La palabra escrita y el deseo de escribir son el hilo conductor de El libro vacío (1958) de Josefina Vicens, la novela con la que obtendría el premio Xavier Villarrutia. Con esta obra literaria la autora abrió la puerta a su historia dentro de la literatura mexicana para situarse como una de las escritoras más importantes del siglo XX.
La novela finca sus cimientos sobre el personaje protagonista, José García, quien es un contador que decide romper con la terrible monotonía de los días circulares y de la vida gris. Para eso compra dos cuadernos en los que comienza su aventura en la escritora.
La obra trascendió el tiempo en que fue escrita y se trata de un referente en las letras nacionales.
Hoy te presentamos la introducción y al final una liga en la que puedes descargar el libro:
El libro vacío
Por Josefina Vicens
A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente.
No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: “tienes que hacerlo…, tienes que hacerlo”. De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor.
Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo semejante, muy semejante.
Al decir “hacérmelo perdonar”, me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, contenido por mí, pero nunca vencido. Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose. Pero, a veces me he preguntado: ¿quién a quién? Llega a perderse todo sentido. Lo único que preocupa es que no se alcancen. Sin embargo debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo.
¡Ah, quisiera poder explicar lo patético de este enlace! No sé si es esta mitad de mí, ésta con la que creo contar todavía, ésta con la que hablo, la que, agotada, se ha sometido a la otra para que todo acabe de una vez, o si es la otra, ésa que rechazo y hostigo, ésa contra la que he luchado durante tanto tiempo, la que por fin se yergue victoriosa.
No sé; de todos modos es una derrota. Pero tal vez una derrota buscada, hasta anhelada. ¿Cómo voy a saberlo ya? Sé que solamente bastaría un momento, éste, o éste, o éste… cualquier momento. Pero ya han pasado varios; ya han pasado los que gasté en decir que podrían ser los finales. Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más… y yo habría vencido.
Bueno, no yo, no yo totalmente; pero sí esa mitad de mí que siento a mi espalda, ahora mismo, vigilándome, en espera de que yo ponga la última palabra; viendo cómo voy alargando la explicación de la forma en que podría vencer, cuando sé perfectamente que el explicar esa forma es lo que me derrota.
No escribir. Nada más. No escribir. Ésa es la fórmula. Y levantarme ahora mismo, lavarme las manos y huir. ¿Por qué digo huir? Simplemente irme. Tengo que ser sencillo. Debo irme. Así no tengo que explicar nada.
Debo poner un punto y levantarme. Nada más. Un punto común y corriente, que no parezca el último. Disfrazar el punto final. Sí, eso es.
Aquí.
Eso es, pero ¿para quién? Deseo aclarar esto. (Es sólo un pequeño, momentáneo retorno, después me iré.) Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo. Parece lo mismo, ya sé que parece lo mismo. ¡Es desesperante! Sin embargo, sé que no es igual. Por lo contrario, sé que es absolutamente distinto, terriblemente distinto. Porque el dejar de hacerlo quiere decir haber caído y, no obstante, haber salido de ello. Es la verdadera victoria. El no hacerlo es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas.
¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo. Ahora pienso que lo importante, lo valioso sería precisamente no hacerlo. Esa lucha, esas heridas de que hablé antes tan… ampulosamente, no son más que el escenario y el decorado de la actitud.
¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?
Es mucho más fácil: sencillamente no escribir.
Pero entonces resulta que queda en la sombra, oculta para siempre, la decisión de no hacerlo. Y esa intención es la que me interesa esclarecer. Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo. Perdonen. Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte:
****
Hoy he comparado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles. Creí que era más fácil. Pensé, cuando decidí usar este sistema, que cada tres o cuatro noches podría pasar al cuaderno dos una parte seleccionada de lo que hubiera escrito en éste, que llamo el número uno y que es una especie de pozo tolerante, bondadoso, en el que voy dejando caer todo lo que pienso, sin aliño y sin orden. Pero la preocupación es sacarlo después, poco a poco, recuperarlo y colocarlo, ya limpio y aderezado, en el cuaderno dos, que será el libro.
No; creo que no lo haré nunca.
