En Juárez, entre el bullicio fronterizo y los atardeceres de ensueño, existen dos leyendas que desafían al tiempo y la memoria. Una cuenta la historia de un vagabundo inofensivo que, en un giro macabro, se convirtió en el oscuro ingrediente de una tragedia urbana; la otra, del diablo en persona, quien osó invadir las pistas de baile para marcar a su presa. En estas fechas, cuando los muertos deambulan y los vivos no cierran los ojos, estas historias resurgen con fuerza.
La primera que te contaremos, sucedió en un edificio solemne que hoy alberga al Centro Municipal de las Artes (CMA). Ubicado en el mero corazón de Juárez, en la calle Ignacio Mariscal, detrás de la Catedral, pareciera que la historia lo hubiera dotado de amnesia. Un día fue Casa Consistorial y luego sede del Ayuntamiento de la ciudad. Pero bajo su respetable arquitectura yacen las voces de los viejos juarenses, como ecos de un suceso que muchos prefieren no recordar.
Dicen los que dicen saber, que a finales del siglo XIX, esta edificación era la sede de un presidio militar; y en los albores del siglo XX, acogía un tanque de agua que abastecía a los sedientos habitantes de la frontera. Un depósito vital, indispensable, pero que escondía una anécdota en sus entrañas de hierro. Fue allí, en la década de 1940, cuando en ese recipiente de agua comunitaria se mezclaron la tragedia y el asombro, al descubrir el cadáver de “El Loco Police”, un vagabundo inofensivo al que la comunidad ya había aceptado como parte de su identidad urbana.
Durante días, el agua adquirió un sabor amargo y putrefacto que despertó sospechas y desasosiego entre la población. Fue en ese momento que los vecinos, asqueados y alarmados, empujaron a las autoridades a abrir el tanque. Y lo encontraron, como una siniestra broma: el cuerpo descompuesto de aquel personaje errante flotaba en el agua.
La vergüenza y el horror llevaron al desmantelamiento del tanque, pieza por pieza, en un intento de enterrar el incidente en el olvido. Hoy, en la fachada del CMA, no hay indicio alguno de aquella historia, pero para quienes conocen la leyenda, el edificio sigue siendo testigo silencioso de un pasado que nunca termina de desvanecerse.
La otra leyenda, es quizá la que más miedo despierta. Sucedió en la década de 1970 en el centro de diversión Malibú, lugar donde se presentaron Los Silvers de Juárez y Juan Gabriel (entonces Adan Luna). Este lugar estaba ubicado donde ahora se encuentra el estacionamiento de Soriana San Lorenzo.
Dicen los memoriosos que una noche cualquiera, apareció un hombre joven, impecablemente vestido y con una mirada que hechizaba a cualquiera. Entre los murmullos y las risas, su presencia era tan cautivadora como escalofriante. Eligió a una jovencita que según se cuenta, habría escapado del ojo vigilante de sus padres, y la invitó a bailar.
Al moverse bajo las luces, los asistentes observaron con horror que ese galán misterioso no tenía pies humanos: una pata de cabra y otra de gallo asomaban bajo sus pantalones. El pánico se apoderó de la pista; el aire olía a azufre y la música se extinguió en medio de un grito colectivo.
El supuesto ente, vestido de gala y con pasos cautivadores, desapareció de la pista entre gritos y señalamientos, corriendo hacia el baño, donde se encerró mientras los guardias del salón, desconcertados, temían que se tratara de algún ladrón o bromista. Fue entonces que, sin demora, llamaron a la Policía.
Llegaron los elementos de seguridad pública, con miradas serias y armas listas, y tras varios intentos lograron abrir la puerta del baño. Pero cuando entraron, el misterio se profundizó: no había nadie. Ningún rastro, ninguna ventana por donde hubiera podido escapar. Sólo el baño, vacío, testigo mudo del supuesto escape del príncipe de las tinieblas. Y el rumor, ese que crece como sombra en la frontera, de que el aire olía fuertemente a azufre.