Lady Tremaine: ¿Para quién es esto?
¿Hay alguien que hemos olvidado?
Cenicienta: Es mi lugar.
Lady Tremaine: Oh, me parece demasiado esperar
a que prepares el desayuno, lo sirvas y que
te sientes con nosotras. ¿No preferirás comer
cuando hayas terminado todo el trabajo, Ella?
¿O debería decir la Cenicienta? Hmm
Película “Cenicienta” (2015)
Conocí a una mujer cuyo éxito era incuestionable. Había emergido desde los estratos sociales más bajos hasta ocupar un lugar distinguido en el conocido Jet Set. En poco tiempo, ya en su edad adulta, logró construir un emporio; su nombre era reconocido en diversas esferas de la vida pública y privada. A sus hijos se empeñó en otorgarles la mejor educación posible y en encaminarlos siempre hacia un futuro prometedor.
En el círculo que los rodeaba, escuché comentarios que hoy podría refutar con facilidad. Se decía que era una familia matriarcal y que esta mujer dirigía todo en relación con el funcionamiento de las relaciones familiares, decidiendo qué hacer y qué no hacer. Se afirmaba que no estaría sometida a un hombre ni por error. Cabe mencionar que se había divorciado en una etapa temprana, pero, tras hacerlo, volvió a unirse con otra pareja y así sucesivamente, sin poder permanecer con un solo hombre. Esto lo atribuían a que jamás podría sujetarse a las órdenes de ningún varón.
Tuve la oportunidad de conocerla en su última relación y, a través de la interacción con su familia, deduje una condición tan evidente que escapaba de la observación de sus cercanos.
Conforme gané su confianza, fui deduciendo una amplia gama de conjeturas solo prestando atención a lo que insistía en contarme y a lo que, a simple vista, resultaba evidente. Según sus propios relatos y la observación de su relación con su pareja, tenía una constante preocupación por saber si ya se habían alimentado, si sus cosas estaban en orden, si nada les faltaba ni a él ni a sus hijos. Además, las grandes decisiones que debía tomar siempre debían estar avaladas por el hombre, aun cuando este pudiera ser de menor capacidad en diversos aspectos. Él siempre tenía la última palabra.
Ni hablar de cómo se sentía cuando estaba en su presencia: en halagos y gestos de cariño se podía ver a una mujer con mayor carácter y seguridad cuando lo tenía a su lado.
En otra ocasión, me encontraba en el despacho de un querido amigo abogado cuando llegó una mujer en busca de divorcio. Me despedí, pero ella señaló que no tenía inconveniente con mi presencia. Para no entrometerme en el asunto, no participé en el coloquio, pero ahora recuerdo su planteamiento y lo tomo como ejemplo por su coherencia con la tesis que expongo.
Dijo que trabajaba en la burocracia, tenía una licenciatura en psicología y una maestría en educación. También mencionó que tenía una hija en común con su pareja y un salario que le permitía una vida relativamente desahogada: su hija estudiaba en un colegio particular, pagaba un crédito de vivienda en un fraccionamiento privado y tenía un automóvil reciente. Expresó que le había costado mucho trabajo llegar hasta ahí, y que para lograrlo había emprendido otras actividades económicas, lo que sin duda la convertía en una mujer “exitosa”.
Sin embargo, cuando explicó los motivos para solicitar el divorcio, relató que su marido apenas había concluido estudios de preparatoria y trabajaba como intendente en una maquiladora. Esto significaba que debía levantarse muy temprano, prepararle el desayuno y la comida para llevar al trabajo, darle el desayuno a su hija, uniformarla, llevarla al colegio y, después, ir a su empleo formal. Al salir, debía recoger a su hija, preparar la comida para cuando su marido regresara, hacer las tareas del hogar y ocuparse de sus otras actividades económicas.