Me sorprende poder escribir: “creo que no lo haré nunca”. Pero esta noche estoy tranquilo, sereno, resignado mansamente al fracaso. También me sorprende poder escribir la palabra “mansamente”, aplicándola a mí mismo, porque la tenía reservada para mi madre. Pensaba: cuando yo la describa en alguna parte del libro, usaré varias veces el término “mansamente ”. A costa de esa palabra tengo que revelarla. Para mí había preparado otras. Hoy no importa usar aquélla. Esta noche soy verídico. (No me gusta esta última palabra: es dura, parece de hierro, con un gancho en la punta. En el cuaderno dos la suprimiré.) Soy sincero. Esta noche soy sincero.
Sé que no podré escribir. Sé que el libro, si lo termino, será uno más entre los millones de libros que nadie comenta y nadie recuerda. A veces repito mi nombre: José García. Lo veo escrito en cada una de las páginas. Oigo a las gentes decir: “ el libro de José García”. Sí, lo confieso. Hago esto con frecuencia y me gusta hacerlo. Pero de pronto, violentamente, se rompe todo.
¡Qué absurdo, Dios mío, qué absurdo! Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea, ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? ¿Quién es ese José García que quiere escribir, que necesita escribir, que todas las noches se sienta esperanzado ante un cuaderno en blanco y se levanta
jadeante, exhausto, después de haber escrito cuatro o cinco páginas en las que todo eso falta?
Hoy descanso. Hoy digo la verdad. No podré escribir jamás. ¿Por qué entonces esta necesidad imperiosa? Si yo lo sé bien: no soy más que un hombre mediano, con limitada capacidad, con una razonable ambición en todos los demás aspectos de la vida. Un hombre común, exactamente eso, un hombre igual a millones y millones de hombres. ¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo? ¿Por qué habita esta espléndida urgencia en tan modesto, oscuro sitio?
Pensé que era fácil empezar. Abrí un cuaderno, comprador expresamente. Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados, puse: Capítulo I. — Mi madre. Pero inmediatamente sentí el temor. No, no puedo comenzar con eso. Parecería que como no tengo nada importante que decir empiezo por los primeros pasos, por el balbuceo. Pensarían que para no caer me aferro a la falda de mi madre, como cuando era niño.
Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás, y por lo tanto puedo relatar lo que quiera: mi madre, mi infancia, mi parque, mi escuela. ¿Es que no puedo recordarlos? Los escribo para mí, para sentirlos cerca otra vez, para poseerlos. El niño, como el hombre, no posee más que aquello que inventa. Usa lo que existe, pero no lo posee. El niño todo lo hace al través de su involuntaria inocencia, como el hombre al través de su congénita ignorancia. La única forma de apoderarnos hondamente de los seres y de las cosas y de los ambientes que usamos es volviendo a ellos por el recuerdo, o inventándolos, al darles un nombre. ¿Qué sabía de mi madre cuando tenía yo nueve años? Que existía, solamente. “Mamá está durmiendo…, mamá ha salido…, mamá se va a enojar…” Éramos entonces demasiado reales, demasiado actuals para poder darnos cuenta de lo que éramos y de cómo éramos.
Pero claro, yo mentía deliberadamente. No escribo para mí. Se dice eso, pero en el fondo hay una necesidad de ser leído, de llegar lejos; hay un anhelo de frondosidad, de expansión. Entonces pensé que no podia usar situaciones y sentimientos personales que reducirían, que localizarían el interés. Y empezó la lucha por atrapar el concepto, la idea amplia, de entre el montón de paja acumulado en mi cuaderno número uno. Es lo difícil. Del párrafo anterior, por ejemplo, me gusta esto: “regresar, por el recuerdo, para poseer con mayor conciencia lo que comúnmente solo usamos”. Pienso: ¡en torno a esto, en torno a esto hay que poner algo! Pero la frase se me queda así, seca, muerta, sin el calor que tiene cuando la empleo para justificarme.
