Felipe nunca había visto comer a su madre. Cuando era más chico no le importaba, o no sabía que le importaba. Lo habían criado así y no tenía con qué comparar a su familia. Él comía solo casi siempre aunque en algunas ocasiones lo acompañaba su padre o Hilda, la mujer que trabajaba en la casa. Pero cuando empezó con la escuela —y empezó a ir a la casa de sus compañeros—fue entendiendo que había algo extraño en eso. Y empezó a preguntar. “Tu mamá es especial”, o “tiene un problema”, o “una enfermedad” o alguna otra respuesta para nada concreta era la contestación que recibía a sus preguntas. Tampoco le dejaban traer amigos a comer. Siempre que invitaba a algún compañero tenía que ser después del almuerzo. Y se tenía que ir antes de la cena.
Su madre comía encerrada en el baño. Hilda o su padre le llevaban una bandeja tapada que después retiraban, también tapada. En la cocina había una alacena cerrada con dos candados en la que guardaban lo que ella comía. A Felipe tampoco lo dejaban ver eso.
Había tratado muchas veces de ver cuando le preparaban la comida, pero tenían mucho cuidado y nunca lo había logrado. Tampoco había tenido éxito tratando de espiar a su madre comiendo en el baño. Sólo había podido escuchar unos sonidos guturales, como de ahogo o de atragantamiento y otros sonidos que parecían algo húmedo golpeando en el piso. Y después, siempre, su madre sollozando.
Ella tampoco le daba respuestas. Cada vez que Felipe preguntaba, hacía cuenta que no lo había oído, o sonreía mirando hacia otro lado y cambiaba de tema. Siempre estaba como en otro lugar. Tenía migrañas, y muchos días no se levantaba. Cuando Felipe era más chico le contaba historias junto a la cama. Eran historias raras, que ocurrían bajo el mar y trataban sobre criaturas que habitaban en las profundidades. Felipe casi no las recordaba, sólo la sensación de horror que le producían y la sonrisa ausente de su madre mientras se las contaba.
A veces también tocaba el arpa. Cuando estaba bien lo hacía durante horas. Le cantaba en un idioma que Felipe desconocía; eran notas largas y agudas que sostenía entre los arpegios mientras miraba a Felipe con su sonrisa perdida, y a él le daba la sensación de que su madre no había respirado por mucho tiempo.
Su padre se iba temprano y volvía cuando caía el sol, así que de Felipe y de la casa se encargaba Hilda. Era una señora rechoncha y rubia, de la que Felipe había obtenido la poca información que tenía. Vivía con ellos, salvo los domingos que se iba a lo de su hermana. Los lunes volvía temprano, antes que su padre tuviera que salir.
Hilda empezó respondiéndole con evasivas —la más común era “eso es mejor que se lo preguntes a tu padre”— pero con el tiempo, por culpa o por piedad, le había dicho algunas cosas. Le contó que su padre había sido marino mercante, que en un viaje había conocido a su madre, que había dejado ese trabajo cuando se casaron, que su madre vivía en una isla del mar Mediterráneo —Hilda le había mostrado un globo terráqueo esa vez, y le había marcado dónde estaba la isla y dónde estaban ahora—. Pero de la comida, nada.
Felipe aprovechó una noche que su padre tardó en volver. Le dijo a Hilda que le dolía la panza y no quería cenar, y ella dejó que se acostara. Fingió cansancio. Hilda creyó que dormía y lo dejó solo en la habitación. Cuando ella fue a preguntarle a su madre si quería cenar temprano, Felipe bajó la escalera y se escabulló en el baño. Se escondió en la bañera, tras la cortina. Desde allí esperó a que su madre entrara, y luego a Hilda con la bandeja. Vio la sombra borrosa de su madre sentada en el inodoro con la bandeja sobre sus piernas. La destapó y Felipe llegó a distinguir algo que se movía en ella. Un olor fétido invadió el aire. Entonces vio que su madre se inclinó sobre eso que se movía en la bandeja y escuchó un crujir y una mancha roja estalló sobre la cortina. Felipe gritó, y lo descubrieron.
Escuchó a Hilda y su madre tras la cortina, cuchicheando sobre qué hacer con él. Luego apagaron la luz y descorrieron la cortina. “Ahora voy a llevarte a tu cama”, le dijo Hilda al oído y lo cargó en sus brazos.
