En toda autobiografía hay algo de mito: las referencias en torno a la infancia o a la adolescencia son propicias para construir un pasado. Así lo hace Mauricio Bares en la novela Anónimo Hernández, a través del cuerpo escuálido, espeluznante, de una criatura híbrida, «entre pigmeo, otomí y eslabón perdido», o sea, Anónimo, un niño que advierte muy pronto la decepción que representa para los demás, y luego para él, su llegada al mundo.
Para su padre es otra boca que tendrá que alimentar; para su madre es una resignación al deseo de tener un hijo, que lamentablemente le ha llegado tan tarde y tan fallido; mientras que para sus doce hermanas, Anónimo se torna en su juguete favorito. Es a través de ellas que el niño conoce el mundo, se convierten en sus maestras de vida. A temprana edad, y a pesar de ser un debilucho, resulta precoz para el aprendizaje, lee fluidamente y analiza problemas de aritmética elemental. Por consecuencia, resulta un chiquillo que causa temor y desconfianza en los vecinos.
Simultáneamente, tales virtudes y ese conocimiento prematuro ocasionan que pronto sus padres tampoco sepan qué hacer con él. Y partir de ahí, Anónimo va a transitar entre una escuela civil, otra con tintes religiosos y una con disciplina militar, en las que se va a enfrentar a situaciones humillantes, a la par de experiencias muy divertidas, y enfrentará con insolencia a las estructuras de la sociedad: la educación, la religión y la milicia. Anónimo, además de raro, pequeño y feo, sale rezongón, es peleonero y adicto a los dulces: como dicen las malas lenguas, no hay chiquito que no sea cabrón.
De mirada parca y gesto endurecido, Anónimo Hernández es otro al salir de la escuela militar. Y se percata de su soledad en el mundo: aun regresando a casa, sabe que ha perdido su hogar, sabe que algo se ha roto y que no hay solución. Sin embargo, encontrará un paliativo en la escritura. Recordemos que sonámbulo ya había tenido ataques literarios escribiendo en las paredes ideas y frases que él creía necesario preservar.
En el segundo cuaderno del libro, Mauricio hace un breve árbol genealógico de sus padres iletrados y su llegada a la CDMX. Hay un coqueteo momentáneo con la literatura post revolucionaria, una crónica sobre el extinto DF, una ciudad también fundada por ilusos foráneos que, como dice Bares, creían conocerla a través de la imaginación y cimentarla con palabras, pero la cual, en realidad, lejos de cobijarlos, los maltrata y hace que a la gran mayoría le vaya de la chingada.
La vida de sus padres se desarrolla muy lejos de la modernidad, los autos y los enormes edificios; muy lejos del Zócalo, del Paseo de la Reforma y el Castillo de Chapultepec. En cambio, nos da cuenta de la ciudad perdida, la dureza de la calle, las colonias sin pavimentar, las casas con muros de cartón rodeadas de inmundicia, con vecinos criando puercos en el lodazal. La ciudad contrasta con el «progreso», una palabra muy gustada por políticos y empresarios. Una vez que los ingresos económicos del padre mejoran, la familia se traslada a un mejor lugar para vivir. Es así como conocemos aquel viejo centro de la ciudad, a los tranvías que lo cruzaban, la abundancia y variedad de sus mercados, sus cantinas y sus borrachos tirados en todas partes, sus vecindades, el barrio chino como zona excéntrica del pecado… En palabras de Anónimo, «si el país entero estaba en la ciudad —por algo se llamaban igual—, la ciudad entera estaba en el centro».
Una figura influyente en la corta vida de Anónimo es el profesor Oliverio, quien intercala ejemplos literarios a fin de aclarar mejor sus clases, y no sólo eso, es de quien escucha por primera vez decir que los escritores son importantes. Ya no hay dudas, Anónimo sabe a lo que quiere dedicarse y así lo revela en una charla familiar:
—Voy a ser escritor.
—¿Qué? —preguntó una de mis hermanas.
—Que voy a ser escritor.
—Estás loco —cuestionó mi padre.
—¿Y eso qué es? —contraatacó mi madre.
—Una persona que escribe.
—¿Y no puedes ser otra cosa? —intentó conciliar mi madre.
—Pues salí escritor.
—¡Y de qué diablos vive un escritor! —gritó mi padre, la aorta hinchada en el cuello.
Luego de echarse la culpa unos a otros, principalmente entre los padres, de la preocupación de las hermanas, de los reclamos, surge el primer enfrentamiento serio con la familia en torno a la decisión de Anónimo, quienes derrotados concluyen:
—No puede ser, qué hicimos mal.
Estos diálogos, punzantes, ágiles, divertidos, aunados a las reflexiones y aventuras hilarantes son elementos que a lo largo de 270 páginas mantienen al lector entretenido y con una carcajada continua.
En los tres últimos cuadernos, Anónimo, a sus escasos 7, 8 años, no sólo se refugia en las lecturas de libros despastados y escribiendo historias con resultados poco alentadores, sino que también se topa con el apendejamiento que produce el amor, conoce los sinsabores de la amistad, la traición y abandono del padre, el surgimiento de la radio y la televisión, la matanza de Tlatelolco, se adentra en la noche en tugurios de mala muerte, en el sexo con mujeres mayores que él, sufre por la enfermedad de la madre, experimenta una sobredosis… de dulces, el deseo de suicidarse pasa a formar parte de su vida, la policía lo busca… en fin, atestiguamos la inocencia que se va.
Pero, una mañana, en el tranvía, encuentra un anuncio impreso que reza:
CONVIÉRTASE EN ESCRITOR EN SOLO SEIS MESES
Tome nuestro curso por correspondencia…
Escribir vislumbra un motivo suficiente para encontrar, quizá, un lugar en el mundo. Escribe, recibe consejos de un misterioso amigo, acepta con agrado las correcciones por correspondencia, registra, escribe, experimenta la frustración de la hoja en blanco. Y a pesar de que se distrae en las tentaciones noctámbulas, no pierde de vista la escritura, escribe sobre la muerte y el suicidio: escribir para lidiar con los peores momentos de su vida; escribir como catarsis. Desafiante como ha sido «a lo largo» de sus 8 añitos, se pasa por los huevos las observaciones que hacen sus mentores… y sigue escribiendo.
En resumen, Anónimo Hernández es una novela amena, adictiva, una mirada insolente a la infancia y un homenaje a la literatura como eje salvador; poseedora de diálogos extraordinarios, de un lenguaje sencillo, de escenas absurdas, donde abunda el humor, el sarcasmo y la exageración. Mauricio sabe que para que el humor funcione, es necesario burlarse primero de uno mismo, y Anónimo lo hace con facilidad y gracia.
El libro es también una visión entrañable sobre la vida en familia, la amistad, los primeros amores y desamores, la soledad, la muerte, nacer outsider y saber lidiar con ello. Es el recuerdo de una ciudad lejana, que ya no existe. Es también una crítica a las instituciones establecidas.
Anónimo Hernández es nuestro Holden Caulfield, sólo que más chiquito, color verdoso, precoz, feo, de clase baja y con más barrio que el protagonista de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
Como bien lo presagia el brujo Isah cuando conoce a Anónimo hacia la mitad de la novela:
—Este niño no está endiablado ni enyerbado, no es hombre ni animal, no es monstruo ni bestia. Es una criatura de los tiempos.
Anónimo Hernández, de Mauricio Bares, novela, Nitro/Press – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2023. Mayor información en: nitro-press.com/9786078805389