Unos morían. Otros se volvían locos y no quedaba más remedio que matarlos, ya que existían órdenes estrictas para que nadie violara el secreto. Nadie sabía, nadie sospechaba, ni siquiera los que ejecutaban las órdenes y remataban a los alienados, que en definitiva estaban muertos en vida, desde el momento en que empezaban con sus gritos y loas, cual si hubieran vislumbrado por un instante el paraíso, y entonces hubiesen caído en la cuenta de que no volverían a entender las nimiedades de la existencia, ni mucho menos apreciarlas, y eso conducía al vacío… Solo en eso se podía estar de acuerdo con mi padre: había que matarlos. Matarlos resultaba un acto de compasión. Después de permitirles la contemplación de la gloria, se hallaban perdidos para el mundo. Porque siempre la locura ha sido una forma de muerte, incluso peor que la muerte, un sitio donde se está y no se está; sin retorno, peor que cualquier laberinto…
A quienes se volvían locos, yo podía entenderlos, comprender la locura… Quizá era la única que podía entender, porque también había visto. A veces se precisa ver para creer. Y he llegado a anhelar que la compasión me hubiese acogido entre sus brazos así, a mí también, para no tener que vagar sola, al borde del mito. Porque, ¿qué queda de cada uno cuando otros le manosean la vida y la cuentan sin honrar la verdad? Yo podía entenderlos. A mi padre el asunto le resultaba indiferente, aunque también había visto o comprendía. Los reyes construyen su historia, la historia de un país, a base de héroes y delirios de grandeza, una fórmula peor que la de la locura. La locura puede dañar o no, pero el delirio de los gobernantes destruye todo lo que toca, incluso a su propia familia. Aunque él declarase que se empeñaba en salvarnos. Yo sé. Yo supe. No se trató de afecto hacia nosotros, sino de una escueta cuestión de honor: nada más ridículo que un líder que no consigue controlar el caos en su hogar.
Mi padre nunca se sobrepuso a la infidelidad de mi madre, por eso urdió la fantasía del monstruo a la sombra de su casa. Iba a resultarle conveniente tener al enemigo bajo el propio techo, y podría hasta usarlo para aterrar a otros. Para mi madre, la mejor opción fue el silencio. No le importó que aquel chisme la pusiera en ridículo, a cuatro patas y bajo una bestia. No le importó que le arrebataran el hijo. Y si le importó, no pudo decir nada. Pagó el más alto precio. ¿Qué quedó de mi madre después de que mi padre estrujó su biografía? Nada, solo polvo, igual al que ahora pisotean mis pies, ya lejos de mi tierra… Pero mi padre había sido piadoso desde siempre, también cuando volvía al hogar luego de revolcarse con sus putas y se jactaba del hecho. Mi padre tan civilizado, como para convivir con la vergüenza…
¡Oh, sí! Hubo mucho mal contado… ¿A razón de qué iría a tolerar un soberano, como mi padre, la convivencia con una abominación hacia la que no le inclinaba ningún sentimiento, y que en todo caso constituía una vergüenza, y un recordatorio de la traición? Mi hermano no nació monstruo. Yo, mejor que nadie, podría dar testimonio, aunque sé que poco importa el testimonio de una proscrita. Como mi hermano, he sido desterrada de mi historia. Ahora solo crece eso, que no se parece a nosotros y, sin embargo, tantos creerán, porque es más fácil concebir el horror que la belleza. A mi hermano, mi padre le construyó una máscara para ocultarlo a plena luz, y los demás callamos. Todas las familias suelen guardar secretos. Mi hermano no era un monstruo, aunque emergió de un momento de flaqueza de mi madre. Y no existió tampoco laberinto, y sí solo un jardín, donde los árboles sostenían el cielo, a cielo abierto. Cuántas veces he tenido que escuchar después a otros sus teorías del laberinto, su descripción de aquella maravilla arquitectónica que imaginaban, y que nunca existió, con galerías y pabellones y salones eternos. Apenas un jardín a cielo abierto… El mito bastó para que nadie quisiera acercarse. Nunca más he vuelto a ver un cielo como aquel de nosotros, límpido y vacío, idéntico a los ojos de mi hermano. Este cielo de ahora, definitivamente, no es igual.
Mi hermano fue condenado a la soledad de aquel jardín, porque su belleza resultaba un oprobio. Belleza rayo, luz del sol que no puede mirarse, porque su impresión causa ceguera y fulmina, apenas descriptible; no existen adjetivos en la lengua de los hombres para calificarla. Solo en la belleza existe verdad. Y la verdad es belleza. Pero la verdad y la belleza son muy frágiles. Mi hermano resultaba hermoso y terrible, como un animal sin domesticar. Mi hermano casi un dios, o el mesías de un culto primigenio y la suya una religión que no supimos nombrar. Y ni el tirano fue inmune. Mi padre inventó en su venganza la historia del monstruo y la voracidad de vírgenes y mancebos, pero era él quien necesitaba el tributo. Cada vez que veía a los recién llegados, jóvenes en espléndida lozanía, conseguía olvidar por un instante la perfección del hijo de mi madre. ¡Qué frágil la verdad y la memoria!