Su esposo, en cambio, llegaba, comía y pasaba el resto de la tarde viendo televisión, bebiendo cerveza y preparándose para el día siguiente. Además, cada fin de semana, al salir del trabajo, se iba de parranda con sus compañeros y no convivía con su familia. Lo sorprendente es que esta rutina no le parecía tortuosa a la mujer, sino natural. Lo que realmente la llevó a solicitar el divorcio fue haber encontrado mensajes de su marido con otra mujer, lo que consideró la razón principal para la separación.
De lo anterior se desprende que el éxito de una mujer no necesariamente implica su emancipación de la cultura patriarcal. En los ejemplos mencionados, las mujeres encajan en el llamado “complejo de Cenicienta”. Han naturalizado el sometimiento a la figura masculina y se entregan en cuerpo y alma a la satisfacción de la pareja, entendiendo la felicidad como una relación de codependencia. Se sienten necesitadas de la protección de un hombre, de un “príncipe azul”, aun cuando sean vistas como mujeres independientes, e incluso cuando el hombre en cuestión no sea ni la sombra de alguien que realmente pueda cuidar de ellas.
La genealogía de este síntoma radica en la cultura: una repetición de patrones familiares, una infancia moldeada por las proyecciones de Hollywood, por las telenovelas mexicanas que refuerzan la lógica del amor romántico sin cuestionarlo, y por las novelas turcas, cuya visión es aún más retrógrada. La mujer sigue siendo representada como frágil, incapaz de hacer lo que supuestamente es “propio de los hombres”, con la falsa idea de que el matrimonio es el fin último de la felicidad. En este proceso, se reprimen ciertas aspiraciones y condiciones hasta desembocar en una identidad marcada por el masoquismo.
El concepto de “complejo de Cenicienta” fue acuñado por Colette Dowling en 1987 en un texto que explora el miedo de las mujeres a la independencia en los años setenta. La cantautora Mon Laferte nos ofrece letras que guardan una fuerte analogía con esta idea. Sin embargo, antes de analizar su obra, es necesario replantear, desde el psicoanálisis, la construcción de esta condición no como un complejo, sino como un síntoma. Para ello, debemos remitirnos a la perspectiva epistemológica de Sigmund Freud, retomando la aportación de Carl Jung en la definición del término “complejo”:
La palabra {complejo} término cómodo y muchas veces indispensable para la síntesis descriptiva de hechos psicológicos, ha adquirido carta de ciudadanía en el psicoanálisis. Ningún otro de los nombres, designaciones que el psicoanálisis debió inventar para sus necesidades ha alcanzado una popularidad tan grande ni ha sido objeto de un empleo tan abusivo en perjuicio de formaciones conceptuales más precisas. En el lenguaje cotidiano de los psicoanalistas empezó a hablarse de {retorno del complejo} cuando se aludía al {retorno de lo reprimido}, o se contrajo el hábito de decir {tengo un complejo contra él] donde lo único correcto habría sido {una resistencia} (Freud, 1992, págs. 28-29)
Al ser acuñado por el psicoanálisis, otras disciplinas han hecho un uso abusivo de su conceptualización y de su inherente utilización. En lo referente al llamado “complejo de Cenicienta”, este entra en terrenos propios de un uso inadecuado del término, ya que, como hemos tratado de inscribir, forma parte del carácter masoquista, o dicho de otra forma, es un síntoma de este carácter.
Para precisar esto, es necesario interpretar cómo se conforma el síntoma desde la perspectiva psicoanalítica. Freud apunta que el síntoma equivale a un indicio de un proceso patológico (1992, pág. 83). Esto sugiere un estado construido a partir de los procesos psíquicos de las personas, y el “síntoma de Cenicienta” es propio de una patología forjadora del carácter masoquista. Mientras que el carácter es observable sin necesidad de una visión tan aguda, ya que es delatable, los síntomas que lo cimientan son forjados en su individualidad.
Para que el “síntoma de Cenicienta” aparezca, deben confluir una serie de sucesos que lo conforman: represiones, ausencias, procesos biológicos, ideología y otros factores. Dicho de otro modo, aunque mediante la técnica psicoanalítica se pudiera aminorar o incluso hacer desaparecer el síntoma de Cenicienta, esto no implica la extinción inherente del carácter masoquista.