Alguna vez creí que no era bueno el sistema de tener dos cuadernos. Para el número dos no encontraba nada digno, nada suficientemente interesante y logrado. Tiene que ser directo, decidí, y me puse a escribir con valor, sin titubeos, resuelto a empezar. Al día siguiente tuve que volver al antiguo método. Sólo había escrito:
“Estoy aquí, tembloroso, preparado, en espera de la idea que no llega. Es un momento difícil. Al principio uno no sabe cómo hacer para atrapar a los lectores desde la primera palabra. A los lectores o a uno mismo. Uno puede ser su lector, su único lector, eso no tiene importancia. Escribo para mí; que quede bien entendido. ”Escucho con avidez los ruidos de la casa; dirijo la mirada a todas partes. De alguna tendrá que venir una sugestión, un recuerdo, una voz…”
¡Los ruidos! ¿Qué puedo recibir de ellos, conocidos hasta el cansancio? Hay uno: el murmullo tierno de una mujer que va y que viene haciendo cosas mínimas. Por el número de pasos sé perfectamente en dónde se encuentra y a dónde se dirige. En la cocina, el discreto ruido personal se acompaña de otro, peculiar y molesto. Parece que el simple hecho de que alguien entre en la cocina pone en movimiento los platos, los cubiertos, la llave del agua. Hay un tintineo y un gotear enervantes. Además, fatalmente, algo cae. Menos mal si se rompe, porque entonces el ruido termina pronto y tiene una especie de justificación dramática. Lo terrible es cuando caen esas tapas de peltre o aluminio que siguen temblando en el suelo, en forma ridícula, y que no sufren daño alguno con el golpe. Es inevitable; cuando ella entra a la cocina tengo que permanecer quieto, prevenido para que no me sorprenda el estrépito. Esto me hace perder tiempo pero, debo decirlo, en el fondo me agrada encontrar una excusa para quedarme un rato en blanco, para legalizar un momentáneo descanso.”
Eso era todo. Naturalmente no lo utilicé. No tiene interés. No sé cómo empecé a hablar de esos ruidos domésticos que de tan oídos nadie escucha ya. Salió tal vez por el miedo que tengo a lo que ocurre después: ella que se acerca y entra en mi habitación secándose las manos. Luego, todavía húmedas, las pone sobre mi cabeza y pregunta, como todas las noches:
—¿Estás cansado?
Antes de oír mi respuesta lanza una mirada al cuaderno, casi vacío. ¿Para qué ve el cuaderno? ¿Para qué me pregunta? ¿Cómo voy a contestarle que sí, que estoy rendido, exhausto de no haber escrito una sola línea? ¿Cómo lo va a entender si ella, mientras tanto, ha hecho una serie de cosas rudas; ha caminado por toda la casa, llevando, trayendo, lavando, limpiando…? ¿Cómo va a entender que esas cosas, que se pueden hacer pensando en otras, no agotan como las que no pueden hacerse ni pensando constante, profunda, desgarradoramente en ellas mismas?
Lo real, lo que se ve, no obstante, es que ella ha trabajado y yo no. Que ella viene a preguntarme si estoy cansado y que yo no sé qué contestarle. Entonces hago a un lado, rabioso, el cuaderno; me irrita su ternura y aun sabiendo que no existe, simulo percibir un fondo irónico en su pregunta, y contesto con violencia:
—¿Cansado de qué? Ya lo has visto, no he hecho nada. ¡Tú, en cambio, debes estar rendida! ¡Desde hace dos horas estás haciendo cosas importantes!
Permanece callada un momento. Después dice:
—Importantes no, pero hay que hacerlas… Y sí, estoy cansada. Buenas noches.
¡Ya está! ¡Ahora la vergüenza de haber sido injusto! La severidad, la razón, la eficacia están con ella siempre. Todo lo limpio y claro le pertenece. Es, ha sido toda su vida, un bello lago sin el pudor de su fondo.
Se asoma uno a él y lo ve todo; lanza uno la piedra y puede contemplar su recorrido y el sitio en que por fin se detiene. No queda nunca zozobra ni duda; sólo remordimiento.
Y después buscar la reconciliación, dar la excusa… Lo mejor es recurrir a explicaciones comunes: fatiga, nervios. Aunque la realidad sea bien distinta. Me gustaría decirle:
—Te trato mal porque me molesta tu equilibrio, porque no puedo tolerar tu sencillez. Te trato mal porque detesto a las gentes que no son enemigas de sí mismas.
