El año pasado compartimos una mesa con Mónica Ojeda en la Feria del libro de Cádiz. El tema era su nueva novela y la reedición de una novela mía. El presentador dijo encontrar un elemento común: los volcanes. Si bien en mi novela aparece brevemente el volcán Pichincha, comenté que en mi imaginario, al haber nacido en Guayaquil, el agua tiene un peso mayor por los esteros, los manglares, el río, el golfo, el mar y las lluvias torrenciales. El agua y sus modulaciones. Yo había vivido de niño en Quito, y ahora vivo allí, bajo el volcán. Si hablé de volcanes fue por el conflicto de un personaje. Mónica también afirmó que el agua es parte de su imaginario como guayaquileña, aunque en su novela era indispensable el volcán, y que siempre le habían impresionado. Por supuesto, no he considerado nunca que un novelista necesariamente debe haber vivido aquello sobre lo que cuenta. Pensar así reduce la escritura de ficción a una mera trasposición, desprecia la imaginación y el talento al escribir. Pero justo aquí empieza el desafío: los novelistas necesitamos de alicientes verbales para lograr intensidad y verosimilitud.
Cuento esto porque a fines de diciembre se inició una polémica que no creo que haya quedado aclarada. El poeta Agustín Guambo relató en un artículo un proceso peculiar por el cual Mónica Ojeda lo contactó para darle cuenta del aprecio por su obra y pedirle autorización para incluirlo en su siguiente novela como un referente real: iría el nombre del poeta y el título de su poemario: Primavera nuclear andina. Guambo aceptó sin condiciones. Dos años después descubre que en la novela en cuestión, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, quedaron distorsionados sus textos y que en vez de su nombre aparece uno ficticio: Ariruma Pantaguano. Sin embargo, su reclamo es de fondo: la cohesión de un imaginario propio utilizado para dar verosimilitud a la novela. Guambo recurre a un término que no me gusta, el de “extractivismo” cultural. Prefiero llegar a otro concepto: resonancia del lenguaje. Es más arduo pero me parece indispensable.
Dos aspectos no se deben pasar por alto en esta polémica: el ofrecimiento previo de la autora, que no se cumplió, y la resonancia de la que hablo. Ojeda quiso aclarar el problema. Reconoció que se había inspirado en los textos de Guambo, solo que, en el proceso de escritura, consideró que no era conveniente mencionarlo, ni siquiera citarlo literalmente, y alteró los textos. Pero si ya contaba con la aprobación de Guambo, ¿para qué borrarlo? En la novela el Poeta llega a ser considerado un charlatán por parte de una de las narradoras. No es razón suficiente. Y aunque el personaje del Poeta hubiera crecido mucho, nunca sobraba dar cuenta de la fuente “in nuce”. Un caso emblemático de apropiación sin reconocimiento es el de Thomas Mann, que no mencionó en el Doctor Faustus su deuda con la teoría dodecafónica de Arnold Schönberg. La polémica concluyó con una nota del autor al final de la novela, donde se reconoce la deuda con Schönberg, y que empieza diciendo: “No parece superfluo advertir al lector…” Por supuesto, no es superfluo, sobre todo cuando los implicados están vivos. Nadie puede entender el dolor de la manipulación de tus palabras de escritor hasta que te ocurre.
Si tanto le gustó a la autora la obra de Guambo, ¿por qué no mencionarlo y apoyar su trabajo? Recuerdo el caso de Roberto Bolaño y su novela 2666. En una de sus partes se refiere a los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Una de las obras de referencia sobre este tema es Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez. No sólo que Bolaño se inspiró en Huesos en el desierto sino que a uno de sus personajes le puso el nombre del autor. No sugiero que el González Rodríguez de la realidad es el mismo de 2666. Lo que sí se evidencia es no tener la menor complicación en señalar deudas. Es obvio que toda una novela, por su extensión, es mucho más que la referencia o cita de unas cuantas palabras. Sólo que no hay que ir muy rápido. Hay algo que pertenece al alcance específico del lenguaje literario, que no va por una cuestión cuantitativa, que no tiene que ver, por ejemplo, con la cantidad de notas musicales en las que un segundo compositor no se puede exceder para evitar pago de derechos.
Uno de los desafíos para comprender el talento de un escritor consiste en cómo reconocer su valor. No hay un método científico. Se requiere talento y grandeza para reconocer talento y grandeza. Y un oído muy agudo para las palabras. Hans Georg Gadamer, en un emblemático texto de 1971 incluido en Arte y verdad de la palabra, observó: “Allí donde resuena una palabra está invocado el conjunto de un lenguaje y todo lo que puede decir”. No puedo extenderme en el alcance de la reflexión de Gadamer, pero indica que en una palabra literaria resuenan muchas más cosas, y así se reconoce el fondo de su mundo. No van solas, están encajadas, en situación. Es innecesario exigir decenas de páginas tomadas por otro autor para argumentar que hubo o no hubo plagio, porque no se trata de plagio. Es un conflicto mucho más complejo y sutil que pide tener un nombre nuevo y que escapa a las leyes y simplificaciones “intertextuales”. Se trata del trabajo en el lenguaje. En ciertas palabras resuenan mundos que le pertenecen a cada autor: “Vusco volvvver de golpe el golpe” (César Vallejo), “senderos que se bifurcan” (Borges), “negra leche” (Celan) o “qué haré con el miedo” (Pizarnik). Tienen implicaciones y deudas enormes en el plano literario. Ahora debería bastar un ejemplo: Guambo escribió: “Año 5522 (-calendario andino-)”. Ojeda encabeza el inicio de su novela así: “Año 5550, calendario andino”. Cambian dos números y la puntuación; el espíritu, no. Así que no parece superfluo advertir al lector. Nobleza obliga.
(Este artículo se publicó originalmente en el diario El Universo)
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Leonardo Valencia nació en la ciudad de Guayaquil, luego residió en Quito, Lima y Barcelona, donde obtuvo un doctorado en teoría literaria en la Universidad Autónoma de Barcelona. También creó el programa de escritura creativa de la universidad y lo dirigió durante varios años. En la actualidad vive en Quito, donde es profesor de literatura y coordinador de la Maestría en Literatura y Escritura Creativa de la Universidad Andina Simón Bolívar.1
En 1995 publicó la colección de cuentos La luna nómada (1995), que ha sido traducido a varios idiomas e incluido en más de una docena de antología internacionales. Desde entonces ha publicado novelas como El desterrado (2000) y El libro flotante (2006), esta última acompañada de una narrativa paralela en internet (libroflotante.net), creada en colaboración con el artista digital Eugenio Tisselli, y la novela breve Kazbek (2008). También colaboró con Wilfrido Corral en la publicación de la antología Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (McGraw Hill, 2005). En 2008 publicó una colección de ensayos titulada El síndrome de Falcón; en 2017 Moneda al aire: sobre la novela y la crítica y en 2023 Ensayos en caída libre. Su última novela es La escalera de Bramante(Seix Barral, 2019).1
En 2007 fue incluido en la lista Bogotá39, que se encarga de reconocer a los mejores escritores latinoamericanos menores de 39 años.345