Mi tío nos lleva a hacernos hombres. Así nos dijo mientras nos amontonamos en su picop. Quedamos la semana pasada que llegaría a su casa el viernes. «No le vayás a contar nada a tu mamá. Si tu papá te pregunta, le decís que te viniste a ver el partido», me indicó. Igual, pensaba pedirle permiso para verlo. Hoy juega la selección contra Honduras; si gana, todavía le queda chance de ir al Mundial. La tele sigue de adorno en la sala, mi papá ya se cansó de decirnos que los repuestos sólo se consiguen en la capital, a saber cuándo tendrá tiempo de ir para allá.
Mi tío vive como a siete cuadras de mi casa. Llegué cuando empezaba a oscurecer. Todavía mi mamá me preguntó si quería llevarme el suéter. Le dije que no, después me arrepentí. Hacía algo de aire cuando salimos en el picop. «Hoy sí se van a hacer hombres», volvió a decirnos mientras se calentaba el motor. Ahí me fijé que lleva su escuadra al cinto. Mi mamá cómo le pide y le pide que no llegue con su pistola a la casa. Él le dice está bien, no hay problema, pero siempre la tiene cerca. Ya nos enseñó cómo armarla, desarmarla y volverla a armar. El otro día nos llevó a los campos, practicamos unos tiros. Pesa mucho la desgraciada, casi me botó al suelo cuando disparé la primera vez. «Tengan cuidado no le vayan a pegar a un zanate. Si lo matan, de castigo se lo comen con todo y plumas», dijo antes de echarse esas sus carcajadotas que se escuchan desde aquí al almacén del chino Cheng.
Mi primo Remigio y yo estamos nerviosos. En pláticas del recreo ya escuchamos eso de «hacerse hombres». Tiene que ver con los negocios que están en la salida para la costa. Esos lugares con focos rojos encima de la puerta y mujeres que salen con unos vestiditos que apenas les quedan. «Hacerse hombres» significa que te llevan con ellas, dicen los de segundo básico. Los que ya fueron se lo guardan como si hubieran hecho el juramento de no revelarlo; si les preguntamos, nos dicen que todavía somos unos bebés.
Desde lejos se oye la música que ponen en los negocios. El picop pasa despacio. Vemos el montón de bicicletas colocadas delante. Me parece reconocer la moto de Pedro, el muchacho que anda atrás de mi hermana. Leo los nombres: Tenampa, Oasis, Medellín, Carola’s. Me pregunto si mi tío estará pensando dónde nos quedamos. Algunos letreros dicen «no se aceptan menores de edad», pero los que ya fueron dicen que no es cierto, sólo se paga un dinero adicional y te dejan entrar. Una señora sale a aventar un balde con agua sucia a la calle. Se parece a Ángela Carrasco, esa cantante que le gusta a mi papá, pero más gordita. Me le quedo viendo, se me queda viendo. Anda con un camisón transparente, se le alcanza a ver todo. ¿Será que me llevarán con ella?
Pero no, seguimos de largo. Ahora vamos por la carretera vieja, como si fuéramos hasta las piscinas. Luego resulta que no vamos tan lejos. Mi tío se mete por un caminito de tierra. El picop se zangolotea de un lado para otro, parece como si estuviera bolo, me recuerda a los muebles de la casa cuando tembló la vez pasada. Me agarro bien del asiento, casi me pego con el vidrio. Al final nos paramos cerca de un conacaste inmenso. «Ya mero vamos a llegar», dice mi tío cuando empezamos a bajar. Nos dio linternas a cada uno y nos dijo que viéramos bien nuestro camino. Volvió a decirlo cuando se le fue el pie a Remigio y yo me pasé topando con una piedra. Me pareció raro que saliéramos de excursión tan tarde.
En eso escuchamos clarito un ¿quién vive? «Pedro de Alvarado», respondió mi tío. Nos mandó que apagáramos las linternas y no hiciéramos ruido. De ahí silbó, se quedó esperando un rato, volvió a chiflar, le contestaron con otro silbidito. Al puro tanteo nos acercamos a la orilla del río. Ahí estaban varios tipos. Remigio dijo que eran tres, a mí me pareció ver cuatro. Todos andaban con chumpa y dos tenían sombreros puestos. El más chaparro fumaba uno de esos cigarros que cómo apestan. El olor se le quedó pegado a mi camisa.
Los tipos rodeaban a un hombre que estaba tirado cerca del agua. Al principio me asusté. «Sacaron un muerto del río», dije. Mi tío se echó otra de sus carcajadotas, como si lo fueran a escuchar del otro lado, y los demás le hicieron segunda.
—Bueno, poco le falta para que se lo lleven al cementerio o lo dejen por ahí tirado —dijo uno de los tipos con sombrero—. ¿Qué hacemos con él, jefe?
—Se los dejamos a los patojos —dijo mi tío.