Tomemos como referencia lo dilucidado por el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, dejando a un lado la metáfora del síntoma legada por Jacques Lacan, dado que esta es más abarcativa y de naturaleza filosófica antes que clínica. Hechas estas precisiones, pasemos al análisis de algunas letras que pueden retratar verosímilmente un “síntoma de Cenicienta”.
He encontrado cosas buenas
Para soportar el calor del hambre
Cuando me voy a acostar
Y si me dices que te vas, que no lo quieres intentar.
Entonces abre la ventana y tírate,
sé que no lo harás, tu soliloquio puede más.
Y sé que no dirás palabras de verdad.
(Henríquez, Tírate, 2016)
Debemos señalar la singularidad de esta melodía, que es una de las pocas interpretadas por Mon Laferte cuya composición no es de su autoría. Sin embargo, la letra no resulta ajena a las composiciones propias de la cantante, y menos aún cuando, al interpretarla, hace suya la letra. El énfasis impreso parece emanar del carácter multimencionado en este texto, el cual parece irse consolidando cada vez más.
Es evidente cómo la mujer es arrastrada a una condición insoportable: está a punto de aceptar la ausencia del hombre, pero, ¡oh sorpresa!, el abandono solo tendrá lugar cuando él lo decida, antes no. Desea que el varón entienda lo vil que es y, en un arranque de histeria, en una manifestación de la neurosis, lo invita metafóricamente a suicidarse por la ventana. Habría que preguntarse si el sujeto lo sabe.
No resulta extraño conjeturar que la mujer ha naturalizado la presencia del hombre como su sostén de vida, su cuidador. Aunque él no la cuide emocionalmente, significa su fortaleza ante el exterior. Esto no es circunstancial, sino que responde a lo que su cultura individual le señala como correcto o como un ideal al que debe ceñirse para lograr la plenitud. Incluso llega a pensar en un posible diálogo interno por parte de él, aunque sabe que no ocurrirá: él recurrirá a la mentira para continuar con la lógica que vertebra la relación. Ella, por su parte, resiste a abandonarlo y solo le hace saber su falsa libertad en apariencia. Sin que él lo sepa, es una suerte de soliloquio, pero por parte de ella.
Recordé, mientras realizaba este análisis, el caso de una compañera que conocí en mis años universitarios. Durante su infancia y adolescencia, tuvo un apego incuestionable a su padre (el cual, al parecer, persiste hasta la fecha). Durante su etapa de bachillerato, supo que su progenitor dejaría el hogar prometiendo no alejarse, pero la relación matrimonial ya era insostenible.
Es preciso señalar que la familia estaba compuesta por la madre, ella y, según creo, dos hermanas. A su decir, este evento no tuvo mayor relevancia y se superó fácilmente. Sin embargo, poco antes de un año del suceso, decidió juntarse con un joven cuyas características físicas eran similares a las de su padre, incluso en su manera de beber. Ella aún no cumplía la mayoría de edad.
De esta historia se desprende que la joven no buscaba un futuro económico prometedor, pues el hombre, al parecer, nunca tuvo un empleo. Más bien, era la simple sustitución de la necesidad de sentirse protegida como lo hacía con su padre. Cabe resaltar también que, a lo largo de su existencia, ha tenido tres parejas, con las cuales nunca ha contraído matrimonio, pero todas comparten un rasgo en común: han sido ellos quienes han terminado por abandonarla.
Aprendemos a lo largo de la vida tantas cosas en apariencia conocidas. Muchos se autodenominan de tal o cual forma, se dicen libres, revolucionarios, ideólogos, y al final sus acciones son contrarias a su discurso. Así podemos entender a aquella mujer que se dice empoderada, pero que no logra la “felicidad” si no es al lado de un sujeto.
