Félix no tosía. Tampoco presentaba falta de aliento o cansancio, pero esa voz infantil engrosada en cuestión de horas y sus antecedentes de bronquitis asmático hicieron que esa noche Sergio, su padre, esperase lo peor y solicitara un taxi para acudir al hospital público más cercano.
Después de una espera de dos horas para ser atendido en Urgencias y la debida prescripción de medicamentos, lo dieron de alta. Regresarían a pie para ahorrarse el taxi, aprovechando que afuera hacía buen clima y el viento apenas contaba con la fuerza suficiente para cobrar visibilidad mediante el sonido: cantaba a través de las hojas de los árboles, silbaba en las aristas de los edificios y, cuando se presentaba alguna racha más fuerte, aullaba rebanado por los cables del tendido de luz. A pesar de su voz ronca, Félix estaba en condiciones de caminar los cuatro kilómetros que separaban al hospital de su casa.
Durante el regreso, Sergio notó el entusiasmo de su hijo al caminar por las calles desiertas, o casi. Era la primera vez que lo sacaba en la madrugada. El chico contemplaba extasiado a su alrededor la quietud, el silencio interrumpido de vez en vez por un pelotón de carros que se ponían en marcha al cambiar a verde la luz de algún semáforo. Félix encontraba algo especial en los pasos apurados de un transeúnte hacia su trabajo, en el tímido tic tic tic de las bicicletas cuando los repartidores del diario avanzaban sin pedalear, en el olor que escapaba del humeante horno de alguna panadería a oscuras y en el fugaz estéreo de un auto trasnochado, cuya música denotaba el deseo de su conductor por seguir la fiesta. De vez en vez aparecía un auto solitario o una ambulancia; en su ruido del motor, del rodar de llantas o aullido de la sirena, también encontraba solaz. Le gustaba quebrarse la cabeza tratando de comprender ese extraño efecto en que el sonido cambiaba de agudo a grave, tras acercarse a ellos y pasarlos de largo.
Cuando los autos ganaban distancia y con ellos se iba el ruido de sus motores y neumáticos, Félix volvía a contemplar el silencio, los gritos de neón en los aparadores, los semáforos que a nadie daban órdenes, y el asfalto vacío, fresco y liso, sobre el cual se le antojaba acostarse sin temor.
—Ni se te ocurra hacer eso —le advirtió su padre.
A menudo aparecía una camioneta de la policía, o una célula mixta con fuerzas municipales, estatales, y soldados; siempre con las torretas encendidas. Ellos no hacían alto en ningún semáforo, pasaban de largo si no había nadie, o si encontraban un carro detenido, lo rebasaban por los carriles contrarios, confiados en el escaso tráfico de esas horas. Habían vuelto los operativos conjuntos, como hacía ya doce años, aunque sin anuncios espectaculares, sin propaganda en radio y televisión, sin actos protocolarios de gobernantes, comandantes policiales y mandos castrenses. Apenas una nota en los diarios locales. Hacía mucho que esos operativos ya no eran novedad y a la gente había dejado de impresionarle las noticias de ejecutados, decapitados o descuartizados, de tanto que se acostumbraron a ellas. Por eso, al ver un convoy policiaco acompañado de militares, ni Félix ni Sergio se preguntaban a dónde iban, o qué habría pasado.
—Se me oye suave la voz —dijo Félix—. ¿Ya se me irá a quedar así?
—No creo. Ya mero te cambia, pero dudo mucho que se te vaya a escuchar igual que ahora.
Llegaron a un nuevo semáforo. Había tres autos en luz roja, uno en cada carril. Poco después llegó un convoy de vehículos policiacos, con las torretas encendidas. Apenas llegaron al crucero, encendieron la sirena para que los autos que pudieran cruzarse con luz verde se detuvieran a abrirles paso. Tras pasar la intersección, apagaron la sirena y volvieron a su plácido patrullaje.
—Ha de estar chido trabajar así como ellos, en la calle, respetados por todos.