Pero… ¡cómo voy a decirle esto a quien vive sostenida por su propia armazón, alimentándose de su rectitud, del cumplimiento de su deber, de su digna y silenciosa servidumbre!
Pero tampoco puedo decirle:
—Perdóname, tienes razón. Te trato mal porque he pasado toda la noche empeñado en hacer algo imposible, superior a mis fuerzas… porque lo sorprendiste y me avergoncé.
No puedo porque provocaría una de esas escenas sentimentales que la obligan a decir cosas falsas, en las que ella no cree y que me dan la impresión de que me están untando pomadas en la cara:
—No lo tomes así, no te desesperes… ¡Claro que puedes escribir! Lo que pasa es que hoy estás cansado, mañana saldrá mejor, ya lo verás.
¡Mentira! En el fondo ella tampoco cree que yo pueda escribir un libro; ¡ni le importa que escriba o no! Es decir, no le importa lo que escriba. Le gustaría que pudiera hacerlo, pero sólo como forma de tranquilizarme. Todo lo ve al través de mi cuerpo: mi peso, mi estómago, mi garganta… No se decide a interponerse directamente, pero tiene un sordo rancor porque intuye mi desaliento.
Un día se atrevió, el único:
—¡Deja ya esa locura, te estás acabando! ¡No sé por qué te empeñas en
escribir!
¡La hubiera matado en ese momento!
Pero todo lo hace por mi bien, por lo que ella cree que es mi bien. Lo comprendo perfectamente; por eso es más difícil la situación, porque no puedo evitar tratarla con aspereza cada vez que me ve escribiendo y me interroga, creyendo halagarme.
Y después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consolado y confesarle lo que no quiero confesar a nadie. Entonces me da miedo hablar. Quisiera que bastara con acercarme a ella y mirarla profundamente. ¡Las palabras! Las palabras que tienen que explicarse, que matizarse, que contestarse. ¡Y pedirle perdón! Esto es lo que temo, porque entonces afirma sus ideas, que son justas, pero que no lo son. Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo. Mi abuela me pidió perdón un día; un perdón tierno y altivo que no olvidaré nunca. Yo era su nieto preferido y merecía la distinción porque ella era mi abuela preferida. Cierto que no conocía a la otra, que vivía en España y que no me interesaba lo más mínimo, pero tenía buen cuidado de hacerlo notar:
—Mis hermanas dicen que tenemos otra abuelita…. la tendrán ellas…. para mí tú eres la única.
Lo decía para halagarla, pero cuando un día recibimos de España una carta de luto, anunciando que mi abuela había muerto, yo sentí un extraño remordimiento. Esto me hizo recordarla mucho más tiempo del que mis hermanas, que nunca la negaron, emplearon en olvidarla porcompleto.
Mi abuelita me decía unas cosas que cuando estábamos solos me gustaban, pero que me avergonzaban en presencia de mis hermanas o de los muchachos vecinos. Siempre me comparaba con flores. Parecía que no había belleza en el mundo más que en las flores. Pero eso daba a su ternura un tono excesivamente femenino, que yo no podía tolerar más que en la intimidad:
—¡Mi rosita de Castilla, mi rosita de Jericó, mi botón de rosa! Yo no me atrevía a pedirle que no me dijera en público esas cosas. Un día, sin embargo, fui rodeándola con preguntas:
—Abuela, ¿qué es Jericó?
—Jericó, hijo, es donde se dan las rosas más bonitas.
Seguramente ella no sabía dónde estaba Jericó, porque inmediatamente explicaba:
—Son unas rosas preciosas, lo dicen los libros. Tú eres mi rosita de
Jericó.
—Pero… abuela. ¡No me digas así, por favor…!
No había forma. Ella se reía de estos brotes de hombría, me abrazaba y volvía a llamarme su rosita de Castilla, de Jericó y de otros lugares que ahora no recuerdo.
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Josefina Vicens (Tabasco, 23 de noviembre de 1911 – Ciudad de México, 22 de noviembre de 1988), conocida también por sus seudónimos Pepe Faroles, José García y Diógenes García, fue una novelista, periodista, guionista de cine y feminista mexicana. Aunque algunos estudios vinculan a la autora con La Generación del Medio Siglo debido a sus años de producción, se le considera una escritora inclasificable.