La advertencia de la presidenta Claudia Sheinbaum no es menor ni retórica. Cuando una potencia como Estados Unidos se arroga el derecho de etiquetar a un gobierno extranjero como “organización terrorista” y deja flotar, sin pudor, la amenaza de intervención militar, el silencio internacional deja de ser neutralidad y se convierte en complicidad. Y es ahí donde la Organización de las Naciones Unidas vuelve a quedar exhibida como muda, ausente, funcional al poder que dice regular.
La ONU fue creada, en teoría, para evitar que el mundo repitiera las catástrofes del siglo XX. Para frenar el uso arbitrario de la fuerza, para contener a los Estados más poderosos cuando deciden actuar como jueces, jurado y verdugos. Sin embargo, cuando Washington habla, la ONU calla. Cuando Estados Unidos amaga con invadir, sancionar o aislar, el organismo multilateral se repliega en comunicados tibios o, de plano, desaparece del escenario. No es una omisión casual: es una constante histórica.
Lo que hoy ocurre con Venezuela no puede leerse al margen de esa lógica. Más allá de cualquier juicio sobre el gobierno de Nicolás Maduro —que corresponde, en todo caso, al pueblo venezolano—, la declaración de Donald Trump es un acto de intervencionismo explícito. Es la reedición sin máscaras de la doctrina Monroe, eso de que América para los intereses de Estados Unidos. El hemisferio como patio trasero. Los gobiernos incómodos como amenazas a neutralizar.
Resulta inquietante que, frente a este escenario, la ONU no levante la voz con la misma energía con la que suele hacerlo cuando los países señalados no pertenecen al bloque de aliados de Washington. ¿Dónde está el Consejo de Seguridad? ¿Dónde las advertencias formales sobre el uso unilateral de la fuerza? ¿Dónde la defensa real del principio de autodeterminación de los pueblos que tanto se invoca en los discursos y tan poco se aplica en los hechos?
Sheinbaum ha puesto el dedo en la llaga al recordar que la no intervención no es una postura ideológica, sino un principio constitucional y una lección histórica. México sabe, porque lo ha padecido, lo que significa que una potencia decida intervenir “por el bien de otros”. América Latina entera lo sabe. Por eso el silencio de la ONU no es sólo preocupante: es peligroso.
El mundo atraviesa un momento de reconfiguración geopolítica frágil, tenso, inflamable. Las declaraciones de Trump no son exabruptos aislados; forman parte de una visión del mundo basada en esferas de influencia, en la fuerza por encima del derecho, en el desmantelamiento del orden internacional construido tras la Segunda Guerra Mundial.
Persistir por ese camino no es un juego retórico, es una invitación abierta a la escalada, al conflicto global, al escenario que la ONU se supone existe para evitar.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿para qué sirve la ONU si no actúa cuando el riesgo es real y el agresor es evidente? Callar frente al intervencionismo estadounidense no es prudencia diplomática, es abdicar de su razón de ser. Y si el organismo sigue subordinado a los intereses del imperio, no sólo traiciona su mandato: empuja al mundo, una vez más, al borde del abismo. Ya basta de las locuras de Trump. Y ya basta, también, de una ONU que observa, calla y otorga.

