EURÍDICE
La respuesta no tiene memoria.
Sólo la pregunta recuerda.
Edmond Jabés
Por Esther Seligson
Ahí estás en el muelle con tu maleta en la mano. Acabas de dejar el hotel. La separación. Una más. Es la imagen. Tú, de pie, acodada al barandal de piedra contemplando el río grisáceo, turbio como el fluir opaco de tus pensamientos. El cuándo no importa. La ciudad, sí. Ciudad-resumen. Ahí donde el caos se ordena orden de vacíos, de alejamientos. Pero también de presencias, de calles paseadas en el abrazo compartido, transitadas y vueltas a descubrir, inéditas siempre en los ojos del acompañante y en la propia pupila. Una ciudad eje. Un mundo isla. El centro del mundo aguas abajo rumbo al mar. Aunque para llegar a alcanzarlo se haya de bogar por lugares donde no está, donde apenas un sopor salado se adhiere al paisaje, llora en los sauces. Y el amor, a la inversa, tierra adentro, en el tren. Los instantes se repiten y tu memoria tropieza. De entre los fragmentos no rescatas nada. Balbuceas, sin articular nombre alguno. Callejuelas y puentes. Las aguas a tus pies y tú jalando un sueño, ensoñando un absoluto leído en libros, total, desmesurado, como el mar, palpable en su quemadura de sal sobre los labios. ¿Qué esperas? Deja la maleta, abandónala ahí, en el puente. Ni siquiera te molestes en arrojarla por la borda. Simplemente déjala, abandónala. Y sepárate de ese embeleso de aguas y reflejos. Hubo otros ríos, lo sé. Más anchos, más claros. Otras orillas. Distintas soledades. Pero siempre el mismo equipaje, idéntica nostalgia, viscosa, ríspida. Desengáñate. Nadie te limpiará las calles, ni los ojos, para que puedas caminarlas, libre, por los asfaltos mojados de lluvia. En los charcos de luz seguirás deambulando, nocturna, quebrada, con la zozobra entre los dedos vacíos, o con la dulce presión de la otra mano en la mano. ¿Cuál? ¿Quién? Lo sabes. La reconoces. Igual como no olvidas la presencia augusta: tu equipaje, tu único y fiel amante. Inútil que quieras reacomodar los tiempos. Todos se equivalen en su intensidad, en su plenitud vivida. Poco importan los detalles, su moroso dibujo de filigrana y arabescos. El tiempo mismo se encargará de emparejar relieves y realces, de añublar brillos y lucientes. Reconcíliate. No lo ignoras: las cosas vienen de más lejos, de más atrás. Muchos fueron los crepúsculos. El alba no es una solamente. Su toqueteo de verano tempranero sobre los tejados, su rozar de puntillas las plazuelas ya despiertas. Los pregones. Los insomnios de amor callejoneando. La rosa que amanece sobre la mesita de noche a su eternidad de un día. No hay adiós. Silencio sí, sin duda. Pero el silencio, escribió el poeta, es mucho más que el lugar donde terminan los sonidos. Es el origen. La promesa. Escúchalo y calla. Serena el ir y venir de tus recuerdos, andanzas de loco. Con tu gorro puntiagudo, la capa raída y el zurrón a cuestas. Abandónalo. No faltará quien te dé cobijo y pan, quien te acerque un cuenco para saciar la sed. Trotacaminos. La locura es lo contrario de la prudencia. A medio vestir, armado con una clava, caminando entre pedruscos y mordiendo un trozo de queso añejo: así es la figura que en rosetones y dinteles, en consejas y farsas, representa al Loco, a aquel que ha perdido el recato. Las evidencias son falsas, equívocas. Nada nos garantiza que al tender las manos no encontraremos cristales, espejos o velos de por medio. ¿Puede uno protegerse de la vida cuando todo lo proclama? Miedo al dolor, al sostenido dolor de vivir. ¿Y el puro gozo de lo posible, de solamente lo posible? Deposítala ahí, en cualquier rincón del largo muelle, a un lado de los cajones de basura, desbordantes siempre, nunca con la suficiente capacidad para contener tanto objeto y desperdicio. Tu maleta será uno más. No tenses los músculos del cuello, no pongas rígida la espalda. No eres un mendigo para aferrarte de esa manera. Y aunque lo fueras. La Isla Maravillosa, se dice que dicen los que supieron de estos hechos, sólo se posa bajo aquellos que nada tienen o esperan. No es necesario desear