La urbe fronteriza, con su transitar de burros cargados y damas de sombrero emplumado, recibió de golpe el futuro, o al menos una versión ceremoniosa de él. La diplomacia, disfrazada de modernidad, hizo su aparición con los bigotes engominados de Porfirio Díaz y la corpulencia inflexible de William H. Taft. En la antesala del desmoronamiento del régimen, Juárez lució su mejor atuendo.


La llegada del tranvía en enero fue el preámbulo del frenesí. Un engranaje de hierro y electricidad que pretendía domar la polvareda. Debió haber sido maravilloso. Desde la Plaza de San Jacinto hasta la calle del Comercio (hoy 16 de Septiembre), los juarenses sintieron en sus huesos el traqueteo de la modernidad. No era solo un medio de transporte, sino una metáfora sobre rieles: el país avanzaba, o eso decían.

La historia plasmada en los libros escolares y algunos de Ciudad Juárez, nos indican que el gran espectáculo llegó en octubre. La visita presidencial demandaba una ciudad a la altura del evento, y Ciudad Juárez se convirtió en una obra de teatro en construcción. El agua potable y el drenaje, tan escasos en la cotidianidad, se instalaron con presteza; las calles, que meses antes eran caminos de polvo y lodo, fueron adoquinadas con la urgencia de la diplomacia; la electricidad, privilegio de pocos, se desplegó en plazas y avenidas, otorgando una pátina de civilidad a la noche juarense.

A la sombra de estos adelantos, la ciudad sufrió un lifting urbanístico sin precedentes. Edificios derruidos dieron paso a fachadas renovadas, las avenidas Juárez y del Comercio se ensancharon para facilitar la circulación de las calesas diplomáticas, y la policía, con su reciente uniformidad, patrulló un escenario meticulosamente ordenado para el gran día. La consigna era clara: la pobreza podía esperar, la visita no.

Y llegó el momento. De acuerdo con los medios que cubrieron el evento, como El Imparcial, el 16 de octubre de 1909, Díaz y Taft se encontraron primero en El Paso, para después cruzar a la aduana de Ciudad Juárez. Con un desfile de galantería, se sentaron a la mesa del lujo: consomé Regence, rollitos de ternera rellenos de pescado lucio a la Olga, timbales a la Palermitaine, filetes de res a la Varin y venado a las dos salsas, todo acompañado de vinos de nombres sofisticados y champaña Veuve Cliquot Brut. No era solo una cena, era una puesta en escena de la estabilidad porfiriana, una última carcajada del régimen antes del ocaso.

Pero los fresnos que se plantaron para embellecer las plazas no tuvieron tiempo de echar raíces antes de que la Revolución Mexicana irrumpiera en la escena. Para el Centenario de la Independencia en 1910, Ciudad Juárez aún respiraba el aire de la transformación, con su flamante kiosco italiano y su molino de harina recién inaugurado. Sin embargo, el progreso se vería interrumpido abruptamente en mayo de 1911, cuando la ciudad fue tomada por las fuerzas revolucionarias.
Así quedó en la memoria el año de 1909: un espejismo de modernidad, un ensayo de civilización al estilo porfiriano que se desmoronó al primer disparo de la insurrección. Y Juárez, siempre frontera entre el orden y el caos, entre la modernidad y la revuelta, entró de lleno en la historia como el prólogo de una nación en llamas.