Caprice No. 5
Pasadas las cinco de la tarde de opíparos sábados futboleros, en casa de Rosendo y Maggie, su hermana menor, tenía lugar el concierto memorioso de ella, violín a cuestas. Era el pretexto perfecto para no faltar a la cita que el padre de ellos convocaba puntualmente. Qué importaba quién jugaba en aquel año mundialista o qué se disputaba el equipo cementero de su afición; no recuerdo ahora, tres décadas después, algún nombre o jugada memorable. Terminado el partido nos dirigíamos al primer piso, donde Maggie -alumna del Conservatorio Nacional de Música- tenía su estudio. Su formación musical la combinaba con la Secundaria y su instrumento, en óptimas condiciones, nos envolvía en los Caprichos de Niccolo Paganini. Su virtuosismo y conocimiento del solo para violín No. 5, en la menor, además del flirteo con su Amati Viejo, la velocidad de sus dedos y los armónicos naturales alcanzados, agregaban otro aire a la tarde. Cómo tocaba para nosotros; cómo tocaba para mí, rumiaba de regreso a casa.
Cuando Paganini publicó sus Caprichos, los dedicó a todos los artistas en lugar de una persona específica -detallaba Maggie. Ahora, yo era ese solitario específico que se quedaba frente a ella -embelesado- cuando todos habían partido. Suspendida, explicaba que los Caprichos para violín fueron escritos en grupos de seis, seis y doce, entre 1802 y 1817; que están escritos en forma de estudios y que cada número exploraba diferentes técnicas del violín. Cuánta fascinación cuando harta de palabras sexuaba su nombre en la piel del violín que con filosa cuchilla desmenuzaba mi conmiseración.
Una década después, cuando asistí a su recepción en la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México, en la Sala Ollin Yoliztli, percibí su desnudez nuevamente, cerré los ojos y aguanté el estilete. Platicamos del Catalogo tematico delle musiche di Niccolò Paganini de Maria Rosa Moretti y Anna de Sorrento, publicado en 1982, que abona bibliografía esencial, historia de la colección póstuma y un Apéndice necesario para estudiar al italiano. Supongo que ahora, digitalizado ese documento, por la Universidad de Michigan, es un imprescindible para Maggie La Pecosa, como la llamaba su padre y yo.
Entre las rosadas mejillas de Maggie, fui presa tormentosa de otros compases musicales en el vecindario de mi infancia. Achispado de la música de Rubén Blades, quien revolucionó la salsa con una variante social y comprometida, advertía en cada canción suya un asunto que tenía que ver con algún país del continente. Pablo Pueblo en 1976 o, más atrás, De Panamá a Nueva York, en 1969. Una crianza, una educación, “un entorno social en el que tiene que ver la lengua y una cuestión anímica”, le escucharía decir, años después, al músico panameño. Ese lugar donde forjé mis primeras intenciones con Maggie –“la niña popoff” del Pérez Prado que mi padre introdujo a casa-, también tenía ecos de la música materna: el repertorio completo de Las Hermanas Huerta, Los Alegres de Terán y Las Jilguerillas. Además, fervorosamente mis oídos se alineaban a la gala de tríos, voces y guitarras, que a la 1 de la tarde, transmitía la XEB, la B Grande de México.
A mi patria musical sumé el gusto sonidero ochentero; fui compañero de banca de los boyantes miembros de Amistad Caracas y Sensación Caribe. Un travelling callejero en la mimosa barriada que rugía con los acordes de Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Rigo Tovar, Mike Laure y sus Cometas, Daniel Santos, La Sonora Santanera, y la sensualidad del “Mambo número cinco”, “Mambo número ocho” y “Patricia”. Una insólita simetría harmoniosa pactada para cada día de la semana.
Era el suburbio y había pretensiones literarias en mis primeros pasos. El péndulo estaba entre Valéry, Proust, T. S. Eliot y Leonard Cohen, y en los dragones que se crispaban de la puerta hacia adentro, con la pléyade que encontró retozón mi espíritu: Queen, The Rolling Stones, Pink Floyd, AC/DC, KISS, Def Leppard y Ramones. También hizo estragos el pop ochentero en mi entelequia y en la incipiente escritura poética que matizaba alias femeninos.
La última vez que el violín de Maggie desbordó mi apetito, terminada su formación musical en 1994, desplegó su versión de “Thunderstruck”, de AC/DC, primera canción del álbum The Razors Edge, publicado en 1990. Un gusto secreto que preparó para mí en una habitación del Hotel Plaza. Un solo que cualquier luthier hubiera calificado de excepcional. Una herida de música que punzó en la aguja del fonógrafo de mi memoria. Me quedé rumiando aquellas líneas finales de un poema huichol sobre el nacimiento del violín: “Y fue su corazón canoro. / Y el encino cantó, / vibró a las caricias del viento”. Advertí, ya para entonces, la marca de la mentonera, el manchón levemente amarillento en el cuello de Maggie La Pecosa.
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Daniel Téllez (Ciudad de México, 1972). Poeta, profesor, investigador del Estridentismo y de vasos comunicantes entre tópicos populares y literatura. Ha publicado los libros de poesía El aire oscuro (2001; 2ª. ed., 2004); Asidero (2003; 2ª ed., 2019); Contrallaveo (2006); Cielo del perezoso (2009); A tiro de piedra (2014); Punto de fuga (2018); Arena Mestiza (2018); Viga de equilibrio. Antología Poética (1995-2020) (2021) y Tálamo bonsái (2022). Ha preparado diez antologías literarias, es coautor de más de veinte títulos de crítica literaria, narrativa y ensayo, y textos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, portugués y griego. Este año publicó Vértices actualistas del movimiento estridentista (a más de un siglo de su irrupción).