su venida: llega. Y es su fragancia verde jengibre quien la delata. Cruzas un puente y otro puente. De un lado el cementerio, del otro la ciudad. Pero el vuelo de las campanas envuelve a las dos orillas por igual. Es necesario que pierdas tu propio umbral. Para que encuentres los linderos de la ciudad. Para que ella se abra a ti es menester olvidar el plano que consultas, poner de lado los mapas y dejarse llevar, ondular con las costanillas, resbalar por las aceras, adentrarse en el aroma de algún guiso, rebotar tras las pelotas de los niños y perseguir la carrera de los gatos. “Sena abajo, en la punta de la isla de la Cité, hay un islote conocido antiguamente por ‘Isla de las Cabras’. Se llamó después ‘Isla de los Judíos’, a raíz de las ejecuciones de judíos parisienses ahí efectuadas. Unido a otro islote vecino, y a la Cité misma, para construir el Puente Nuevo, forma hoy el jardín del ‘Vert-Galant’”. ¿Para qué tirar monedas al agua? Regresarás. Ahí quedaron enredados tus pasos. Ahí, nació el hijo, una tarde dorada de primavera, el día en que fueron creados los peces y los pájaros, un jueves, “por eso será misericordioso”, dijo el Rabí, mientras que tú morirás el sábado, pues por ti hubo de profanarse el día santo. Santos los lugares que hollaron tus plantas en compañía del Amado, santas por tanto todas las ciudades. Y sus parques. ¿Para qué entonces los augurios? Las postales. Las cartas. Despréndete. Deja tu país, tu lugar de origen, tu casa paterna. Los suburbios donde creyeron arraigar tus antepasados, ghetos, aljamas. La ciudad preferida, la que tiene su río afuera, la Villa del Oso y del Madroño, la de los cielos puros y azulidad incomparable. Tal vez ahí te fuese más sencillo y, en el trayecto del tren, en cualquier estación, dejar el equipaje, así, al azar, y descender ligera por la meseta hacia los montes, y en el Tajo templar el alma como lo hicieran con su espada antaño los guerreros. Peregrino, cayado en mano y concha en el
sombrero, ¿no recuerdas cuántas sendas has transitado ya? ¿Por qué hoy te detienes así, tan absorta en el reflejo de esas aguas eternamente pasajeras? La ciudad de tu nacencia fue lugar de canales y sangres. Y también ahí hubiste de abandonar los fardeles, y tu nombre, para empuñar otro rostro. El rostro del hereje, las carnes chamuscadas. ¡Ay de las ciudades que ardieron en la cruz! “Amonestada que diga la verdad, se la mandó dar y dio segunda vuelta de cordel. Y dio de gritos que la dejen, que la matan… no pudo resistir más tiempo, y allí, en medio del tormento, comenzó una larga declaración, denunciando a todas las personas de su familia y a un gran número de personas, hombres y mujeres, observantes de la Ley de Moisés”. La sangre de los puros, los Perfectos: “quien os desposea bien hará; quien os hiera de muerte, bendito será”. Montségur. Tampoco ahí detengas tu mirada, trovador en tierra yerma, álzala hacia la estrella más brillante del boyero celeste y úncela a tus ojos. No hay otra guía. ¡Qué largos y tortuosos los caminos! ¡Qué lenta la marcha! Por eso déjalo, abandónalo en algún agujero, tu equipaje, incansable buscador de absolutos. No es posible mirar a la luz de frente. Hiere. Su límite es tu propia sombra. No la ofusques. Permítele tachonar de primavera a las glicinas y, como ellas, sé fugaz. Si algo ha de retomar será igualmente perecedero. Incluso tu imagen acodada en el antepecho de la ventana del hotel, minutos antes de salir, minutos antes de que el Amado apresara con su cámara fotográfica eso que ambos miraban: los techos de la ciudad bajo el cielo plomizo de otoño. Pero él se fue, se fue la mañana y te fuiste tú. Aunque permanezcan las fotos. Hojas del otoño. Hojas de papel volando. Despréndete. Ahí se pierde el camino. Los peldaños se interrumpen. La escala de Jacob se trunca. La lluvia sueña, sobre los reflejos del pavimento, que moja a otras aceras, que se pierde en otras aguas, azul y verde, de algún lago, que se detiene entre los cabellos de los que se inclinan por sobre el barandal del puente para sorprender el chisguete