La producción musical de Laferte en 2017 nos ofrece un vasto material que resulta paradójico entre una letra y otra. Así, nos encontramos con esta composición que retrata la sumisión propia de la llamada “Cenicienta”.
Cuando quiero ser tu sombra.
Es difícil encontrar alguna luz,
más cuando quiero ser tu agua,
vas a beber a otro río a otra playa
(Laferte, 2017, pista 6)
Existe cierta resistencia a mostrarse inferior al hombre. Por ello, la protagonista de la letra, aunque expresa el deseo de ser la sombra y permanecer detrás de la posición simbólica ocupada por el hombre, reconoce que esto no será posible debido a la ausencia de luz, es decir, a la falta de circunstancias que le permitan asumir ese rol.
Se desprende de ello una docilidad latente, una sumisión que solo emergerá si se dan ciertas condiciones. Así, la mujer que se ha proclamado empoderada, por más éxito que ostente socialmente, terminará sometiéndose ante un “santo varón”.
La figura femenina oculta en esta letra parece haber experimentado una serie de episodios que la han relegado a una posición inferior. Cada vez que ha intentado ocupar un lugar igual al del hombre, cuando ha buscado una simbiosis en la que ambos puedan equilibrarse, él ha escapado para refugiarse con otras mujeres, dejando en claro que ella debe ocupar un sitio subordinado.
Existe, entonces, un yugo que ata y sujeta a la protagonista al papel de una eterna Cenicienta.
Y aunque el agua del mar,
sea salada
Te empecinas con la idea de beber
(Laferte, 2017, pista 6)
Aquí se valida la posibilidad de sugerir dos lecturas: una desde las palabras de la mujer dirigidas al hombre y, a la par, otra hacia ella misma.
Desde la óptica dirigida al sujeto masculino, ella le advierte que, al marcharse con otras mujeres, no encontrará agua dulce ni alguien tan benéfica que sacie su sed como ella. Sin embargo, el hombre es autodestructivo y parece no estar interesado en quedarse, lo que evidencia un claro empecinamiento por parte de la mujer en retenerlo a su lado.
Cabe mencionar a aquellas mujeres que, cansadas de las ausencias de sus parejas, de ser constantemente dejadas solas en el hogar y con suficientes indicios de infidelidad, optan por colocarse una venda y continuar con el autoengaño. No desean perder la “protección» que, según su percepción, les brinda la presencia de su “hombre”.
El texto también toma la arista de alguien hablándose a sí misma. La mujer sabe que el hombre es infiel, que no se conforma solo con su presencia y su amor, sino que busca constantemente nuevas experiencias en otros brazos. Aun con este conocimiento, ella se aferra a beber de esa agua, aun cuando hacerlo solo aumentará el riesgo de llevarla a la muerte.
Se presenta aquí un deseo recurrente: cuando se bebe agua salada, el efecto es contrario al esperado, pues la sed, en lugar de disminuir, aumenta, y el proceso de deshidratación se intensifica. Esto parece adquirir un carácter profético en estas líneas: la mujer posee un deseo que, al beber simbólicamente el agua salada, no solo no se sacia, sino que se vuelve más intenso. Un detalle que no resulta en absoluto baladí ni circunstancial.
Yo te qui, yo te qui,
yo te quiero Con raíces,
pero en libertad
Yo te qui, yo te qui,
yo te quiero.
Pero hasta cuando te tendré que esperar
(Laferte, 2017, pista 6)
La paradoja latente regresa: el rechazo al sometimiento y, al mismo tiempo, la necesidad de estar atada hasta la raíz. Aquí se configura una falsa idea de libertad, pues esta no parece ser un anhelo genuino dentro de la pareja, sino más bien un reclamo por su propio sometimiento, disfrazado de libertad, al deseo de un sujeto. La separación es inconcebible, ya que ambos forman parte de un mismo espíritu.
