La sabiduría de los malheridos: himnos de batalla en tiempos del coronavirus
“Battle hymns for the broken
Battle hymns for the misled
Battle hymns for the wretched
The forgotten and the dead
Battle hymns of redemption
Of solidarity and pride
Battle hymns we will be singing
At the turning of the tide”
Tom Morello
El colapso de los mercados especulativos de la fragilidad humana ha expuesto el esqueleto de la maquinaria. Los huesos pelados de la labor de los esclavos y la deshumanización de los otros con tal de humanizarnos trajeron una situación en donde los seres liminales y marginales que estaban viviendo dentro de los metros y las estaciones de tres finalmente han salido a la superficie. Los negros, los morenos, los sin casa, los Morlocks de H.G. Wells viviendo en el submundo siempre habían estado ahí, encerrados en callejones oscuros y pasadizos subterráneos, esperando este momento de reconocimiento estremecedor. El coronavirus nos ha permitido ver el centro de las periferias, hemos visto como todo aquello que habíamos tratado de mantener a raya nombrándolo, relegándolo a otro planeta, a otra especie o a otra raza, también era parte de este mundo. La chusma. La gente que habíamos imaginado como zombies saliendo de su tumba para tocarnos en infectarnos eran escalofriantemente similares a la turba de homeless saliendo de Penn Station acercándose a la gente para pedirles cambio. Qué equivocados estábamos, el enemigo es humano y el enemigo está dentro. No vino de otro planeta para invadir nuestro mundo. Nosotros somos el mundo que quería mantener a la amenaza del otro en una jaula, sin darnos cuenta de que los otros éramos nosotros.
Éramos los turistas que querían hacer el tour de los basureros sin la peste, mirar la guerra a través de una pantalla para que no nos lastimara, para quitarle realidad. Y ahora que la gente muerta se acumula en los parques y hasta los empresarios de las pompas fúnebres se mueren nos empezamos a acordar de los diálogos de Hamlet. La realidad en llamas de los enterradores cavando su propia tumba es tan irreal como el cuento de los cuerpos que no cabían en los tráilers congelados, las morgues improvisadas de Nueva York. Los vagabundos sin casa poblando el metro, el submundo que finalmente habían reclamado como suyo.
Por unos días, parecía que con el confinamiento los que habían sido abusados y los que no estaban estables mentalmente, así como los golpeados y los maltratados estaban saliendo de los inframundos en los que los habíamos encerrado, aterrorizados de sus escalofriantes historias. Fiona Apple sacó su nuevo disco y la niña rota que yo había sido, buscando solaz en canciones de niñas suburbanas desadaptadas finalmente se dio cuenta que la sabiduría de los malheridos finalmente estaba esperando a ser recibida. No habíamos sido sino un experimento social, nuestro índice de resistencia social había sido puesto a prueba hasta llegar al límite. Nuestro dolor había sido transformado en himnos de batalla para los rotos, los desgraciados, los olvidados y los muertos, como en la canción de Tom Morello. Ahora era nuestro turno para sentirnos enjaulados, era el turno también para los que nos habían enjaulado a nosotras, a las ávidas y curiosas niñitas que desde pequeñas se morían por ir a explorar un mundo misógino.
Como los personajes en La llorona y otras historias de Alma Villanueva, las niñas del Estado de México en las periferias de la Ciudad de México habían crecido entre historias de secuestros, violaciones y asesinatos de mujeres. Pero esto nunca había sido llamado violencia de género, éste había sido nuestro pan de cada día. Nos habían enseñado a nunca salir solas. Era tan común que las mujeres aparecían en bolsas de basuras y basureros y ríos en sus propios vecindarios mucho años antes de que el término feminicidio tuviera un uso frecuente en México. Las mujeres de la infame ciudad de Ecatepec ni siquiera podían ir a la tiendita de enfrente o al carnicero por miedo a que fueran asesinadas y violadas enfrente de su casa. Pero nadie decía nada, todas estaban aterrorizadas por el silencio. ¿Y no era esto lo que les tocaba en suerte por ser pobres, la cruz que teníamos que cargar por ser mujeres? Llamar la policía era vano. Vaya, si las niñas hasta desaparecían en las estaciones de policía, los policías eran conocidísimos violadores y rateros, sólo que totalmente invulnerables por su privilegiada relación con la ley. Mi papa me prohibía caminar enfrente de la estación de policía que estaba a una cuadra de mi casa desde que yo estaba en la primaria, aún cuando mi primaria estaba directamente al lado de la estación de policías. Me recogía siempre en su motocicleta, aterrorizado de dejarme caminar los cincuenta pasos que me separaban de mi casa. Yo me volvería una ciclista y una jugadora de futbol, la única manera de escapar de mi radio restringido. Durante mi adolescencia crecí como una prisionera atrapada en los suburbios aislados de la Ciudad de México, con mi biblioteca y mi campo de fútbol, instrumentos para una libertad aislada.
