Isaura Bueno se enamoró de mí cuando empecé a entrenar en el gimnasio del Señor Morales. Causó revuelo entre mis compañeros de segundo año de preparatoria la confesión de la enfermiza Maruja, amiga inseparable de Isaura, quien no sabía guardar secretos. Había ido con Isaura a pedir informes para ingresar al santuario del catch de la calle de Aluminio. Al tercer día, bíblicamente, estaba yo echando maromas y había incorporado a mi rutina ejercicios con peso corporal, flexiones, sentadillas, estocadas y planchas.
La mayoría de edad me la daba el prominente bigote negro que desde los trece apareció en mi rostro. No fue necesario el permiso especial de mi madre. Mi padre no debía enterarse porque compartía con Luis Spota, su antiguo compañero de trabajo en el extinto Departamento del Distrito Federal, su rechazo por la lucha libre. Spota, presidente de la Comisión de Box y Lucha del DF prohibió las transmisiones televisivas del arte del catch, ese “saldar cuentas” que los gladiadores escenifican, elevados por un tiempo fuera de la ambigüedad de las situaciones cotidianas, como lo describió Roland Barthes. Decía Spota que los niños tenían tendencias a imitar lo que hiciera un luchador por lo que era probable que se aventaran de una azotea o cayeran al vacío. Bajo la máscara de la temeridad ocultó sus grandes temores.
El veto a la lucha libre de mi padre era más doloroso que el del autor de Casi el paraíso, novela que habíamos leído en clase de Olalde, casi de manera secreta. El veto de mi padre era un desafío adicional al uso de bandas de resistencia y mancuernas en el entrenamiento. El señor Morales me advirtió de la viga del equilibrio mental que representa la lucha libre. “Concéntrate en desarrollar la fuerza central, la potencia explosiva y la fuerza de agarre”, señaló. Estaba enterado de la prohibición paterna así que también contribuyó con la causa, instalado en la función enfática del catch igual que la del teatro antiguo, donde la fuerza, la lengua y los accesorios concurrían a la exageración visible de una necesidad.
Invité a los entrenamientos a Isaura Bueno. Cada signo del catch está dotado de una claridad total, le advertí. Era necesario que comprendiera sobre la marcha la construcción del personaje, mi personaje. El Señor Morales, viejo lobo de mar de los encordados matizó que “el catch exige una lectura inmediata de sentidos yuxtapuestos, sin que sea necesario vincularlos”. Dicho de otra manera, acoté, el catch es suma de espectáculos, ninguno de los cuales está en función del otro. Cada momento impone el conocimiento de una pasión, dije, mientras colocaba por primera vez mi máscara de tela colibrí para el entrenamiento y para el lucimiento frente a Isaura, previa untada de Vitacilina en el cabello para evitar una calvicie prematura. Los sabios consejos del maestro Cien Máscaras surtieron efecto. Esa combinación poderosa que asocia los efectos antibacterianos de la neomicina y el efecto queratolítico, sin embargo, confundía a mis compañeros de escuela que advertían en mi cabello una capa sebosa y en quinielas apostaban por largas temporadas mías alejado del aseo personal.
Isaura era cómplice de esa confusión. Isaura provenía de Santa Fe y era la primera en llegar a clase de la QFB Avedoy para ganar un sitio junto a mí en primera fila. El primer día de clase abrió la boca como para decir algo, pero se contuvo. Me ponía serio y temblaba temerosa de que yo estuviera de mal humor. Temía que le echara en cara su relación con Popoca, el chico sensación que imitaba en el andar al músico de moda y canturreaba “tienes dos ojos rasgados / y la piel tostada / hueles a flor de lavanda / con chispas de sal” cuando arribaba al salón Avedoy con sus habituales faldas cortas de gabardina con bolsas tipo cargo, combinadas con plataformas de tacón, pulseras punk, aros grandes como aretes y gafas de sol. Avedoy no dejaba nada a la imaginación -musitaba Isaura- cuando cruzaba las piernas, sentada en la mesa del profesor, elevada esta mediante una tarima. Me decía, “busca solo un poco de atención; una pequeña dádiva de afecto. Se siente sola seguramente”. Su espíritu agitado en esas continuas tormentas era el mejor aliado para desconfiar de la galantería de Felipe Popoca con nuestra profesora de Química que, evidentemente, era una explosión de liberalismo.
Una ocasión, Isaura pasó sus dos manos por mi cabeza, por las facciones de mi rostro; exploró al tacto mis labios y me pidió pronunciar mi nombre luchístico. Los selló con un beso y cuando estaba a punto de pedirme le correspondiera, dominó sus impulsos y advirtió que evadirse era una facultad que como Ugo -el protagonista de la novela de Spota- había aprendido a desarrollar desde pequeña. Podía estar conmigo entrenando o rodeados de gente, y al mismo tiempo encontrarse en “un sitio exclusivo” con Popoca, en algún viaje a San Diego, al lado de su padre empresario, o con el resto de los compañeros preparatorianos que respondían a sus invitaciones habituales para disfrutar un fin de semana placentero en alguna de sus tres casas, al poniente de la ciudad, con alberca, estampados animales, alfombras de quita y pon, radiadores de fundición, entre otras excentricidades.