Desde su perspectiva, al saberse parte de la misma raíz, esperará lo necesario, sometiéndose a la tortura de la incertidumbre, ya sea porque encuentra cierto goce en estos estados o porque necesita sentir la protección permanente del varón. Su ausencia resultaría insoportable y su ser se tornaría sumamente endeble.
Cuando quiero ser tu estrella,
hay una luna deslumbrante
que me opaca .
Y aunque sé que no soy la más bella,
este amor por ti hasta mata
(Laferte, 2017, pista 6)
Resulta evidente la forma en que se ha concebido: inferior al hombre. Él es y debe ser el pilar más fuerte de la relación, ocupar el lugar desde donde habrá de protegerla. El fin ha de justificar los medios. Su brillo de estrella es considerablemente menor que el de la luna; no posee destellos fulgurantes que puedan asemejarse al resplandor perlado que emite el «hombre”.
Nuevamente, aparece la justificación de su sometimiento. Ante la probable ausencia o infidelidad del sujeto, ella solo busca dejar en claro que su amor es inmenso, lo único que no debe generar duda. Se conceptualiza a sí misma como una mujer cuya belleza se ve reducida a parámetros restrictivos, sometiendo también las relaciones a la apariencia. En este terreno, sus cualidades la colocan en una desventaja abismal frente a la belleza que puedan poseer otras mujeres. Así, encuentra el pretexto ideal para justificar la culpa que, de otro modo, la consumiría.
La cultura de la belleza estereotipada también juega un papel fundamental en la manera en que la protagonista de estas letras se concibe a sí misma, pero, más aún, en cómo justifica los deslices de su “protector”. La culpa será disculpada por la misma cultura, que la mantiene atrapada en este síntoma. Valdría la pena recordar aquel título de la canción de Héroes del Silencio, La apariencia no es sincera (1993).
En la plataforma de videos YouTube circulan un par de grabaciones que sugieren que Laferte se inspiró en la que quizás sea la canción más conocida de su trayectoria. El primero puede resumirse en estas palabras presentes en el video:
“Al momento de escribir la canción Laferte se encontraba atravesando una ruptura amorosa, pero que término de la peor manera, ya que según ella, le fueron infiel, lo cual la llevó a una profunda depresión y pensar en el suicidio.[…] En una entrevista la cantante dice lo siguiente: Le digo a mis amigas ahora voy a hacer una canción súper buena y que me va a ayudar a que se me quite toda esta tristeza, […] grabó en el teléfono la melodía.[…] Según cuenta la canción fue grabada con un video celular en la habitación, dicho video fue grabado por una de sus amigas, quien le preguntó si podía subirlo a Internet, a lo que la cantante respondió que sí, nadie lo va a ver. Jamás se imaginó lo popular que se volvería esa triste canción (Villegas, 2017, págs. 1:09 min-2:50min).
El deseo de liberar material reprimido es evidente; la composición se convierte en un medio de sublimación. Si la cantante ha logrado transmitir a sus fans el mismo sentimiento de depresión, e incluso de suicidio, la sobredeterminación inherente resulta inminente. Si fue un video casero lo que la catapultó a la fama, es porque logró algo más que simplemente hacer música o componer; es verosímil señalar la existencia de un fenómeno de identificación.
