Me dejan en la esquina de la Plaza del Periodista, ese espacio que alguna vez tuvo un propósito difuso y que hoy, sin ceremonia alguna, es un estacionamiento improvisado para el Bazar del Monumento. Es poco después del mediodía cuando inicio mi recorrido, como quien entra a un ritual dominguero de objetos insólitos y almas errantes.
Comienzo desde la contraesquina de la plaza, avanzo por la derecha, curioseando entre los puestos, pero pronto me dejo llevar por la intuición y giro hacia el lado izquierdo. Así se despliega la escenografía de mi visita.

Hay más gente que otros días. En este laberinto de vendedores y compradores, uno tiene que hacerse pequeño, encogerse sin desaparecer, para ceder el paso y al mismo tiempo captar esos detalles inadvertidos. Sobre mesas atestadas de historias ajenas, se exhiben toda clase de cachivaches: vasos de shots con nombres de destinos improbables, llaveros de madera tallados con esmero, pequeñas figuras de piedra que prometen misticismo, botellas de cristal con vocación de alambique, e incluso minúsculas tazas que, al apilarse, se convierten en un pastel de porcelana. Me asalta la tentación de llevarme una figurita de conejo rosa con una base en su lomo y un pequeño pingüino, pero reprimo el impulso. La moderación es el nuevo mantra del consumismo responsable.

Me acerco a un vendedor que ya es un viejo conocido en mi memoria dominical. Sobre una pequeña mesa cubierta con un mantel deshilachado, ordena joyería y accesorios. Imagino que él mismo los fabrica, aunque no le pregunto. Sus piezas de plata parecen haber sido moldeadas al antojo de las piedras incrustadas en ellas. Me gustan los anillos, pero opto por un dije con una piedra porque uso más los collares.

También tiene brazaletes con mosaicos y pequeñas figuras de trastes que parecen piezas de un ajuar en miniatura. Continúo por el pasillo de concreto, a la caza de joyería y regalos para unas amigas que viven lejos. Quiero enviarles un fragmento de Juárez encapsulado en un objeto.


En otro puesto, mesas repletas de cajas exhiben más joyería y piezas de calidad. Una vasta colección de sellos con diseños variados me llama la atención. Unos metros adelante, encuentro a un chico que siempre ocupa tres mesas repletas de joyería a veinte pesos. En una, collares de todas las longitudes; en otra, aretes, pines, broches y dijes, desde minúsculos detalles hasta piezas dignas de una matriarca.
Tomo algunas piezas y las aparto: un dije de corazón tridimensional con grabados, un pin con un corazón de tela y base metálica, un dije con una flor en mosaico, un pin con la frase «TRUST GOD» en letras metálicas, un dije de pez hecho de concha nácar y unos relojes japoneses que parecen atrapados en otra época.

El aire trae consigo el dulce aroma de las nieves de garrafa. A pesar del invierno, la gente se detiene a comprarlas. En garrafones de colores vibrantes, los sabores se anuncian como una oferta irrenunciable: queso, beso de ángel, limón. Unos pasos más adelante, alguien vende salsas caseras en un espacio que apenas cabe en la definición de «puesto».
Sigo explorando. Aparecen muñequitos vudú, juguetitos de otra década, cuadros de paisajes idealizados, antigüedades con su carga de historias invisibles, cámaras que alguna vez capturaron instantes que nadie recordará, muebles que esperan un nuevo hogar. Pero yo busco libros de arte o fotografía, esos que a veces aparecen como milagros en el caos del Bazar.

Mientras camino, veo perros que recorren el lugar como dueños del territorio. Algunos están en misiones desconocidas; otros simplemente descansan a la sombra. Los vendedores los llevan consigo, compartiendo con ellos la rutina dominguera.
Llego a un puesto de café. Su menú es variado, y en medio del pasillo hay un par de sillas que invitan a la pausa. También venden libros sellados, pero no compro nada. Al lado, un puesto de vinilos. Más adelante, tocadiscos y bocinas que escupen música, a veces en vivo, a veces enlatada.
Sigo caminando entre la tierra y el concreto, esperando que algo me encuentre a mí en vez de yo encontrarlo. Esquivo los inciensos y otros humos que flotan en el aire del Monumento, y finalmente, me topo con un libro sobre periodismo. Pero ya no tengo dinero. Así que, como en toda buena historia, la jornada termina con una despedida. Me voy a casa, con los bolsillos ligeros y la memoria llena.