Sergio sabía que a Félix siempre le habían gustado las armas. Lo confirmaba cada vez en su mirada cuando veían juntos películas de acción, en la fijeza con que observaba el armamento de policías y militares, tanto a lo lejos como cuando se le cruzaban de cerca, y en la emoción que reflejaba cada vez que los veía. No era una profesión que deseara para su hijo, pero al ver su apasionada admiración por la disciplina castrense y el interés con que seguía las novedades sobre armamento en revistas y páginas de internet, Sergio vislumbraba que su hijo se dedicaría a las fuerzas armadas.
—Así es, hijo. Pero si llegas a ser policía, tú no vayas a andar de mamón prendiendo la sirena nomás para cruzar la calle.
—¿Qué pues, jefe? ¿Cómo cree?
A veces, Sergio dudaba si Félix tenía una verdadera vocación por las armas, o si solo se trataba de una afición que se disiparía con el tiempo, con el crecimiento, con la llegada de nuevas experiencias, problemas e intereses.
Caminaban por una amplia curva que hace la avenida principal, cuando ambos sintieron una mirada. Venía de un Mustang amarillo, con una franja negra en los costados, llantas anchas y rines de aluminio, estacionado en uno de los cajones de lo que antes fue un intento de discoteca, luego salón de eventos, y ahora negocio cerrado, aunque no abandonado. Sus ventanillas estaban abiertas, y por el lado del conductor asomaba el rostro a tres cuartos de perfil de un hombre en sus treintas que los miraba con el ceño fruncido y desconfiado, con la quijada apretada bajo su bigote delgado. Sin parpadear. Conforme los pasos de padre e hijo se acercaban, su rostro continuó imperturbable, como una amenaza silenciosa, cercana a lo tangible. Les sostuvo la mirada, con una tensión creciente.
—Oiga, jefe… ¿y ese güey qué?
Sergio miró a su hijo con un duro gesto de desaprobación. Quiso reprenderlo por su indiscreción, por la imprudencia del lenguaje usado para referirse a ese desconocido, por su actitud retadora; pero no deseaba llamar la atención más de lo que ya lo había hecho. Solo chistó quedamente, y siguieron caminando.
El tipo del auto no cedía en su actitud amenazante. A Sergio no le preocupaba la forma en que el hombre los miraba, pero sí la forma en que su hijo devolvía el gesto, sosteniendo el contacto visual. Félix era casi un adolescente, había dado ya el estirón con el que aparentaba más edad de la que realmente tenía, aunque el bigote y la barba aún no asomaban. Entonces, en un momento, Sergio vislumbró lo que le esperaba a su hijo: competir por las chicas en tardeadas, en bailes de la escuela, en antros; muchas veces, contra otros chavos para quienes la vida no vale nada, como dice la canción de José Alfredo Jiménez, aunque era poco probable que la hubieran escuchado.
Pero ni falta que les hizo haberla conocido. El valor de la vida lo aprendieron de las noticias, lo mamaron de la música, de las narconovelas y narcoseries, de la realidad que les había tocado vivir. Sus padres habían muerto hacía doce años, asesinados, y la violencia era el legado que sus hijos habrían de continuar. ¿Por qué iba a ser difícil matar a alguien, si a sus padres los habían matado tan fácil? La mayoría de las veces no supieron quién los mató, quién se los arrancó, quiénes fueron los truhanes que ametrallaron y truncaron el tronco del cual crecían, dejándolos como hojas a merced del viento y sus nuevos remolinos que los alevantaban. Pudo ser cualquiera, y por eso, cualquiera podría pagar, aportar un poco a la venganza, aportar un poco a mitigar la cuota de dolor en apariencia olvidada.
Pero Félix aún lo tenía a él, a su padre, y mientras viviera, se encargaría de guiarlo.
—Tranquilo —le dijo, modulando el volumen de su voz—, sigue como si nada.
—¿Pero por qué nos mira así? ¿Qué se trae?