Como cuando en Casi el paraíso, Ugo había entrado en la vida de Liz Avrell en un momento difícil, “exactamente al fin de una etapa decisiva, llena de inquietudes y desórdenes”, así había penetrado en la inquieta existencia de Isaura Bueno. Yo había removido, afirmó, “las cosas dormidas, los sueños apagados que tenía en el olvido”. Una incontenible e insaciable esperanza. Isaura había nacido en California y lo inteligible -en su vida, como en el catch- era cada momento y no la continuidad. El espectador no se interesa por el ascenso hacia el triunfo; espera la imagen momentánea de determinadas pasiones, anota Barthes. Aprendí con Isaura, desde mi proba función de gladiador, que lo primordial frente a sus ojos no era ganar, sino en realizar exactamente los gestos que esperaba de mí. En algunos casos propuso aspavientos descomunales, explotados hasta el paroxismo. Y concurrí, desde el cuadrilátero a la explicación exageradamente visible de su necesidad. Y como luchador vencido a la tercera palmada en los entrenamientos, al significar al mundo una derrota, correspondí el tono trágico del espectáculo de su vida. Y aprendí desde el corazón de ella a no tener vergüenza del propio dolor, a saber llorar, a tener gusto por las lágrimas. En ese teatro que construimos juntos, nosotros adversarios sobre el ring de nuestras vidas, tuvimos claridad de nuestros papeles.
Isaura se olvidó de Popoca cuando lo descubrió toqueteando a Avedoy en una de las gradas del estadio preparatoriano de los Buldogs. “La molicie de los grandes cuerpos blancos que se desmoronan de golpe o se desploman entre las cuerdas dando brazadas”, anota Barthes, era ahora la descripción clara y apasionada del abatimiento ejemplar del gladiador vencido en el ring. Sin posibilidad de reaccionar, la imagen de Popoca, el cuerpo de Popoca, la carne de Popoca, fueron una masa inmunda desparramada por tierra, abajo del ring, presa de un encarnizamiento y de las burlas de los compañeros, incluida Maruja quien reveló que Popoca vivía en la colonia popular Rastro y no en Bosque de Echegaray, y que era falso que “su chofer lo trasladaba diariamente a la escuela”, como consignó en su Autobiografía, escrita durante el primer semestre en Taller de Lectura y Redacción.
Se produjo -diría el autor de Mitologías– un paroxismo de significación a la antigua “que recuerda el alarde de intenciones de los triunfos latinos”. Isaura había triunfado. El suplicante, el rendido incondicionalmente, el abatido por la tensión vertical del vencedor era Popoca. Isaura y yo habíamos experimentado en varias ocasiones ya, de manera palpable y agitada, el abatimiento ejemplar de los vencidos. Construimos en el clímax de la tensión dramática de nuestros cuerpos sobre el encordado, en el acoplamiento de dos gladiadores, la figura erótica del suplicante, ambos rendidos incondicionalmente, ambos de rodillas, ambos quebrados, con los brazos alzados por encima de la cabeza y lentamente abatidos en contracciones expuestas y permanentes. Aprendimos a retomar, en los asuntos interiores, los antiguos mitos del sufrimiento y de la humillación pública: la cruz y la picota. Así descubrimos las raíces profundas de un espectáculo que ritualiza las purificaciones más antiguas.
Finalmente, solo se trataba de hacer justicia. Saldamos esa cuenta pendiente con el canalla de Popoca. Le ayudé a Isaura a dar el golpe. El minidrama de la caída de su combatiente amoroso fue juzgado satisfactoriamente. Puse mi grano de arena con lo aprendido en los entrenamientos para mi debut profesional. Había aprendido cómo halagar el poder de indignación del público proponiéndole el límite de la justicia, esa zona extrema del enfrentamiento dice Barthes, donde basta con salirse apenas de la regla para abrir la puerta de un mundo desenfrenado. Entendimos que el catch es una serie cuantitativa de compensaciones. Nuestra historia amorosa y luchística fue a los ojos de los demás un acertado episodio novelesco. Cuanto mayor fue el contraste en el estilo de vida de Isaura Bueno, mayor el cambio de su suerte y la decisión de abrazar el catch y nunca usar máscara desde el día de su debut, un año después, en la Arena San Juan.

Daniel Téllez (Ciudad de México, 1972). Poeta, profesor e investigador del Estridentismo. Es Doctor en Historia del Arte y Académico de la UPN. Ha publicado nueve libros de poesía, diez antologías literarias y es coautor de más de veinte títulos de crítica literaria, narrativa y ensayo. Colabora en diversas revistas literarias y académicas nacionales y del extranjero. Parte de su obra poética se encuentra en numerosas antologías y anuarios de poesía, nacionales e internacionales. Artículos y poemas suyos han sido traducidos al inglés, alemán, portugués y griego. Sus libros más recientes son Viga de equilibrio. Antología Poética (1995-2020) (2021), Tálamo bonsái (2022), Vértices actualistas del movimiento estridentista (a más de un siglo de su irrupción) (2024)y la selección, prólogo y edición de Alburemas del poeta Roberto López Moreno (2024).