CORRESPONDENCIA DEL HOMBRE INVISIBLE, DE ZACARÍAS JIMÉNEZ
El responsable de estos textos un día se sintió invisible
y para no llegar a retazos al olvido se propuso escribirle
a las criaturas que avalaran su afán por atrapar la esperanza.
Quién es quién para decir quién es quién.
Zacarías Jiménez
Es muy grato, en esa búsqueda de experiencia en solitario, como lector voraz, el hecho de encontrarse circunstancialmente con la excelente poesía, escrita por alguien a quien se ha conocido en un campamento literario en Durango a finales del 2010 y comienzos del 2011. El libro fue el producto de un intercambio, luego de que su autor, otros escritores y yo compartimos el pan y el vino en esas arduas jornadas novelísticas que incluían la bohemia ininterrumpida. El título, por demás sugestivo casi recién salido de la imprenta:
“Correspondencia del hombre invisible”, de Zacarías Jiménez. Conarte/Bonobos, 2010.
Nacido en San Luis Potosí, por cuestiones del azar avecindado desde hace ya varios lustros en Monterrey, Nuevo Léon, Zacarías Jiménez consigue en poesía lo que también alcanza felizmente con su prosa: sacarle el filón de oro, como buen barretero de mina existencial que es, a la experiencia, gracias a un lenguaje mezcla de lo coloquial con el sentido metafórico, en un estilo pisaquedito que se arraiga como plomo en lo profundo y se resume en el espíritu platónico demoniaco de cualquier lector atento. Las metáforas de Zacarías, más que nihilistas son existenciales. Cada una de ellas lacera la sensibilidad como con aceradas garras hechas de verdad. La UANL ya le había publicado otro libro de poemas titulado La eternidad comienza a las siete de la noche en 2001; y más reciente, ya rondando sus seis décadas de vida, en Feria Internacional del Libro en Monterrey, se presentaría La policía no lee culturales es su primer libro en solitario de narrativa.
Pero volviendo a su segundo libro “Correspondencia de un hombre invisible”, escrito a modo de epístolas, nos muestra al hombre dulce que bebe su Tonayán con refresco mineral de sabor, sin dejar de escribir ya sin lágrimas.
Son cuarenta y tres textos que surcan la senda del epígrafe, del lenguaje proverbial, se cuelan hasta el poema en sí, gráficamente distribuido en versos sobre la página y alcanzan la escala de la mínima prosa poética. La mayoría de ellos reflejan el estado de gracia del verdadero poeta que encierra este noble bohemio, silente y estridente soñador de mundos nuevos que es Zacarías Jiménez.
Hay en sus poemas un humor negro, matizado con una ironía fina y una inocencia inaudita, tonalidades éstas difíciles, más no imposibles de conciliar en un poema para una artesano tan hábil, tan pleno de calle y de mundo como él.
En Correspondencia del hombre invisible desfilan seres tiernos y candorosos como la niña Sofía metamorfoseada en ángel, Disamara, la mujer de seis años, la sonrosada rosa de los lienzos multicolores, la madre del yo elocutorio, la poeta Enriqueta Ochoa, extinta, la escritora ecuatoriana Leticia Damm, y otros nombres de mujer con las que el hombre invisible cobra figura y fuerza; están también un pugilista anónimo, un polígrafo tamaulipeco, y otras presencias.
Uno como lector empedernido recoge, lee, expurga esta “Correspondencia del hombre invisible”, de Zacarías Jiménez, y se queda con la sensación del que ha pasado ya bajo la luminosidad del día y cuya sed, luego de padecer el cenit, gracias a la poesía, ha sido ya saciada.
CUATRO TEXTOS DE ZACARÍAS JIMÉNEZ
Cañonazos de tristeza.
A la memoria de mi madre.
Recuerdo de la lluvia extraviado en las orquídeas
eres dama que agua
r
d
a
la venida del verano junto a la higuera
por el rumbo de tus cabellos el viento
Tu edad es la del agua que siempre es niña
El verde ruido de las hojas
ata el corazón de los pretextos
/indecisión del pensamiento/
al deseo de verte libre del pecado vital /ingenuidad
caracol en el camino de la zarza
con la tumba a cuestas celebro a cañonazos de tristeza tu paz,
la paz de un vaso de agua
nostalgia del mar cuando llora perlas
Enriqueta Ochoa
Supe que habías muerto cuando corrieron los gatos en la espalda de la noche,
y el frío sintió frío sin tu presencia en las bancas de la Alameda.
