infinitas verdades, en menoscabo del concepto de “verdad universal”, como lo exige el concepto de “obra maestra”. Sin duda, decidir qué es verdadero está en función de elementos contextuales, enfoques, tendientes a enriquecer un punto de vista, mas no a anular los otros. Sin embargo, para tener un acuerdo sobre una parcela de “verdad”, hace falta contexto, es decir, conocimiento. ¿No es cierto que hoy en día se proclama que cada persona tiene su propia verdad y que es posible crearnos un mundo personal con nuestros propios códigos? Nada más contrario al concepto de “arte”, “obra” u “obra maestra”, concepto cultivado durante siglos.
A setenta u ochenta años después de estas primeras ideas relativistas, hoy en día es común escuchar en boca de personajes de televisión esta perspectiva de la vida: “que nadie te diga que hacer”, “una obra de arte es la que yo decido”. De ser así, ¿cuándo, la obra de un artista sería una obra de arte y, más aún, una obra maestra? El arte, contrario a esta corriente de pensamiento, tiene códigos antiguos y muy arraigados. Quizá, este sea el motivo por el cual la gente está cada vez más lejos de los artistas, tal vez por ello le interesa menos al público un cuento, una novela o un poema. Es simplemente que los modos de pensar entre unos y otros han cambiado drásticamente y se han distanciado.
El relativismo, como teoría, niega el carácter absoluto del conocimiento, para hacerlo depender del sujeto que conoce. Tiene su razón de ser y permite el aplazamiento de la angustia por el dominio de un imperativo personal. Sin embargo, así como ocurre que se paga caro no hacer ejercicio, al atrofiar músculos y calidad de vida, de igual manera pasa con quien no cultiva su espíritu a través del arte y no acepta las verdades universales de éste. ¿No sería posible que a través de un poema (hacerlo o leerlo) una persona pudiera tener esperanza, aminorara su sufrimiento o reparara el corazón? Se conocen múltiples casos de personas con problemas emocionales profundos que, a través del arte, pudieron cambiar su vida, su manera de pensar y mejorar su estado emocional.
El extremo de esta tendencia es que el relativismo de algunos niega hechos objetivos en los que existe un acuerdo universal; por ejemplo, que el mar tiene peces es una verdad universal (es un hecho objetivo aceptado universalmente). A todos conviene y requerimos que haya acuerdos universales. No todo puede relativizarse, el arte puede entrar en esta categoría, por el bien de todos.
Por otra parte, el arte tiene un carácter subjetivo, personal, que produce el sello del autor. La técnica que emplea para narrar, pintar, cantar, etcétera, se engarza con lo que quiere dar a conocer, en ese punto el artista se suma a una tradición. Su obra es un pez más en el río estético. Las aguas de la traición-ruptura son el espacio donde fluyen y donde pueden crecer y pervivir. La sociedad puede tener un papel esencial en la sobrevivencia de un artista y de su obra, de no interesarse por ambos (artista y obra) pierde ella misma.
El motivo más esencial por el cual deberíamos interesarnos en el arte es que nos ofrece una manera distinta de entender el mundo, nos afronta a ciertas verdades personales mediante leyes técnicas nacidas de su corriente. Proporciona una oportunidad para el descanso y la felicidad. Crear obliga a la persona a superar sus límites, a ocupar su tiempo en otros asuntos que no son los del trabajo, la fatiga mental, la saturación. Permite despejarse, crear, ser creativos y vivir siempre de mejor manera. Por supuesto, la reyerta aquí no descansa entre lo relativo y lo objetivo, ni entre la verdad personal y universal, sino en que el arte efectivamente se apoya en un terreno personal y otro universal. Es espectador, al exponerse a ella, también entrará en ese juego estético y, como en todo juego, debe conocer las reglas para ganar la partida, es decir, nutrirse de eso que mira, escucha, toca.