Una de las dificultades de tratar el tópico de la muerte, desde un punto de vista literario, es que hablamos de un tema que ha sido vastamente citado y recreado por muchos autores: de Gilgamesh al Libro de Job, de Villon a Jorge Manrique, de Gabriela Mistral a Sharon Olds, existe una amplísima tradición de voces que ha abordado dicho tema, alcanzando cuotas muy altas de originalidad en su expresión. Esto hace que sea complicado plantear ideas acerca de la muerte sin repetir ciertos lugares comunes, propios de la tradición ya mencionada, y dejar de usar un tono solemne que se ha hecho, para bien o para mal, insoslayable cuando nos pronunciamos al respecto.
Pienso esto a propósito de Una noche antes de entumbecer de Edgar Omar Avilés. El libro afronta el tópico con una modulación que se aleja conscientemente del tono solemne (podríamos agregar también: quejumbroso) que usualmente adoptan los poemas que lidian con la muerte. No es que los textos de Una noche…hablen de ésta desde el regocijo o la alegría, nada más lejos de esto; pero sí que el vínculo que establece el poeta con ella pasa por el reconocimiento de una cotidianidad, una cercanía que hace de la muerte una habitante común del reino de los vivos. Un ejemplo de esto es el poema “Mi chica punk nunca lo supo” donde el tierno retrato y descripción que se realiza de la amada / amante del poeta es quebrada en los cinco versos que declaran su deceso: “Antes de que la encontrara / desmadejada en el sofá / con un frasco de pastillas / en la mano / tan vacío como el pulso”. De alguna manera el tránsito entre vida y muerte propuesto en este poema se efectúa de una forma que podríamos llamar paradójicamente natural, como si fuese parte de un orden de cosas en que este tipo de situaciones, de grietas repentinas, ocurriera habitualmente y debiéramos asumir sin más su reiteración. Esta imagen de vida y muerte en tanto elementos reversibles de una misma realidad se repite en “Me atacan los fantasmas”, texto que corresponde a la tercera parte del libro: ahí la insidia del tiempo, su carácter desgarrador, se despliega a partir de una escena de infancia típica, la de un juego con soldados de plástico, que pasa de exponer la alegría e inocencias de la niñez a ocupar el rol alegórico de esa sombra que se alarga incluso en la primera etapa de nuestras vidas: “Un día sus disparos / penetrarán mi entrecejo / y escupiré por la nuca / este recuerdo necio, / las amarras de la vida absurda, / este secuestro luego de la infancia”.
Es importante destacar también que la estructura del libro se disocia igualmente de la representación ordinaria que nos presenta el tópico de la muerte, por cuanto no sigue el curso lógico de la vida humana con sus etapas marcadas de crecimiento, esplendor y decadencia: Una noche antes de entumbecer se divide en tres partes (Átropos, Laquesis, Cloto) que corresponden a los nombres de las Moiras, seres mitológicos que personificaban el destino en la cultura griega antigua. El orden en que las partes están dispuestas hace que la lectura del libro nos conduzca de la edad senil (Átropos) al nacimiento (Cloto), en un viaje que invierte el curso de la existencia. Así, el poema inaugural de la serie, que contiene versos como “Un poema Moira que / hilvane mis amaneceres y ocasos. / Un poema árbol / que sostenga una casita de madera / y una horca”, tiene su contraparte en el texto final del libro, que alude a la travesía y al ocaso, pero también al renacimiento (cito aquí la última estrofa): “detonaran cañones tan poderosos / que el estruendo se volverá silencio. / Habrá en el abordaje / chispas de espadas, / estrategia y bravura. / Volverán a nacer los vencidos.” Es decir, nos encontramos frente a un libro que sugiere un modo diferente de aproximarnos al ciclo de la existencia, uno que pone el énfasis en la renovación antes que en la simple finitud.
Más allá de lo antes comentado y para concluir, considero que Una noche antes de entumbecer es un muy buen libro, que reúne un conjunto sólido de poemas en torno a este tema tan trabajado, al que acomete con sobriedad y elegancia, ofreciéndonos momentos notables, como en el texto que cierra la primera parte, con cuyos versos me gustaría acabar mi lectura: “Tengo cincuenta y ocho / kilos de dinamita en la cajuela, / tantos como años en la vida, / los pagué con mi jubilación. Voy con cincuenta y ocho a una playa / que es un reloj que marca tic tac con las olas / y firma el cielo con gaviotas. / Ahí será mi oficina. / A la mierda los libros y los sueños, / también ella se puede ir al carajo, / a la mierda el futuro / y las cuentas de banco. / Mi ocaso será una flor luminosa. / Tengo cerillos y en la cajuela / cincuenta y ocho kilos de amor / para mi luna de miel.”
———————–
Manuel Illanes (Santiago de Chile, 1979). Licenciado en Letras Hispánicas y maestro en Letras Mexicanas. Como poeta ha publicado Tarot de la carretera, Fuga Chile, 2009.|| Crónica de Tollan, Piedra de Sol, Chile, 2012.|| Memorias del inframundo, Mantra, 2016. || Paraíso inc., Ojo de Golondrina, 2018, 2da. ed., Navaja, Chile, 2021.|| Diario de la peste, G0 Ediciones, Chile, 2019. || Paisaje con ruinas, Gravity’s Rainbow, 2021.