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El amor y el dilema del Erizo

“El colmo de la infelicidad es ciertamente no ya deleitarse en las cosas vergonzosas, sino complacerse en ellas; cuando aquellos que fueron vicios se transforman en costumbres ya no hay remedio”.Seneca El neurólogo alemán Sigmund Freud teorizó una diferencia entre el enamoramiento y el deseo sensual. Mientras el primero se basa en la busca de […]

Cuando el ideal de pareja se desvanece y comienza una nueva construcción

Por Ramón Gilberto Gutiérrez Mora / 23 de abril de 2025

“El colmo de la infelicidad es ciertamente no ya deleitarse
en las cosas vergonzosas, sino complacerse en ellas;
cuando aquellos que fueron vicios
se transforman en costumbres ya no hay remedio”.
Seneca

El neurólogo alemán Sigmund Freud teorizó una diferencia entre el enamoramiento y el deseo sensual. Mientras el primero se basa en la busca de un ideal que no va más allá del propio ideal del Yo —amamos a causa de las perfecciones a las que hemos aspirado para nuestro propio Yo y que quisiéramos ahora procurarnos por este rodeo, para satisfacción de nuestro narcisismo—, por otro lado, el deseo sensual es un amor corriente y se consagra solo a una pulsión meramente sexual.

Sigue siendo el amor un estigma, algo subjetivo que ronda en las tardes de café o de cerveza, objeto de análisis tanto en hombres como en mujeres, una pulsión por entender la naturaleza de aquello que nos ha dejado en estado de indefensión. Para el psicoanálisis no va más allá del propio narcisismo: es una puerta de percepción que completa mis ideales a los que se aspira. Aquí toma forma cómo se va conceptualizando el amor, que se ha instituido como una pulsión primaria e irreductible, algo que está apegado al instinto gregario, a la imposibilidad de estar solo. Estas arbitrariedades culturales que están implícitas en los cuentos de hadas, en las telenovelas de hoy en día, en los films amorosos de Hollywood, no hacen sino legitimar esta visión sintomática. Si el amor es una reproducción del ideal del Yo, entonces aspira a ser un constructo sesgado por lo que la sociedad desea que sea, dada la génesis de la idealización, llegando a la conclusión lacaniana de que se es en cuanto el otro desea.

Por otro lado, y retomando a Freud, el amor no está reducido a la pareja o a lo sexual; el amor es una ligazón afectiva que debe su genealogía inicialmente al apego a los padres, y que se reproduce en todos aquellos en quienes sentimos lazos afectivos: amigos, maestros, vecinos, etc. Por lo que, en la teoría de la libido, esta descarga de energía afectiva no es exclusiva entonces de la pareja: el amor es algo más amplio, ligado a la libido. De aquí nace el amor que se procesan los grupos religiosos o de cualquier índole, dado que al existir un lazo afectivo que descarga energía libidinal y que, por otro lado, tienen en común la identificación a un ideal compartido —que es la figura del dios que profesan—, tienen en común el ideal del Yo al que aspiran ser.

En lo que respecta a la pareja, cuando decide compartir su vida, la idealización tiende a deformarse, ya que, como lo escribió Tolstoi (2012) en La sonata de Kreutzer, durante el filtreo todo está enmascarado, el ideal que emanaba no era en verdad genuino, por lo que al mostrarse realmente como se es, parte de ese ideal se desvanece y comienza una nueva construcción. Para esto nos sirve aquella magnífica parábola escrita por el maestro Schopenhauer en El dilema del erizo, donde nos cuenta que:

«En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados. Cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que les impulsa a alejarse de nuevo. Sin embargo, como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: herirse con la cercanía de los otros o morir. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta que encuentran una óptima, en la que no se hacen demasiado daño ni mueren de frío«. (2006, p. 176)

Lo escrito por el filósofo alemán, en su modo cruel y descarnado de ver lo real, cobra especial relevancia en lo que acontece después del enamoramiento y su choque con lo real. Desde la lógica freudiana, la necesidad de darse calor encarna la necesidad de alcanzar el estado ideal del Yo; el no morir congelados nace de la pulsión gregaria, del no querer estar solos, y a esto se añaden las imposiciones sociales. Cuando se acercan demasiado, se dañan; se interpreta como la codependencia emocional a la que se ciñen las parejas, pero que, para la psiquis individual, no logra completarse. La conciencia se da cuenta de que, si bien el ideal lo encarna o completa otra persona, eso no suple sus propias carencias, lo que hace tenderse a alejarse.

El dilema, entonces, está en elegir: si me apego, aunque me lastime, o me alejo, aunque pueda perecer en la soledad. Las parejas que encuentran este equilibrio, para no alejarse tanto que puedan perecer aislados el uno del otro, como para no acercarse tanto y encontrarse con lo verosímil de la realidad. Aunque, por otro lado, en una tendencia autodestructiva, hay quienes deciden permanecer más juntos, aunque se dañen. Esto se da cuando el sentimiento de culpa es el motor y no la consecuencia, pero esto merece una mención y un análisis aparte.

Trabajos citados

Tolstoi, L. (2012). La sonata a Kreutzer (Primera ed.). (L. A. Irene Andresco, Trad.) Madrid, España: Alianza editorial.

Schopenhauer, A. (2006). Parerga y Paralipomena. Buenos Aires: Editorial Gredos.

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