Y el verso era una daga en la tráquea que invoca rubor,
cuando uno se nombra poeta sin sentir la cruz
en los pareceres del mundo.
Tu voz inundó el peligro,
extranjero desde que jugabas a la pelota con la muerte,
para que ningún solitario pasara como el perro del mal por la existencia.
Ha de alcanzar el querer para nunca olvidarte,
gracias, Enriqueta.
Carta del hombre invisible a la ausente
Siempre me aterró la idea de morar tanto tiempo en la tierra,
porque presentía en la vida más errores que los del huracán o el relámpago
que no tuvieron edad ni para el arrepentimiento ni para repetir el mal.
¿qué dolor injertaré en el vientre de la muerte que adopté de tus palabras,
muchacha de inocentes ayeres?
Quisiera ser tan sabio como los gatos,
y saber qué decir cuando la desgracia nos cae a navajazos
y el terror impide la defensa.
Por eso no tengo tiempo de morirte en los cactus y en las rosas
Ha de medir tu dolor la intensidad en los quereres (ya no te encontraré.)
Tu ausencia es una muerte de juguete en manos de un niño triste.
Refugiaré la pena en la timidez de la lechuza,
y cuando el olvido intoxique la orfandad de las neuronas,
los vocablos dejarán camino por covacha en el maratón de las espinas.
Y cuando seamos el polvo con que escribirán los suicidas,
será la primera palabra que rapte la golondrina,
relámpago abortado de la tierra.
No habrá perdón
y seremos setenta veces siete el polvo que provea el destino de la sierpe,
pronto el afán de las tautologías matará la autoridad de las palabras.
El horario suficiente de la luz
Me levanté de la lona sin saber para qué, porque siempre hay que levantarse de la lona. La Muerte me había dado golpes de conejo. Ajeno a las reglas elementales del pugilismo, con sabor a metal en la boca, sentí rodar el mundo en las neuronas.
Lamenté no ser un buen fajador. Lo prendí en la quijada, y, en un cambio de golpes se tambaleó mientras yo me gozaba. Los días futuros dirán: le pegó al campeón. Cuando el otro me prendió en el plexo solar.
Amárrate, abrázalo, sal del centro del ring, pícale la elipsis, gritaba el manager, pero un puñetazo me volvió el rostro de chicle e impidió mi propósito.
Sé tigre o grulla –me había dicho el manager días antes, mas yo aumenté mis cuentas con la desesperación por no entender la enseñanza.
Es para hombres, aulló mi rival, y un derechazo me hurtó la mitad de la noche.
Hay momentos en la vida en que las decisiones se escriben con vidrios en la piel; momentos en los que uno se orina de miedo frente al rival que caerá noqueado en el siguiente round. Perro ese round era más inmenso que la locura o el desamor.
¿Dónde está tu Dios?, inquiría el enemigo. ¿Por qué este valle de sombra?
Quién sabe por qué quise dar la espalda. Ciertamente, mi enemigo volvió a prenderme con un gancho terrible a la quijada. Yo me refugié en las cuerdas porque en el cambio de golpes nunca fui muy consistente, y empecé a vomitar sangre y a desvanecerme. Ya sin alma, que más da bañarse tres o cuatro veces en el mismo río. Pero rumbo a la lona descubrí una sonrisa de mujer y, como los borrachitos, me sostuve a lo macho.
Entonces mi puño se hundió como sol radiante en el orgullo de la Muerte, y supe que seguía siendo el rey, que el precio de la sabiduría es la ausencia de la mano que una vez nos levantó de la tristeza, y la dignidad por sí misma es un poema si se grita en el horario suficiente de la luz.
Lamentable y (au contraire) felizmente José Zacarías Jiménez Méndez murió la tarde de un miércoles 24 de febrero del 2016 a los 57 años, cuando trabajaba en lo suyo, en esa pasión devoradora de la literatura, en las instalaciones de la Biblioteca Magna de la UANL, a causa de un paro cardio-respiratorio. Vaya este recordatorio como un homenaje de alguien que compartió el vino y la mesa en un campamento literario en Durango con ese portento de la profundidad poético-narrativa que era Zacarías Jiménez. Enhorabuena por todos nosotros sus lectores.