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Good bye, baby

Después de veinte años, regreso a donde sucedió todo. Suspiro, como si eso aliviara el dolor o, al menos, le pusiera pausa. Escucho un graznido que insiste en voltear miradas. Intento guardar la calma. Avanzo a paso lento. Puertas de cristal me reciben. Los carritos de equipaje juegan una carrera contra el tiempo y el […]

A lo lejos, reconocí los pasos del hombre que se diría tu padre

Por Alicia González / 18 de mayo de 2025

Después de veinte años, regreso a donde sucedió todo. Suspiro, como si eso aliviara el dolor o, al menos, le pusiera pausa. Escucho un graznido que insiste en voltear miradas. Intento guardar la calma. Avanzo a paso lento. Puertas de cristal me reciben. Los carritos de equipaje juegan una carrera contra el tiempo y el peso de secretos ajenos que cargan los maleteros. Las paredes agrietadas desaparecieron; ahora dominan las lisas. La recepción ya no es rosa, ahora es café con gris, y es más grande, parece que tumbaron una pared. Ojalá pudiera arrancar una: la del pasado, la de ese día que turbó mi calma y me hizo creer que lo que hoy es puede desaparecer en un instante. Hay cuatro relojes de manecillas que indican el tiempo que hace en Londres, Ciudad de México, Beijing y Tijuana. Me pregunto qué hora es en el país de los que ya no existen.

Las paredes de los espejos me provocan mirarme en diferentes versiones: la que soy ahora, una maestra de ceremonias hecha un manojo de nervios el Día de las Madres, y la que fui aquel día en que te perdí, Lucas, la extensión de mi ser que duró tan poco pero me enseñó que el ser humano no se reduce a lo físico, sino a la experiencia de vivir con una mirada nueva todo, un repaso a lo vivido, mezclado con la constante sorpresa al ver globos y flores y concentrarse en ello hasta desaparecer del limbo.

Cuando naciste, apenas te reconocí, gracias a la manía del instinto. Eras tan pequeño que cabías en una mano. —Prematuro —dijeron. Te adelantaste al arribo de la vida y apenas alcanzaste a saber lo que era existir y habitar este mundo lleno de triunfos y derrotas. Tu nacimiento fue un logro que duró poco, acompañado por un improvisado grajeo coral. Era como un diálogo ininteligible entre cuervos. Cuando te sostuve en mi regazo por primera vez, alcancé a escuchar que picoteaban la ventana. A partir de ese momento, las enfermeras me separaron de ti sin reparos. Nos miraban con desesperanza, Lucas. Casi, casi, querían separarte de mí con el pretexto de que necesitabas respirar con oxígeno. No hubo felicitaciones, ni siquiera me preguntaron cómo te llamarías o dónde está tu padre. Ahora que lo pienso, ¿sabes qué creo que me quisieron decir? Que no me encariñara contigo, o quizá esta clase de nacimientos les sea indiferente, o conocen el final y prefieren no desgastarse en explicarlo. No me lastimaron, pero tampoco fueron muy cálidas, que digamos. Solo me dieron instrucciones muy precisas. Cuando tenía dudas, me respondían con monosílabos.

Lucas, contigo estoy condenada a vivir una infatuación eterna a pesar de tu cuerpecito pequeño, a pesar de que tus ojos fueran tan pequeños como un punto, o tu boca, un campo de balbuceos que moría por recitar palabras o darle sentido a mi vida. Lucas, siempre te veré perfecto, aun con la protuberancia en el hombro que te distinguió como un Frankenstein miniatura, que acaparaba miradas de todo tipo: las que se detenían a observarte con morbo, los que solo resistían mirarte de reojo o hacían de cuenta que no existes, cuando en realidad imaginaba un futuro diferente, donde pudieras ser tú mismo, reírte sin miedo a que se burlaran de ti. Imaginar un mundo donde, de vez en vez, me pidieras un consejo, o quizá detener el mundo con un abrazo.

Desde el minuto uno en que miré tus ojos pequeños, que parecían escribir dos puntos, imaginé diferentes posibilidades para ti, Lucas. En primer lugar, no tendrías un padre más que en la explicación de por qué existes. Tu creación fue un accidente impulsivo de la casualidad. A él lo conocí en una fiesta. Bailamos y conversamos hasta el amanecer sobre la vida, la alegría del cosmos y un poco sobre lo decepcionante que puede a veces resultar la adultez y empezar a reconocer y nombrar las cosas como lo que son, aunque yo fui la que hablé más. Le incomodaba estar rodeado de mucha gente. Esa noche dijo que este tipo de actividades lo abrumaban, que su energía social no daba para más. Me pidió que fuéramos a una habitación para alejarnos del ruido. Lo único que pasó fue que desobedecimos el sentido común y optamos por el riesgo y el placer. La conversación la dejamos para otro día que nunca surgió, pero en mi imaginación sí, muchísimas veces en que el hubiera me torturaba y extendía mis encuentros con aquel hombre que me había impactado por su inteligencia y cordura.

Lucas, busqué a tu padre para hablarle de ti, pero él no quiso saber nada. Solo me sugirió borrar lo que ocurrió sin tanto escándalo. Lamenté mucho que no estuviera interesado en ninguno de los dos. Lloré por días, lo medité seriamente y acepté su propuesta con el desasosiego de la culpa, pero también con un efímero alivio. Cuando llegó el día, no pude ni siquiera poner en consideración la imposibilidad de tu existencia.