Sergio vio de nuevo al hombre. Sostuvo la mirada algunos segundos, en espera de alguna reacción. Luego la volvió a desviar para mirar a su hijo.
—Félix, si en verdad te gustan las armas, tendrás que aprender a tantear a la gente. No nomás en la policía, también en la vida diaria. Te toparás con bravucones, con bules, con pendejos que van a querer probarse que las pueden, sobre todo si eres policía o soldado. Tú sácales la vuelta. A menos que ya estés en el jale, pues va a ser tu chamba atorarle, ni modo. Pero mientras no sea trabajo, tú no te agüites si les sacas la vuelta. No tiene nada de malo no pelear si no quieres hacerlo. Trata de cuidarte, hay unos como ese del carro, que pueden ser muy peligrosos…
—¿Y ese por qué sería tan peligroso, jefe? ¿Crees que tenga un arma?
—Eso no lo sé, Félix.
—Pero pos… naaa. ¿Por qué nos mira tan acá, el güey?
Un grupo de autos se detuvo ante la luz roja del semáforo en la calle que se incorporaba a la curva; entre ellos, un Honda con el escape ruidoso, llegado apenas unos segundos después que los demás. Estaba pintado de vistoso azul celeste y blanco, aunque con una grande mácula color gris en uno de sus costados, producto de la pasta de carrocería aplicada para repararle un golpe. Su defensa trasera lucía caída, atada con un alambre para evitar se desprendiera por completo. Mientras esperaba a que cambiara la luz, dio algunos pequeños acelerones.
—No le hagas caso, Félix, ignóralo.
—¿Y si le caemos, jefe?
La luz del semáforo cambió, las llantas comenzaron a rodar y los motores revolucionaron a velocidad crucero. El escape del Honda sobresalía entre los demás sonidos del tráfico nocturno. Sergio tuvo que elevar la voz.
—No digas tonterías. Ya te dije que puede ser peligroso.
—Naaa, si no trae nada, ¿por qué habría de ser peligroso?
El pelotón de autos de la curva se alejó, junto al ruido de sus motores y neumáticos. El viento dejó de soplar, las hojas de los árboles dejaron de cantar, los cables del tendido eléctrico dejaron de rebanarlo, y las aristas de los edificios se volvieron mudas; como si el mundo hubiese callado para que el desconocido escuchara bien lo que Sergio respondió a Félix en un grito, como si el Honda no hubiese terminado de alejarse aún:
—¡Porque tiene miedo!
Tras decir eso, el viento reanudó su movimiento, hizo cantar de nuevo a las hojas de los árboles, silbar a los cables eléctricos, y a las aristas de los edificios. Ninguno de esos ruidos mereció tanto la atención de padre e hijo como el de una portezuela que se abría y la alarma de la llave aún incrustada en el mecanismo de ignición.
“¡Hey!… ¡Hey!”
—No voltees, Félix. Déjalo.
Pero el hombre insistió. Ante un segundo grito, ambos se volvieron para mirar al desconocido.
“¿¡Cuál pinche miedo, güey?! ¡¿Cuál pinche miedo, puto?!”
Sergio siguió su camino con naturalidad, no así su hijo, quien volteaba hacia el hombre con reiteración.
“¡Véngase! ¡Véngase!”
Félix no pudo evitar dirigirse a su padre.
—¿Qué, jefe? ¿Le caemos, al güey?
—No.
El desconocido caminó unos cuantos pasos, apenas los necesarios para plantarse frente al cofre de su vehículo.
“¡Te estoy hablando, hijo de tu pinche madre!”
—Como te dije, Félix: tiene miedo.
—Pues no lo parece…
—¿Sabes por qué no lo parece? Porque trata de demostrar que no lo tiene.
Mientras Félix decidía por fin ignorar los desfiguros del hombre, por donde andaban pasó un autobús de transporte de personal. Como los demás vehículos, su ruido creció hasta llegar a ellos para luego decrecer tras pasarlos de largo. Durante el lapso, Sergio trató de estar lo más alerta posible a cualquier otro ruido que no fuera el del camión, lo que significaría proximidad del desconocido. Pero, al volver la quietud, escuchó que el hombre seguía gritando con la misma intensidad, aunque con menor volumen, debido a la lejanía que poco a poco incrementaba a cada paso.