En el otro video, se escucha en su propia voz lo siguiente:
“Ya tengo una canción súper triste, que me pusieron el cuerno, si es verdad, esto va en serio, me pusieron el cuerno, hace como un año, me dio depresión, me quise suicidar (ríe), de que se ríe si es verdad (le señala a alguien del público), ¿por qué se burlan de mi desgracia? (ríe), bueno, entonces, se llama tu falta de querer” (amadeus, 2016, págs. 0:05min-0:27min)
Parece que la canción ha dejado en el inconsciente gran parte de su composición, junto con los sentimientos que la motivaron y que ahora han sido reprimidos. La risa actúa como un mecanismo de defensa para evadir lo traumático que pueden resultar ciertos recuerdos; en este caso, la risa de Laferte funciona como una forma de censura ante la evocación de esos momentos. Analicemos esta postura de Freud:
Podemos considerar el humor como la principal de las funciones de defensa, que desprecia sustraer a la atención el contenido de representaciones ligado al afecto doloroso. Para conseguirlo, encuentra el medio de despojar de su energía a la preparada producción de displacer y la convierte en placer sometiéndola a la descarga. Es también sospechable que sea de nuevo la conexión con lo infantil lo que le permite llevar a cabo esta función, pues en la vida del niño se producen intensos afectos dolorosos, de los que el adulto reirá como ríe el humorista de los de igual género que le asaltan en la edad adulta (Freud, 1991, pág. 221)
Mon muestra cómo la experiencia ahora le resulta trivial; de hecho, encuentra placer en recordarla. Ríe, del mismo modo en que los mexicanos reímos al evocar la “chancla voladora” de mamá, no porque haya sido doloroso, sino porque nos remite al afecto materno. Así, un año después del evento, Laferte sigue utilizando la risa como un mecanismo de defensa.
Hoy volví a dormir en nuestra cama Y todo sigue igual
El aire y nuestros gatos, nada cambiará
Difícil olvidarte estando aquí, oh
(Laferte, 2015, pista 7)
Encontramos a una mujer que, lejos de intentar alejarse de la melancolía, busca con empeño que esta tenga su espacio. Es evidente que el ambiente, por su parte, no desea ni pretende cambiar. Si nos limitamos a la interpretación de que esta composición surge de la infidelidad de su pareja, no percibimos la dificultad de olvidarlo, sino la falta de deseo de hacerlo. Esto se puede explicar por la construcción codependiente hacia el varón, cuya ausencia la dejaría desprotegida.
Se podría suponer que, si un lugar o ambiente trae consigo recuerdos que, a su vez, pueden ser percibidos como dañinos o desagradables, la decisión más sensata sería alejarse de ese lugar. Así, quien atraviesa una situación análoga, pero sin el síntoma de “cenicienta», tiende a huir de esos espacios y regresar a la casa de sus padres o a la de alguna amiga. Para Laferte, lo que la sociedad considera doloroso se presenta bajo esta apariencia, pero se experimenta como un gozo. Es como aquella mujer que, aunque sea independiente económicamente y quizá el pilar más fuerte del hogar, somete sus decisiones a la voluntad de su marido. Todo debe ser como él lo disponga: la decoración del hogar, el garaje, la vivienda. En esencia, podría parecer un castillo digno de la Cenicienta, pero no es más que el palacio de su príncipe azul.
Te quiero ver
Aun te amo y creo que hasta más que ayer
La hiedra venenosa no te deja ver
Me siento mutilada y tan pequeña
(Laferte, 2015, pista 7)
La confesión la hace ella misma y ríe; le pusieron el cuerno. Al escuchar esta interpretación, el sentimiento impreso se vuelve tangible. Así, aquella mujer que alcanza la identificación y un estado simbiotico, después de atravesar mil circunstancias, querrá volver a ver al infiel. Como en la comedia heredada del teatro, esto se repetirá de forma permanente, como un bucle temporal, el retorno infinito de lo idéntico. Todo comenzará y terminará solo para volver a empezar. De esta manera, se puede entender que no solo no guarda rencor, sino que su amor creció aún más después de la infidelidad. Así, el hombre que llega con manchas labiales, oliendo a licor y con numerosas pruebas en su contra, encontrará que estos son los argumentos más sólidos para que lo interiorizado como amor, en lugar de desvanecerse, se vuelva más fuerte, como la mítica Hidra de Lerna.
Quedan pendientes, para otra entrega, las bases teóricas más sólidas para definir el carácter masoquista que, en este síntoma descrito y develado en la lírica de esta famosa cantautora, sigue teniendo vigencia, a pesar del cambio paradigmático de la cultura. No es casualidad que Freud, en sus últimos textos, haya configurado este malestar como parte de la cultura.
Trabajos citados
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