En el interminable reality show que a veces parece el Senado de la República, Lilly Téllez ha perfeccionado un papel muy particular: la senadora que grita, dramatiza y presenta iniciativas como si fueran capítulos de una serie donde la trama no avanza, pero los discursos suben de volumen. Su última propuesta —definir legalmente a mujer y hombre exclusivamente según el sexo biológico— es un guion que parece sacado de otro siglo. No del siglo XX, sino de una temporada alterna en la que los derechos humanos todavía son vistos como una amenaza al “orden natural”.
Téllez vive discursivamente en una especie de cápsula del tiempo, como si legislar en 2025 significara ignorar dos décadas de avances en el reconocimiento de identidades diversas. De hecho, su postura recuerda, por momentos, a Margaret Thatcher en sus años más férreos, cuando lo “tradicional” era incuestionable y el cambio, una sospecha. Pero mientras Thatcher sostenía su narrativa sobre una ideología económica coherente, Téllez alterna sus argumentos con declaraciones que parecen escritas más para encabezar tendencias en redes que para sostenerse en un debate jurídico serio.
Su iniciativa llega luego de que un video mostrara un caso de discriminación contra una mujer trans en el Metro de la Ciudad de México, lo que no es coincidencia sino cálculo político: capitalizar una polémica para reforzar un discurso que excluye, pero disfrazándolo de “protección” y “claridad jurídica”. El problema es que esa “claridad” es un espejismo; la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya han establecido que la identidad de género forma parte de los derechos humanos reconocidos. Pretender legislar en sentido contrario es, en términos jurídicos, un viaje en el tiempo… y no precisamente uno glamoroso.
Si fuera un personaje de televisión, Téllez sería algo así como la antagonista de La Ley y el Orden que llega a la sala de juicios con argumentos tajantes y un aire de superioridad, para luego descubrir que la evidencia está en su contra. Es ese tipo de personaje que funciona en la trama para generar conflicto, pero que rara vez ofrece una solución real. Y en política, ese guion tiene consecuencias: sus palabras se convierten en munición para agendas que buscan retroceder en materia de inclusión.
Téllez insiste en que su propuesta “no excluye” a la comunidad trans, pero al limitar la definición legal de identidad a lo biológico, en realidad coloca una barrera que no reconoce la vivencia ni el derecho a la autodeterminación. La Copred ya lo advirtió y aseguró que se trata de una definición que usa “categorías sospechosas” y reproduce estereotipos. En otras palabras, legislar con base en prejuicios disfrazados de principios.
El papel de Téllez en el Senado, claro está, no es el de una legisladora que negocia, construye y adapta su visión a la complejidad del país. Su rol es más bien el de la voz que interrumpe la trama para gritar “¡escúchenme!”, aunque lo que diga suene a diálogo reciclado de un episodio de época. Y como en todo buen drama político, la audiencia se divide: algunos la ven como heroína de lo “correcto” y otros como un anacronismo que sigue hablando mientras el mundo avanza.
El verdadero problema es que, en la serie política nacional, este tipo de iniciativas además de ser un espectáculo pasajero, son intentos concretos de revertir derechos ganados, con efectos tangibles en la vida de las personas. Y mientras Téllez siga interpretando a su personaje de “defensora de lo biológico” con el mismo fervor con el que otros defienden un guion de telenovela, el Senado seguirá teniendo capítulos donde el drama eclipsa a la razón.