“¡Vénganse putos!”
Poco a poco, los gritos perdieron volumen debido a la creciente lejanía.
“¡Los dos cabrones!”
Al escuchar que ahora el tipo involucraba también a su hijo, Sergio volvió la cabeza hacia el desconocido. Estaba ahí, como imaginaba, frente al cofre de su Mustang, los brazos abiertos a los costados, con el pecho afuera, la barbilla levantada, expectante y retador a la vez. Comenzó a temer. No tanto por él, sino por Félix, a quien vio con intenciones de voltear y responder la bravata.
—¡Sigue caminando, chingao!
Este mandato enérgico turbó a Félix quien, un tanto preocupado, obedeció a su padre. Entonces se escucharon algunos pasos del desconocido, seguidos por el ruido de un motor que se encendía. El semblante de Félix lucía ahora menos desafiante, mientras Sergio, al verlo, temblaba por dentro.
—¿Y ahora qué, Jefe?
—Tú sigue igual. Si te digo que corras, corres hasta llegar a la casa.
—Pero, ¿y tú?
—Yo aquí me aviento el tiro.
—Pero, ¿por qué, papá?
Sergio se detuvo y tomó a su hijo por los hombros, para hablarle frente a frente.
—Mira, Félix: a veces los problemas te siguen aunque tú los evadas, aunque les saques la vuelta; te persiguen y te acorralan aunque no quieras; y cuando eso sucede, entonces no hay de otra más que entrarle a lo que se tiene enfrente. Y eso es lo que voy a hacer cuando el güey ese llegue aquí. Por eso, si te digo que corras a la casa, corres. ¿Estamos?
Félix asintió con la cabeza. Una vez seguro de que su hijo había entendido, Sergio lo soltó y continuaron su camino.
El motor del Mustang, extensión de su dueño, comenzó a retar también, con sonoros acelerones.
—Deja que llegue. Luego corres, mientras yo lo entretengo. —dijo Sergio, al tiempo que los músculos de los hombros se le tensaban.
Pero los segundos trascurrían y sucesivos acelerones siguieron, sin que el auto los alcanzara. Entonces, Sergio volteó hacia el Mustang: seguía ahí, en el mismo lugar. Su conductor, al notar que había llamado la atención de Sergio, bajó del carro y siguió con su aspaviento.
Sergio respiró con alivio, aunque también, con cierta decepción.
—Tranquilo, hijo. Ese güey ya no vino —dijo a Félix, con un tono triunfante y divertido a la vez.
—¿Tú crees?
Sergio sonrió con la satisfacción de quien se demuestra que tiene razón.
—Te digo que tiene miedo. Si quisiera venir a madrearnos, ya lo habría hecho sin hacerla tanto de pedo.
Se escucharon nuevos acelerones. Padre e hijo voltearon hacia el Mustang. Al verlos, el desconocido bajó del carro y caminó, otra vez, hacia el frente de su V-8.
“¡Órale pues, putos! ¡Vénganse, culerientos!”
Sergio y Félix volvieron a ignorarlo.
“¡Áhis´tá, áhis´tá! ¡Dos cabrones y se culean! Me dan… ¡Me dan lástima, güeyes!
—¡Y tú me das risa! —respondió Sergio, a lo lejos.
“¡Pues vente! ¡Vente! ¡Para que te sigas riendo, güey!”
Sergio y Félix lo volvieron a ignorar. A su indiferencia, el desconocido respondió con más acelerones. Sergio no necesitaba ver el auto para saber que lo revolucionaba hasta el límite, hasta hacer vibrar el motor sobre sus soportes.
—¡Oye! —gritó Sergio, una vez que lo vio descender del vehículo—. ¿Y qué culpa tiene tu carro?
“¡Que te valga verga mi carro, güey! ¡Vente, puto, vente!”