Mi aislamiento ahora me hace recordar aquellos tiempos. La extraña soledad de los suburbios. La impotencia de mi aislamiento, el grito amordazado de mi cuerpo enjaulado en una casa en donde yo estaba condenada a quedarme como un pueblo asediado. Era una primavera silenciosa en New Jersey, con coches estacionados enfrente de cada edificio, las ambulancias eran el único sonido que perturbaba la plaza imaginaria del extraño silencio de los suburbios. Ahora el estado de sitio era real. Toque de queda, una palabra que yo jamás pensé usar, una palabra reservada a libros de épocas anteriores y costumbres olvidadas como la guerra y las plagas. Todas las historias de plagas y hambrunas lentamente se filtraban a través de mi memoria herida: El flautista de Hamelin, Hambre de Knut Hamsun, la Peste de Camus y mi persistente deseo de cuerpos cálidos. Extraños paisajes de árboles perplejos, el susurro de las hojas en el aire enrarecido, la atmósfera inquietante de una ciudad amenazada. Una primavera solitaria, un florecimiento incompleto. Mis memorias estaban hirviendo a fuego lento en el paisaje roto, como si la ausencia le agregara otra dimensión al espacio.
Pienso en la gente que ya estaba confinada. Pienso en los asilos de ancianos en New Jersey, escondiendo el conteo de cuerpos y los cuerpos mismos, apilándolos unos encima de otros, no queriendo confesar cuán poco los viejos le interesaban al estado. Sólo hace dos años habíamos ido a cantar villancicos para todos los asilos de ancianos en la pequeña ciudad de Athens, Ohio, para Navidad. El coro de niños, la pianista Laura y yo entrábamos casi de puntitas en las áreas comunes, y cuando menos se lo esperaban empezábamos a cantar a todo pulmón en el comedor mientras todos nos miraban sorprendidos. Más que alegría, sus rostros mostraban sorpresa de vernos ahí, como si no estuvieran acostumbrados a más visitantes que sus familiares. Una mujer muy vieja y delgada se acercó sin hacer ruido a una Laura concentrada en el piano, y detuvo la música abruptamente al colocarse junto al piano. La pianista la miró alarmada, mientras la anciana anunciaba con una voz atronadora, llena de rencor «Me voy a morir», y pocos segundos después se cayó en la alfombra al lado del piano. Su imagen se ha quedado conmigo durante muchos inviernos, como si lo que dijo hubiera sido una amenaza, como si yo y Laura le debiéramos algo y ella quisiera recuperarlo con una frase final que nos emboscara. Era el tono definitivo, irrefutable con el que lo dijo, añadiendo las últimas palabras dramáticas «y estoy sola» antes de desmayarse. Un año después del suceso apenas entendí por qué se acercó a nosotros, dos extrañas jóvenes en el asilo de anciano. Era como un acto de protesta de la manera tan brutal en la que se iba a morir, aislada y anónima, apenas un número más en las estadísticas del estado.
El colapso de los mercados especulativos de la fragilidad humana ha expuesto el esqueleto de la maquinaria. La fragilidad económica nos ha vulnerabilizado frente a la explotación. Y la explotación en turno nos dejó aún más vulnerables para la deshumanización, o más bien, ya estábamos acostumbrados a que lentamente nos deshumanizaran. Para todos aquellos que vienen de ciudades grandes en donde ya no hay espacio, nosotros ya nos habíamos pensado como cantidades abstractas, cuerpos ocupando el espacio. Para todos aquellos de nosotros que estábamos acostumbrados a ser mujeres, migrantes, minorías, trabajadores mal pagados, ancianos, graduados sin trabajo, estudiantes pobres – la gran horda de la miseria humana tildada de reemplazable- jamás había habido lugar. La mesa siempre había estado llena y nunca habíamos sido invitados. Ya habíamos estado previamente aprisionados por nuestra pobreza, el color de nuestra piel, nuestro país de origen o destino. El virus no era más que una lupa. Pero tal vez esta lupa le va a ayuda a aquellos que nunca tuvieron libertad a rechazar que les embarguen el futuro hasta nuevo aviso. Tal vez, como aquella anciana indignada, nos levantaremos y les diremos a los directores de orquesta que nos negamos a morir, nos negamos a ser descartados.