En su bello texto Shakespeare en la selva, la antropóloga Laura Bohannan relata cómo durante un día lluvioso de la década de los 50s, en África Occidental, al calor de una fogata, y acompañada de una espesa cerveza, contó la historia de Hamlet a integrantes de la etnia tiv. Sus anfitriones le pidieron que narrara un relato de su tierra, de negarse ellos también se abstendrían de contarle sus historias. “A un relato –dice Piglia– se responde con otro relato”. Bohannan llevaba entre sus pertenencias la obra de Shakespeare, y decidió aprovechar la ocasión para intentar corroborar su universalidad.
“Ayer no, ayer no, sino hace mucho tiempo, ocurrió una cosa…”, comenzó Bohannan, creando un tiempo mítico para su historia, devolviéndola a una época primera, fundacional, antes de Shakespeare, cuando era un relato trasmitido oralmente. Shakespeare trasladó la narración danesa a un lenguaje poético-filosófico, teñido de una sabiduría popular y nada alejado de preocupaciones ordinarias de hombres y mujeres de su época y contexto. Bohannan, como su improvisada traductora a una cultura distinta, intentó reducirlo hasta un núcleo de sentido básico, respetando aquellas escenas, conflictos o preocupaciones humanas que a ella le parecían fundamentales. Pero esas preocupaciones no eran las de su público.
Para los tiv, las motivaciones de los personajes tenían otro sentido, pues sus relaciones de parentesco también eran diferentes. ¿Por qué Hamlet desaprobaba que su madre se casara con su tío inmediatamente después de la muerte de su padre, si las reglas matrimoniales tiv dictan que “el hermano más joven se casa con la viuda de su hermano mayor, convirtiéndose así en padre de sus hijos”? Los tiv desestabilizaban de este modo la historia, obligando a la narradora a desviarse de la misma, omitir partes que para ella –o la para la canónica interpretación del texto–eran importantes, convirtiéndola en algo distinto.
Bohannan, importunada por las preguntas y objeciones de los tiv, se sintió frustrada y desilusionada: la historia “ya no se me antojaba la misma […] Hamlet claramente se me había escapado de las manos”. Muchas acciones, muchas conversaciones y personajes habían quedado fuera del nuevo relato. Y, sin embargo, los tiv no cuestionaban los acontecimientos ni las acciones de los personajes. Si la narradora decía que tal o cual hecho había sucedido, o tal o cual personaje había actuado de tal modo, así era, pero ella no había comprendido sus verdaderas razones, o sus mayores no se las habían explicado: “Tú cuentas bien la historia, y te estamos escuchando. Pero está claro que los ancianos de tu país nunca te han explicado lo que realmente significa”.
Confrontada con la diferencia cultural, no deja de sorprender cuántas convenciones, cuántas cosas no dichas y sobreentendidas sostienen un relato. A los miembros de la tribu, la historia les enseñaba acaso lo extravagante de las costumbres europeas, pero la interpretación de ésta no podía ser sino la que ellos descubrían: “Te creemos cuando dices que vuestra forma de matrimonio y vuestras costumbres son diferentes, o vuestros vestidos y armas. Pero la gente es similar en todas partes. Allí donde sea siempre hay brujos, y somos nosotros, los ancianos, quienes sabemos cómo funciona la brujería”.
Shakespeare escribió Hamlet para los suyos, para su sociedad. ¿Alguna vez le pasó por la cabeza que sería contado a personas que no compartieran sus códigos culturales? Es una pregunta que conduce a otra más importante: ¿La historia de Hamlet se integraría, en adelante, al repertorio de narraciones tiv?, ¿la contarían a sus hijos, nietos…? Posiblemente. “Era una historia muy buena, y la has contado con muy pocos errores”, dijo el anciano jefe al terminar Bohannan el relato. Y si fue contada nuevamente por los tiv, lo hicieron a su modo, con sus interpretaciones: “sólo había un error más, justo al final. El veneno que bebió la madre de Hamlet obviamente estaba destinado al vencedor del combate, quienquiera que fuese”.
Con las objeciones de los tiv, y los malabarismos de Bohannan para dotarle de un sentido al relato, la historia se convirtió en una nueva versión de Hamlet, sin autor, ni época, la pura expresión de un saber narrar y un saber interpretar, un arte de la narración, del universal espectáculo de un narrador enfrentado a un público, pero no cualquier público, sino uno exigente, un auditorio inquisitivo disfrutando un relato que no había sido escrito para él pero cuya interpretación o significado, como para todo mundo, solo puede radicar sobre la base de valores culturales propios. Por esta operación singular, Hamlet perteneció otra vez al universo de los mitos fundadores y su sabiduría contenida, o quizá nunca dejó de serlo.