Se escuchó otra vez el sonido de llantas en el pavimento, atrás de ellos; un sonido creciente que languideció de golpe, no por la lejanía o efecto de la distancia, sino por una súbita disminución de la velocidad. Era un convoy de camionetas de la policía, quienes con torretas encendidas se dirigieron primero al hombre del Mustang.
“Esos que van allá, mi poli… me la hicieron de pedo”.
—¿Sí? ¿Qué le dijeron? —preguntó uno de los policías, sin bajar de la unidad.
—Pos que soy de agua y que se las pelo…
Una de las patrullas se separó del convoy para alcanzar a Sergio y a Félix.
—Nosotros veníamos del hospital, de Urgencias, y cuando pasamos por donde está ese señor, nos empezó a insultar y a retar, así nomás, de la nada. Mire: aquí está la medicina y la receta que nos dieron en el hospital. Cheque la fecha y hora, es de hace ratito, apenas.
—¿Y por qué no se regresan en taxi? —preguntó el oficial.
—Es que no vivimos muy lejos. El domicilio que viene en la credencial de elector es el mismo a donde vamos. Si se fija bien, verá que aquí queda en corto.
El policía revisó el documento y, conforme, les indicó que podían seguir. Luego abordó su camioneta patrulla y retornó a donde el convoy.
—Son un señor y su hijo que vienen del hospital…
El comandante del convoy asintió al escuchar la narratoria del oficial, conforme también. Ahora, se dirigió al desconocido, mientras el resto de los policías se preparaban para registrar el vehículo y dos más se apostaban a los flancos de la zona, en prevención de un posible ataque fortuito.
—¿Usted qué hacía aquí estacionado, señor? —preguntó el comandante.
—Yo estaba aquí, oficial, descansando, cuando llegaron aquellos güeyes…
—¿Y por qué no se fue a descansar a su casa?
El hombre titubeó. Calló. No supo qué responder.
—¿De dónde viene? ¿Anda pisteando?
—No… bueno, sí… este… Bueno, venía de una fiesta y…
—¿Sí o no? A ver, coloque las manos en el cofre. Vamos a revisar la unidad.
—¡Oiga, ¿pero por qué a mí?! Si los que la andaban haciendo de pedo eran ellos…
—Áhi por favor, señor.
—No, oficial, no es justo…
El policía lo tomó por uno de los brazos y lo hizo girar violentamente sobre su eje, para luego arrojarlo hacia el cofre del Mustang con un empujón. El hombre no se sometía, volteaba una y otra vez entre reclamos, solo para que el policía lo volviera a empujar hacia el cofre. Otro oficial registraba el interior del carro, en donde encontró un par de latas de cerveza abiertas.
Ante la evidencia de la falta administrativa, el agente que trataba de someter al desconocido le hizo saber que debería acompañarlos a la estación.
—Chinga tu madre.
Al escuchar el insulto, el policía dio un paso atrás para impulsarse y luego patearlo en las costillas, mientras Sergio y Félix contemplaban la escena a lo lejos. Después del primer golpe, el resto de los patrulleros se acercó, pero no para separar a los rijosos, sino para sumarse a la patiza, rociarlo con gas pimienta y golpearlo en el suelo.
—¿Viste, hijo, lo que le pasó por andar de bule?
Félix asintió. Miraron el arresto una vez más, antes de abandonar la avenida para internarse en una de las calles aledañas. Continuaron su andar un par de cuadras más, entre comentarios animosos de Félix y reiteradas afirmaciones y consejos de su padre, hasta que llegaron a casa. Sergio sacó la llave de su bolsillo para abrir la puerta.
—Oye, Jefe; entonces ese vato es como lo que nos dicen en la escuela, ¿verdad?: una masculinidad tóxica.
Sergio terminó de abrir la puerta y la sostuvo con su brazo.
—Bueno… tampoco me salgas con esas jaladas, hijo.
Y con un movimiento de cabeza, le indicó que ya podía entrar.