Mina Loy, una figura que, en su tiempo, se deslizó por las sombras del reconocimiento, ha emergido en los últimos años impulsada con sus letras de nueva cuenta como una musa irónica e irreductible. En su vasta paleta de talentos —poetisa, dramaturga, novelista, pintora y diseñadora (y provocadora profesional, agregaría yo)— se camuflaba una libertad radical que no solo desafió las convenciones de su época, sino que también iluminó a una generación de vanguardistas, esos espíritus inquietos que renovaron la cultura del siglo XX. Su relevancia, dicen los que dicen saber, no está en el espacio que ocupó en el arte, sino en la chispa que encendió en aquellos como T. S. Eliot y Ezra Pound, entre otros grandes autores, quienes la reconocieron como la fuerza inspiradora que alimentó sus más atrevidas exploraciones.
Así, entonces, fue reconocida por su conexión con vanguardias como el futurismo, el surrealismo y el dadaísmo, así como por su destacada trayectoria de activismo feminista.
Sus biografías nos indican que nació en Londres en 1882, justo el año en que surgió la Ley de Propiedad de las Mujeres Casadas (Married Women’s Property Act): Esta ley, que permitió a las mujeres casadas en Inglaterra y Gales tener control sobre su propio dinero y bienes. Mina Loy no tardó en abrir sus alas. Y rápido voló alto. A los diecisiete años se trasladó a Múnich para estudiar pintura, y allí, entre los pinceles y las acuarelas, forjó un destino que la llevaría a París, al París de las revoluciones artísticas. Fue en la capital francesa donde se dio a conocer como Mina Loy, después de una exposición de acuarelas en el Salón de Otoño, y donde su presencia comenzó a moverse con la elegancia de una diana hacia el círculo de artistas de vanguardia.
Fue testigo de la efervescencia de aquellos días, de las mentes brillantes que conformaban la comunidad de los Stain y de sus amigos vanguardistas como Apollinaire, Picasso y Rousseau, quienes, conscientes o no, estaban a punto de recibir la energía creativa que ella irradiaba.
Sin embargo, lo que realmente la definió no fue su arte pictórico ni la belleza de sus acuarelas, sino su incansable lucha por redefinir a la mujer en el imaginario cultural. A través de sus escritos, particularmente con su Manifiesto Femenista, Mina Loy dio una respuesta audaz a la misoginia del futurismo, del que Filippo Marinetti era figura central, y a la opresión de la mujer en una sociedad dominada por los hombres. Pero su voz fue más allá del feminismo convencional: sus ideales anarquistas, inspirados por la pensadora Emma Goldman, resonaron con fuerza en los círculos subterráneos del feminismo, donde encontró un eco que no siempre le fue dado en el mainstream.
La poesía de Mina Loy, de una sensualidad cruda y rebelde, rozó la pornografía en la mirada de los puritanos de su tiempo. Sus versos desafiaron los límites de lo aceptable, y su imagen de mujer desinhibida, sin miedo al deseo ni al placer, fue tanto una declaración de libertad como una provocación que la convirtió en una figura perseguida, cuyos textos fueron requisados y censurados. Pero, lejos de sucumbir al control y al silencio, Mina Loy siguió escribiendo, siguió creando, una heroína olvidada que, por fin, reclamó el lugar que le pertenece en la historia.
Mina Loy fue una mujer que se rebeló contra las expectativas de su tiempo, no solo como artista, sino como una mujer dispuesta a redefinir su vida y su arte en cada paso. Desilusionada con el futurismo —un movimiento que admiraba por su radicalidad, pero que pronto rechazó por su machismo y cercanía con el fascismo—, decidió romper con su pasado. En 1916, abandonó a su marido y a sus hijos en Londres, y se mudó a Nueva York, donde se integró en el círculo de bohemios de Greenwich Village, rodeada de figuras como Man Ray, Marcel Duchamp y William Carlos Williams.
En la Gran Manzana, conoció a Arthur Cravan, un poeta y boxeador dadaísta, con quien se casó en México. Juntos soñaron con un nuevo comienzo en Argentina, pero el destino les jugó una cruel jugada: Cravan zarpó en un yate rumbo a Buenos Aires y desapareció sin dejar rastro.
A lo largo de los años, Loy siguió buscando sentido a su vida. Desde París, donde publicó Lunar Baedecker, hasta Nueva York y Aspen, su arte y su vida estuvieron marcados por la constante reinvención. Murió en Colorado a sus 83 años de edad.
Desierto Mexicano
El eructo fantasmal de la locomotora
arrastrando su ruidosa cola de madera
hacia el atardecer de una banda de jazz.
Las montañas en fila
forman pináculos de feroz aislamiento
bajo el caliente cielo extraterrestre
Vegetales heridos por la sequía
empujan la reseca súplica
agrietando el suelo
cáctus de amputados dedos
y jorobadas palmeras
se extienden sobre las cenizas del crepúsculo.
***
Bomba de relojería
Este momento
es una escisión
del Pasado desde el Futuro
––––
dejando
Aquellos osados indignos
Las ruinas –––
centinelas
al ––– alba desconocida
llena de profecías
Sólo la momentánea
mirada exorbitada de la muerte
fija el fugitivo
impulso.
***
No hay Vida ni hay Muerte
No hay Vida ni hay Muerte,
Sólo actividad
Y en lo absoluto
No existe el declive.
No hay Amor ni hay Deseo
Sólo inclinación
Aquel que posee
No vale nada.
No hay Primero ni hay Último
Sólo igualdad
Y aquel que domina
Se une a los muertos.
No hay Espacio ni hay Tiempo
Sólo intensidad,
Y en las cosas mansas
No hay inmensidad.