No le dijo nada más; lo acostó, lo tapó y lo dejó solo en su habitación. Pudo oír cuando su padre llegó, y cómo se quedaron los tres hablando largo rato. Felipe se quedó despierto, pero ni su padre, ni nadie más, fue a verlo esa noche.
Y nadie le volvió a hablar del tema hasta la tarde siguiente. Su padre llegó un poco más temprano y lo fue a buscar a su habitación. Lo llevó al living, donde su madre ya los estaba esperando y lo hizo sentarse en uno de los sillones. Su padre permaneció parado, y caminó por un momento a su alrededor, hasta que se decidió a hablar.
“Nosotros, con tu madre, tratamos siempre de hacer lo mejor para vos”, dijo primero, y lo miró fijo por un momento antes de seguir, “Nunca quisimos ocultarte nada, no es nuestra idea de familia andar escondiendo cosas. Tratamos de protegerte. Pensábamos que eras muy chico, que debíamos esperar a que crezcas un poco más, que siendo más grande ibas a poder entenderlo mejor”. Su padre volvió a pasear por la habitación durante largos segundos antes de seguir. “No vamos a castigarte, hijo; entendemos por qué lo hiciste. Queremos que sepas que para nosotros también fue muy difícil, sobre todo para tu madre, no compartir las comidas con vos”. Su padre hizo una nueva pausa y tomó de la mano a su madre, que sonreía la vez que contenía las lágrimas. “Creemos que ya estás bastante grande”.
En la mesa, su padre le advirtió “Vamos a ir de a poco con esto hijo, con tu madre queremos que puedas aceptarlo gradualmente, sin que te genere problemas o sea una mala influencia para tu vida”. Estaban ellos dos sentados, su madre se demoraba con Hilda en la cocina. “Lo importante”, siguió diciendo su padre, “es que con el tiempo lo puedas entender como algo natural”. Felipe vio entonces a su madre atravesar el pasillo rumbo a ellos. Estaba vestida de negro y llevaba un sombrero de ala increíblemente ancha, de la cual colgaba un velo también negro, que Hilda iba sosteniendo detrás. Sonreía nerviosa mientras se acercaba, su cara blanca enmarcada por el velo oscuro, los pasos cuidadosos para sostener el grotesco sombrero sobre su cabeza. Hilda y su padre, uno a cada lado, la ayudaron a sentarse.
Hilda fue hasta la cocina y trajo la comida para él y su padre. Milanesas con papas fritas y huevo frito; era la comida preferida de Felipe. Les sirvió y después volvió a la cocina a buscar la bandeja de su madre. La trajo, como siempre, tapada. Puso la bandeja frente a ella y la ayudó a cubrirse con el velo. Era como una pequeña carpa de circo sobre la mesa. Su padre ya había empezado a comer, pero Felipe esperaba, mirando hacia lo que ocultaba el velo negro. Su padre carraspeó para llamarle la atención y le indicó que empiece a comer. Felipe obedeció. Iba a empezar la segunda milanesa cuando escuchó a su madre destapar la bandeja. Después escuchó algo que le pareció un aleteo y luego la mesa se sacudió con violencia. Su padre le hizo señas de que no se preocupe y siguió comiendo. Tras el velo empezó a oír a su madre; ruidos acuosos, sorbidos ahogados, masticaciones, y un leve olor a podredumbre que empezó a invadir el comedor. Entonces oyó que tapaba la bandeja. Felipe pensó que Hilda debía estar escuchando en la cocina, porque enseguida apareció y se llevó la bandeja de la mesa. Su padre la ayudó a retirar el velo. Tras él, su madre sonreía emocionada; la cara pálida, los ojos llorosos, los dientes chorreantes de sangre oscura, casi negra, que goteaba sobre la mesa. Ella tomó su mano y Felipe oyó que su padre anunciaba; “Desde hoy, vamos a comer siempre juntos”.
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Carlos Cappelletti (La Plata, Argentina, 1974). Artista multidisciplinario. Escritor, guionista, realizador audiovisual, docente, ocasional actor, cantante, guitarrista y compositor en diversas bandas del circuito independiente de la ciudad de La Plata. La mayor parte de su obra escrita permanece inédita. Estudió Maestría en Escritura Creativa (UNTREF).