Yo estaba sana de pies a cabeza, hasta que un día, de la nada, mi uña del dedo gordo del pie izquierdo comenzó a ponerse mala. Al principio era una manchita blanca discreta que se limitaba a existir solo en la equina superior izquierda de la uña. En aquel entonces, mi pie era el de una muchacha joven que soportaba el peso de un cuerpo bien cuidado y todavía deseado por algunos hombres.
Aquella manchita blanca resultaba hasta simpática, le añadía a mi cuerpo un aire de exotismo. El problema fue cuando lentamente comenzó a expandirse por el resto de la uña hasta convertirse en una deformidad. El tono mutó de blanco a amarillento con unos toques de morado, y la lámina ungueal se abultó en partes irregulares convirtiéndola en una completa monstruosidad. Recordaba a la carne podrida, pero no olía mal, lo juro.
Cuando esto sucedió, fui a la podóloga inmediatamente, quien después de una serie de revisiones concluyó que el problema era más bien dermatológico y me refirió con un amigo suyo. El dermatólogo en cuestión era un hombre joven y medio guapo a quien jamás vi sonreír por más que yo me esforzaba haciéndome la chistosa. Con el ceño fruncido, no sé si por preocupación o por asco, me pidió que me hiciera tres pruebas para dar con la causa de mi nueva condición monstruosa: un cultivo para descartar hongos, una radiografía para ver si no había un hueso que estuviera mal acomodado, y por lo tanto deformando la uña; y un TAC, para descartar algún tumor, supongo.
Los tres resultados arrojaron lo mismo: no tenía nada. No había causa de mi efecto. A partir de ese momento estaba condenada a vivir con una uña fea. Ser de esas personas sin autoconciencia que andan por la vida en chanclas dando asco al resto del mundo. “En realidad esa uña no sirve para nada” me dijo el doctor resignado antes de recetarme una pomada que desintegraría la uña por completo con la esperanza de que cuando volviera a nacer, lo hiciera correctamente, cosa que tampoco funcionó.
Por supuesto que consulté a otros doctores y pedí otras opiniones, pero todos llegaron a la misma conclusión: no había causa y no había cura. Así que decidí olvidarme del asunto, cubrir mis pies con calcetines, aunque estuviéramos a cuarenta grados, proteger al mundo de mi monstruosidad y viceversa.
Pasé así años, mis dedos no habían vuelto a ver la luz del sol y yo no había vuelto a pensar en ellos, hasta que un día que estaba en casa sin hacer nada, decidí ponerme unos tacones para recordar con nostalgia aquellos tiempos en los que podía ser ese tipo de mujer. Eran unos tacones de aguja altísimos que dejaban ver los pies casi completamente desnudos, una obscenidad.
Si entrecerraba los ojos podía ignorar el dedo malo y me veía hermosa. Envalentonada por mi propia sensualidad agarré la cámara y le tomé unas fotos a mi pie izquierdo. Comencé con los zapatos puestos, luego me los desabroché, hasta que descaradamente me los quité por completo. Las últimas fotos eran un acercamiento morboso a la uña del dedo gordo, que por haber estado tanto tiempo escondida bajo un calcetín, estaba lleno de pelos que ya no me importaba rasurar.
No sé exactamente qué fue lo que me llevó a hacer lo siguiente, pero se me ocurrió crear una cuenta anónima en Instagram y publicar las fotos con hashtags que pensé que podrían atraer a gente que sufriera del mismo problema que yo. Quería crear una comunidad de amigos que tuviéramos las uñas feas y que de vez en cuando nos juntáramos para ir descalzos en casa de alguien, o en la parte privada de un parque para que nos diera el aire y el sol. Pero lo que sucedió fue que atraje a usuarios que llenaron mi perfil de comentarios obscenos y mi bandeja de mensajes de propuestas indecorosas.
Uno de esos usuarios se llamaba Javier y era guapísimo. Debió de haber tenido unos cuarenta años en aquel entonces. Las fotos de su perfil revelaban que era una persona normal. Un hombre soltero, con vida social activa, amante de los libros y de su perro, un tal Ramón. Pude ver, a través de sus fotos, que Javier vivía en Madrid, en un departamento limpio y bien arreglado, que le gustaban las plantas y que frecuentaba con Ramón el parque del Retiro. Era una persona normal, insisto. Me parecía rarísimo que tuviera un fetiche tan extraño.
Javier no paraba de pedirme fotos de mi uña mala. “Empújale los lados para que se te abra”, me pedía. “¿Crees que te la puedas alcanzar a chupar?” me preguntó una vez. Una cosa rarísima, pero debo confesar que le seguí la corriente y que sí me la pude chupar. La foto era muy ridícula, pero se la mandé y él me contestó con una foto de su cuerpo entero reflejado en un espejo con una erección enorme. Valió la pena la contorsión.
Comenzamos a enamorarnos. No solo nos enviábamos fotos provocadoras, no me malentiendan, también hablábamos de otras cosas. Acababa de morir un amigo suyo, así que ahondamos mucho en el tema de la amistad y en lo de sentirnos solos, aunque estuviéramos acompañados. Yo acababa de mudarme a Barcelona y el tema de la adaptación me estaba costando bastante.
Quería conocerlo en persona, pero no me atrevía a pedírselo por miedo a su rechazo, hasta que un día, después de una serie de mensajes provocadores seguidos de fotos y videos que es mejor no describir, me lo propuso él.
—Quiero ir a verte a Barcelona —me dijo.
Y acordamos que me visitaría quince días después.
—Muero por chuparte esa uña y por fin verte el otro pie —confesó —. Si me lo has estado ocultando todo este tiempo, será porque es tan horrible que te avergüenza —agregó.
Entonces me preocupé. Mi otro pie era hegemónicamente perfecto.
—No te lo enseño porque te provocaría un orgasmo instantáneo —le contesté bromeando.
Era una desgracia, la normalidad de mis otros dedos arruinaría mi relación.
Pasé un par de días pensando qué hacer, vi tutoriales de maquillaje de horror, pero luego concluí que en el calor del sexo y con las chupadas que Javier decía que me iba a dar, seguro que el maquillaje se echaría a perder. Así que decidí hacer algo más definitivo. Agarré un martillo, le di unos tragos largos a una botella de mezcal que había llevado de México, y luego me di cinco martillazos en el dedo gordo del pie derecho. Me di nomás cinco porque no aguanté más. El mezcal no sirvió de nada, me dolió muchísimo. Al poco tiempo la uña se puso un poco roja, pero no monstruosa. Así que decidí seguir con la terapia de martillazos cada ocho horas aumentando la dosis. Seis, diez, aguanté hasta doce.
Un día antes de que Javier llegara a Barcelona, mi dedo ya estaba completamente morado, roto seguramente, pero no era monstruoso, no era suficiente. Así que tomé unas pinzas y me arranqué la uña como en la escena de una serie de narcos que vi. La verdad es que no me dolió tanto porque la uña ya estaba demasiado lastimada y medio despegada de la piel, o quizás porque ya me había acostumbrado al dolor.
Javier llegó a mi departamento al día siguiente por la tarde. Era tan guapo como en sus fotos, pero cuando lo vi en persona me di cuenta de que era un poco más bajo que yo, y a mí me gustan los altos.
***

Vicky González (Monterrey, México, 1983) es escritora y directora creativa establecida en Barcelona desde 2017. Autora del libro «Algunas de estas cosas son ciertas» (Almadia 2024)