La presencia de esa joven arriba de la azotea y justamente tras la copa de mi naranjo me sacó de balance. Literal.
Y más cuando me confesó:
—Tengo varios días observándolo desde aquí arriba y usted no se ha percatado.
—¿En serio?
—Sí… Lo he visto varios días regar sus árboles, caminar por todo su patio y ponerse a leer hojas engargoladas, o en su laptop, o en su iPad, y he sido testigo de cómo se pone a platicar con sus arbolitos.
—Pensará que se me zafó un tornillo.
—Nada de eso… Al contrario; se me hace algo muy tierno de su parte. Y se entiende por el aislamiento de la pandemia… Oiga, vecino, ¿vive solo?
—No. Vivo con mi esposa e hija, pero ellas se contagiaron del coronavirus y se están recuperando en casa de unos familiares.
—¿Están fuera de peligro?
—¡Sí! Afortunadamente, mi esposa ya terminó su “cuarentena” con daños menores y ahora la que contrajo el virus fue mi hija… Por fortuna, el bicho fue benévolo con ellas, no las atacó muy fuerte y tenían buenas defensas.
—¿Entonces nadie está con usted en casa?
—Nadie… Así lo acordamos para protegerme a mí de un contagio, porque, por mi condición de vulnerabilidad, corro peligro de muerte si me agarra el Covid.
—¡No sea exagerado!
—¡De verdad! Dos amigos que estaban fuertes y sanos murieron esta semana por andar de valientes… Uno era un fotógrafo que salió a “documentar” los muertos por la pandemia aquí en Juárez, y el otro (que era de San Luis Potosí) retó abiertamente al virus cacareando en su página de Facebook que el Covid le hacía los mandados.