Ojos pelones con venillas rojas alrededor de sus pupilas: Él tenía hambre. Yo había ido al refrigerador pero no quedaba nada, tan sólo unos trastos verdes que guardaban un par de manzanas para el tentempié.
A mi chimpancé lo dejaría encerrado en su jaula, por seguridad, ya que Él no sabía cuidarlo.
“Toma. Aquí te dejo la llave del candado”, le dije, mientras extendía entre los barrotes su mano peluda, al mismo tiempo que Él se acomodaba en el sillón de a lado. Fue entonces cuando salí a comprar su comida favorita. Caminé seis cuadras y doblé en la esquina. Sin embargo, antes de cruzar la calle, se interpuso a mi mirada el aparador de mascotas. Todos los juguetes para animales con un 50% de descuento. ¡Cuánto disfrutaba las pelotas! Sin pensarlo, entré al lugar y elegí minuciosamente aquellas que creí le gustarían. El tiempo se me fue volando, había pasado ahí treinta minutos o quizá más. Salí de prisa hacia la carnicería, dentro de poco serían las dos: hora de la comida.
Mi mente empezó a divagar conforme las manecillas del reloj avanzaban, mil ideas terribles corrían por mi cabeza…¿y si de casualidad cruzara su brazo a través de los barrotes y, con un movimiento rápido, tomara la llave y la abriera en un impulso de saciar su hambre?…los latidos de mi corazón aumentaban su velocidad. Eran perversas mis conjeturas. No. Él jamás haría eso pero, ¿y si lo hiciera?
Pagué de inmediato la carne y regresé corriendo las mismas seis cuadras, ahora largas y eternas. Entré al edificio, me tropecé varias veces hasta llegar al departamento. ¡No encontraba las llaves! Seguramente las habría tirado en el trayecto a casa. Toqué una vez, y nada. Toqué desesperadamente otra y otra más, y nada. De pronto, la manija giró. Era Él, ensangrentado. “¿Y el chimpancé?”, pregunté por preguntar.
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Christel Guczka. Autora de varios libros infantiles y juveniles, publicados por diferentes editoriales tanto en México como en el extranjero.