que provocan las monedas al caer. Sueña con ella, tan lejos como quieras, la lluvia, y déjate flotar con el barquito que botaron tus hijos en el estanque. No hay más. Nada más allá de ese instante, del impulso de ese fuego que surge de las profundidades de la tierra e ilumina y embellece al mediodía. No develarás su secreto. Por mucho que aguces la mirada y el oído, el olfato inclusiva. La vida es incansable, indiferente. Entrégale tu maleta. Tus enigmas y jeroglíficos. La apretada urdimbre de tus dudas. El nombre de las calles que te surcan el rostro, las puertas de las ciudades que te traspasan el cuerpo. Tus fuegos de artificio. Como las ráfagas de viento que peinan a las arenas del desierto, así déjate quitar el polvo y el musgo que te cubren; el cardenillo que tiñe tu memoria. Agua regia, que te bañe, que te desnude. Y no saques ningún vestido de tus alforjas: bótalas. Están apolilladas. ¿Acaso no se te advirtió que únicamente recogieras el tenor de tu apetito cotidiano? ¿Qué no almacenaras de ello para el día siguiente? De esa “cosa delgada a modo de escamas, delgada como la escarcha sobre la tierra”. Pues el exceso se agusanaba, hediondo. El man hu, el pan pan que tomaste de sobre las arenas a la caída del rocío y se derretía cuando calentaba el sol. Nada hay que guardar o rescatar. En vano fatigas tus brazos, maleta arriba, maleta abajo. Los andenes están atestados. El tren se tarda. No lo perderás. En esa cafetería anodina donde aguardas, cálida sin embargo, entre los ruidos del dominó sobre las mesas de lámina, los murmullos confusos de los parroquianos desvelados, el tilín de platos y botellas y la estridencia de una rocola destemplada, se diría que no tienes destino, que eres anónima, sin historia. Y, de hecho, así es. No traes contigo las llaves de ninguna casa, ni tarjetas de identidad. Pero no encuentras perdida. Es sólo que ignoras el rumbo. Estás en tránsito. En un cruce de vías. El tren se acerca. Es hora de abordarlo. Apaga el cigarrillo. Liquida el café y el pan que has consumido. Deposita la propina junto al cenicero. Suelta la maleta que tienes apretada entre las piernas bajo la mesa. No la tomes. Levántate. Despacio. El tren ha llegado…
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De acuerdo con el Catálogo biobibliográfico de la literatura en México, Esther Seligson nació en la Ciudad de México, el 25 de octubre de 1941 y murió el 8 de febrero de 2010. Poeta, narradora, ensayista y traductora. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas, así como Literatura Francesa, en la FFyL de la UNAM; la maestría en Historia del Arte en el Instituto de Cultura Superior (SEP); realizó diplomados en el IFAL, en las universidades de La Sorbone y de Bordeaux con temas de historia, Edad Media y filosofía; con temática judía en el Centre Universitaire d’Etudes Juives en París, y en el Mahon Pardes de Jerusalén. Fue profesora de Historia del teatro, Teatro y mito, Historia de la cultura, Historia de las ideas, Pensamiento judío, Arte de la Edad Media y Religiones comparadas en instituciones y escuelas pertenecientes a UNAM, INBA, INAH, UAM, SEP, CADAC, CENCA, CEJ, ICS, UH; coordinadora del proyecto “Arte escénico popular” de la Dirección General de Culturas Populares (1977-1979); miembro del consejo de asesores del CUT y del consejo de redacción de la revista Escénica de la UNAM. Traductora de Emmanuel Levinas, E. M. Cioran, Edmond Jabés, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar, entre muchos otros. Colaboradora de Casa del Tiempo, Cuadernos del Viento, Diálogos, Diorama de la Cultura, El Urogallo (España), Escandalar, Escénica, Fem, Fractal, Hispamérica (Estados Unidos), La Cabra, La Jornada, Los Universitarios, Noaj (Israel), Ovaciones, Plural, Política y Cultura, Proceso, Revista de Bellas Artes, Revista Documenta CITRU, Revista Mexicana de Literatura, Revista de la Universidad de México, Siempre!, Unomásuno, Vuelta y X. Becaria del CME, 1969. Premio Xavier Villaurrutia 1973 por Otros son los sueños. Premio Magda Donato 1979 por Luz de dos.