Durante años fui la única que consiguió entrar y salir del jardín, que no era un laberinto, sin morir y sin volverme loca. Creí que no me volvería loca, pero se puede enfermar de belleza. Crié a mi hermano en el jardín todo el tiempo que duró su infancia. Luego lo amé como hombre. Amé sus manos sobre mi piel, sus manos que nunca habían acariciado, que no sabían acariciar. Amé su cuerpo de animal salvaje. No existió jamás el monstruo, al menos no de la forma que lo describen. Mi hermano, ajeno a su propia belleza, ajeno a la belleza, ajeno al amor, en su soledad no conocía la ternura, ni ninguna expresión de humanidad. Cuántas veces intenté encontrarme en sus ojos, pero él solo miraba el cielo.
Yo he visto a muchos y muchas morir de belleza. Se puede enfermar de belleza y verdad y también agonizar y no morir. La locura es peor que la muerte. La padeció mi padre y también yo. ¿Cómo encontrar sentido en la cotidianidad de los días, después de contemplar la gloria? Dicen que lanzarse a tocar fondo es la única forma de empujarse de vuelta hacia arriba, y yo intenté el impulso. Quise alguna vez salvarme. Teseo resultó en todo distinto a mi hermano. Ni monstruo ni dios, solo un hombre, por momentos demasiado corriente, un hombre que buscaba en su deseo mundano demostrar su derecho al trono filial. Y llegó dispuesto a matar al Minotauro, solo que el Minotauro no existía, ni el laberinto. Cubrí los ojos de Teseo con un paño para que no conociera la verdad, y así fui cómplice también de esa mentira que hoy pretendo olvidar; cubrí los ojos de Teseo para que no sucumbiera a la belleza de mi hermano. Conduje a Teseo de la mano. Lo del hilo es apenas otro mito. ¿Qué queda de nosotros después que han manoseado nuestra historia para contarla a conveniencia? Los ojos de mi hermano se clavaron en los míos una última vez. Después buscaron el cielo como siempre, lejanos. No somos nada para los dioses.
Matar la belleza es un acto miserable, sacrílego, desesperado. Desesperado… porque los brazos de mi hermano no sabían de amor. Enferma de belleza, debí matar para intentar asirme a la vida.
Guié la mano de Teseo hasta el final.
Yo no era nada. No soy sino apenas la hija del rey, y no tuve el derecho de ser ultimada como tantos, en un acto de compasión. ¿A qué vida intenté, yo loca, asirme, si la vida no es posible sin belleza? Solo la locura pudo traerme a esta tierra. Ahora yo también miro al cielo, mientras arrastro el peso de mi cuerpo y el pasado. Arrastro mis pasos grises, que solo se repiten y repiten. Aquel cielo no es este.
¿Qué queda de cada uno de nosotros después de que otros han manoseado nuestra historia en mil versiones, sin honrar la verdad? ¿Qué queda una vez que ha muerto la verdad? ¿Dónde encontrar belleza? ¿Cómo vivir?
No existió jamás el monstruo, al menos no ese que cuentan, pero Teseo tuvo que urdir su propio mito. Los reyes y los hombres se construyen a base de delirios de grandeza. Teseo, tras descorrerse la venda, no pudo perdonarme la muerte de mi hermano. Mi padre no pudo perdonarme… y contó que fue Teseo quien me abandonó por traicionar a mi reino y a mi familia, pero ya no me importan las mentiras de uno y de otro. Ya no permito la mentira.
Me cuento mi historia para no olvidarla, la que pudo ser o fue, lejos de la ambición de los otros y el miedo, entre el polvo y el cielo de esta tierra en que vago, muy lejos del jardín que fue mi hogar. Poco importa el testimonio de una proscrita. Guardo contra mi pecho la madeja de hilos que nunca usó Teseo para salvarse. Quizá yo también miento o reinvento mi historia y las manos del Minotauro ni siquiera rozaron mi piel. Y no son los hombres los únicos que se construyen a base de delirios. Se puede agonizar y no morirse de locura. ¿Cómo vivir? ¿Dónde encontrar belleza una vez que ha muerto la verdad? Quizá me cuento mi historia para hacer trascender la belleza un instante más, para justificar el todavía estar viva.
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Barbarella D´Acevedo (La Habana, Cuba, 1985). Escritora. Profesora y editora. Teatróloga, graduada del ISA y del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido varios galardones, entre ellos: Premio de la Ciudad de Holguín en Narrativa (2022), Hermanos Loynaz en Literatura infantil (2021), XIX Certamen de Poesía Paco Mollá 2020 (España), La Gaveta (2020), Bustos Domecq (2020), y Beca de creación El reino de este mundo por el disco de poesía Discurso de Eva (PM records).
Ha publicado entre otros: Músicos Ambulantes (2021), El triunfo de Eros (2022) y Blanco y azul (2022) con Editorial Primigenios (Miami), Basilio y el deseo (DMcPherson Editorial, Panamá, 2022), Érebo (Aguaclara Libros, España, 2022), Nada temas, la vida te sonríe (Revista La Gaveta, Ediciones Loynaz, 2022), El triunfo de Eros (Editorial Ácana, 2022), Habana pulp mission (Ediciones Solaris, Uruguay, 2022), Los sufrimientos del joven Bela (El Faro Editores, 2022), Marea roja (Ediciones Arroyo, Argentina, 2022), Tren para Salinger (Ediciones Loynaz, 2022), La casa, el mundo y el desierto (Ediciones Hurón Azul, España, 2023), y Marea roja (Ediciones Enlaces, Chile, 2024). Su obra ha sido editada en diversas antologías.