Y comenzó su discurso. No le entendí mayor cosa. Pero estábamos ahí, para hacernos hombres. No llevábamos el uniforme, tampoco pertenecíamos a la institución, pero teníamos el encargo de defender a nuestra patria, nuestros padres, nuestras hermanas y nuestras propiedades de gente como ésa —y señaló al que estaba todo hecho pichachas en el suelo. Hacerse hombre era estar dispuestos a acabar con ellos. Nuestro abuelo lo hizo cuando fue jefe político del departamento y él prosigue su trabajo, es bueno que lo sepamos. Nosotros debíamos hacerlo sin dudar y sin pena.
—Abran cancha, los patojos se van a encargar —dijo mi tío.
Remigio y yo nos quedamos quietos.
—¿Qué hacemos, vos? —le pregunté
—No lo sé. Yo pensé que mi papá nos iba a llevar donde las leonas.
—¿Cómo así las leonas?
—Apúrense, pues —dijo mi tío.
Nos acercamos despacio. El «muerto» estaba tirado bocabajo, con las manos engrilletadas a la espalda. Se miraba como si un toro le hubiera pegado un revolcón en las corridas que arman para la feria. Apestaba como si llevara días sin limpiarse después de hacer sus necesidades.
—Péguenle una su patada —dijo el chaparro.
—Así, como si estuvieran jugando fut —dijo otro, hizo como que iba a tirar un penal.
—No nos vamos a quedar toda la noche esperando —dijo mi tío, todo serio.
Al final Remigio cerró los ojos y le dio una patadita en la espalda.
Yo hice como que le iba a pegar y somaté bien fuerte el pie cerca de la cabeza. Me pareció que algo de tierra le fue a dar a la nariz y a los ojos.
—No, así no —se encabronó mi tío—. Péguenle con huevos muchá, con huevos.
Y de una zancada se acercó y le sonó la cabeza con sus botonas de punta de acero.
—Bueno, ¿se acuerdan cuando les enseñé a tirar? Tené la pistola vos —le tendió la escuadra a Remigio.
—No hombre —ahora sí me asusté—, ¿en serio quiere que le disparemos?
Mi tío ni habló. Sólo prendió un cigarrillo. El encendedor le funcionó al tercer intento. Fue la primera vez que lo vi fumar.
Remigio apartó la cara, cerró bien apretados los ojos y la bala rebotó en una piedra de río.
—Fijate en lo que estás haciendo hombre, pudiste zamparnos un plomazo —mi tío le pegó un coscorrón—. A ver vos, tené.
Volví a ladearme por el peso de la pistola. No se alcanzaba a ver gran cosa, pero el «muerto» no me pareció conocido. Hacía ruido como si quisiera decirme algo y no pudiera. A saber si le cortaron la lengua o le cosieron la boca con aguja e hilo, pura mi abuela cuando nos remienda los pantalones rotos. Por hacer algo apunté a los árboles del otro lado, a mi derecha, a la izquierda, a mis pies, a cualquier lado. Me fijé que el «muerto» estaba descalzo.
Mi tío se quedó esperando buen rato.
—¿Saben qué? Ya me cansé. Ustedes —les hizo una seña a los tipos antes de quitarme la pistola.
—Mejor llévelos donde las putas, jefe —dijo el chaparro.
Nos dejaron sin linternas. Mi tío llegó rápido a su picop. Hasta nos bocinó, como si estuviera bravo, para que le picáramos. Me costó subir hasta el conacaste, ya mero me iba de cara entre la tierra y el monte. Ahí me fijé que estaba otro carro, parecido a las perreras que salen en las caricaturas.
Mi tío prendió la luz de la cabina para mirarnos bien serio.
—Hoy sí me defraudaron, patojos.
Nosotros no dijimos nada. Salimos a la carretera. Pasamos volados frente a los negocios. Me pareció que la moto de Pedro seguía donde mismo. Mejor no le digo nada a mi hermana; me va a preguntar qué andaba haciendo por ahí, ¿no que estaba donde mi tío viendo el partido, pues? Casi llegábamos al parque cuando empezó la cuetería. Al parecer sí ganó la selección. Todavía le queda chance de ir al Mundial, pero ahora depende de que El Salvador le empate a México cuando jueguen pasado mañana. Ojalá no se pongan a averiguar cuándo quedaron. No sabría qué inventarles.
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Eddy José Roma Ardón (Guatemala, 1977). Estudió en la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Publicó cuentos y reseñas en las revistas La Ermita, Magna Terra, Revista de la Universidad de San Carlos, Este país y Primeros Auxilios. Colabora con el portal electrónico Gonzo-Gonzo.com y trabaja como redactor para la sección de Regionales del periódico Nuestro Diario. Obtuvo el primer lugar de la rama de prosa de los Juegos Florales de Chiquimula convocados en 2022. Publicó los libros El cabezón de la banda (novela juvenil, Editorial Óscar de León Palacios, 2000), Café con piernas (cuentos, Editorial Cultura, 2011) y Pronta ficción (cuentos, Proyecto Editorial La Chifurnia, Honduras, 2023).