El primer mes estuviste atado a aparatos que te ayudaban a estar vivo. Recé en silencio mientras te miraba en el cunero; me detenía a observar la agitación de tu pecho. Tenías los ojitos abiertos, lo sé porque alcanzaba a ver la hendidura de tus pupilas que apenas se asomaban a mirar el mundo. En cuanto te dieron de alta, te abracé cuanto pude. Tu nombre se me reveló en un impulso: Lucas, dije. Notifiqué en el certificado de nacimiento y te llevé a casa.

Cuando cumpliste seis meses, fuimos al parque y monté un picnic para los dos. Nada especial, solo sándwiches, limonada y mi pecho para ti. Traía una manta blanca para cubrirme en el momento en que tuvieras hambre. Te canté balbuceos que ni yo entendía, jiglicos que me inspirabas a crear con la curvatura de tu sonrisa. Te recosté en una colcha para que sintieras lo que es la libertad mientras resonaba música clásica en mi celular. Comenzaste a voltearte por tu cuenta y yo aplaudí gustosa. Esa tarde recuerdo que el canto de los pájaros, niños gritando mientras corrían y cuervos sobrevolando llamaron tu atención, y con tu cabeza buscabas de dónde provenía todo ese alboroto alrededor tuyo. Fue nuestro tiempo, Lucas, únicamente nuestro, hasta que tu padre tuvo la voluntad de conocerte y saber cómo había quedado su descendencia.

—Te veo en el restaurante del Palacio Azteca.

Esa noche llorabas incansablemente. Revisaba que no fuera el pañal o que tuvieras hambre, te arrullaba por largo rato. Al principio no funcionaba y no sabía qué hacer. Estaba en el limbo de la desesperación, musicalizada por el grajeo de mal agüero. Después escuché golpes cerca de la casa y reparé en que no estábamos solos. Eran los picoteos de los cuervos en la ventana, que insistieron hasta cansarse. Tuve miedo de que algo pasara. Me aferré al arrullo y a cantarte una y otra vez como vía de protección, hasta que te quedaste dormido.

Esa noche no pude dormir. Se escribió un presagio que no lograba explicarme, quizá temía el rechazo y la incertidumbre de saber qué pasaría. Vigilé tu sueño hasta el amanecer. Ya era tiempo de levantarnos a que conocieras a quien te trajo al mundo.

Nos acomodamos en el jardín del hotel. Era una mañana soleada, prometía un día hermoso con cielo azul y nubes aborregadas. Te llevé en la carreola, enfundado en una pañalera en forma de overol con moñito. No estabas solo; te acompañaban tus juguetes colgantes en forma de monstruos sonriéndote. Estabas inquieto. Otra vez los cuervos se pusieron a gritar, ahora sobrevolaban en el jardín. Cada tanto te ponía en brazos. Quizá te contagié el nerviosismo, o qué sé yo. ¿Qué sería de ti ahora? Serías todo un hombre si estuvieras conmigo, Lucas, si tan solo pudiera volver a verte.

A lo lejos, reconocí los pasos del hombre que se diría tu padre. Sigo sin saber de él desde aquel día. Mi corazón palpitaba fuerte, me recordó que estoy viva. No estaba segura de qué hacer, ni qué esperar, si ponerme de pie al saludarle o esperar a que se acercara. Conforme avanzaba, la distancia se reducía. Se detuvo un momento, retomó el paso. Ahora éramos tres. Lo primero que hizo fue saludarme sin ningún contacto, solo movió su mano hacia los lados, me miró a los ojos y concentró su mirada en ti:

—Así que, ¿es este?

No hubo oportunidad de responderle. Ni siquiera pudo cargarte. En cuanto se agachó para tomarte en sus brazos, un cuervo comenzó a picotear su cabeza; otros graznaron alrededor. La gente corrió hacia donde pudiera, se defendía a gritos y se alejaba del mal agüero de alas negras. Yo, con el susto, me incliné para cargarte. No estabas en la carreola.

—¿Lucas? ¿Lucas? ¿Dónde estás? ¡Lucas!

Un desconocido tocó mi hombro y me indicó que mirara hacia arriba. No pude hacer nada, solo gritar tu nombre hasta quedarme sin voz, correr y llorar hasta alcanzarte. No pude. Un cuervo te llevaba envuelto en una manta.

Siempre que hay nubes aborregadas en una mañana azul como esta, pienso en ti, en lo que pudo haber sido. Tal vez me sorprenderías con tus hazañas, tus preguntas, o me dirías que te miran raro, se ríen contigo, o me platicarías de tus amores, del ajetreo de trabajar o lo que sea. Siempre quedará la incertidumbre. ¿Adónde se van todos los hubieras?

Me acerco al restaurante del hotel. Me detengo un momento y respiro. Trato de abandonar toda clase de evocación al pasado, a ese día, pero es difícil despedirse de una experiencia solo porque sí. Me concentro en lo que estoy a punto de hacer: la conducción de un evento, ser la voz cantante, aunque los ánimos están a punto de quebrarse.

Camino. Un empleado me recibe en la entrada, me entrega un ramo de flores pequeñas con alientos de bebé blancos, gerbera naranja y margaritas, y me dice: feliz Día de las Madres. Yo solo afirmo con la cabeza. Siento cómo la tristeza se atraviesa en mi rostro, escapa en el delirio de lágrimas, después se atora en la garganta y finaliza su recorrido en mi pecho, que me impulsa a mirar hacia el cielo.

————–

Alicia González Castro. Maestra en Apreciación y Creación literaria. Escritora independiente, tallerista y docente en Colegio de Bachilleres. Ha publicado en antologías nacionales e internacionales en los géneros de poesía y narrativa. Su más reciente publicación es: Border Women, Mujeres al borde, su primer libro de cuentos. Actualmente se dedica a la enseñanza, alimentar su página de fb El rincón de la Taciturna feliz y escribe su segundo libro de cuentos.

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