Hacia la década pasada la literatura soconusquense, al igual que la centroamericana, volvió su mirada en dirección a la poesía comprometida; exponentes entre los que destacan Balam Rodrigo, de Villa de Comaltitlán, Dariela Torres, de Honduras y Rolman Constantino, de Tapachula.
La constante reivindicada en sus letras estriba en un retorno a la infancia, lo personal aunados a una mirada inquisitiva contra la realidad que ya no se idealiza. Pero contrario a la sentencia que alguna vez expresó cierto filósofo de que posterior al desencantado siglo XX la poesía se torna fútil, sin propósito, actualmente ella continúa remitiendo a la figura del otro, cada palabra desgajada en el dolor y acto propios trasluce la existencia ajena: «Si usted lee esto está tocando el corazón roto de un padre», diría el poeta Constantino.
René Morales, originario de Ocozocoautla, pertenece (al menos por adopción) al grupo de poetas soconusquenses que admite su centroamericanidad pese a la negativa estatal de reconocernos parte de ese otro sur. Miembro de una generación que abrevó de plumas centroamericanas que poetizan lo mismo el esplendor que la miseria y atestiguó la experiencia del mundo periférico, resulta pieza clave partir de ese hecho para contextualizar la fuerza de su obra.
«Esta es mi historia que en cierto sentido también es la historia de Chiapas«, así abre su poemario René Morales para introducirnos a un libro donde se habla del lugar más triste de la tierra, Chiapas, que encierra, ella sola, todos los problemas no solo de la República Mexicana, sino también los problemas humanos fundamentales como el sentido de identidad, de pertenencia al lugar desde donde el cuerpo se enuncia y despliega sentimientos como la indignación.
A ratos la lectura evoca el estilo de la crónica, como observamos al inicio de algunos capítulos; así también poemas como «Te odio, Tuxtla Gutiérrez» asemejan el tono panfletario y la autobiografía o el testimonio hacen presencia en «No» o los textos del capítulo «El castigo».
Al final el lector puede arrojar una sola gran conclusión, que Chiapas, nuestra entidad, ha significado la contradicción perpetua: 45 indígenas son acribillados en Los Altos mientras cómplices directos, o indirectos, posan para la sección de sociales; presumimos un área verde mientras otra es convertido en un OXXO:
“El OXXO es mi pastor y nada me falta”, escribe el autor; hemos cambiado el objeto al que dirigimos nuestra pulsión, al menos inconscientemente, y parece que desde siglos atrás las ideas ordenadoras y a la vez ordenadas de nuestra realidad guardaban un resquicio a la destrucción.
La contracara del progreso enseña esa fosa común donde el sistema arroja a sus hijos bastardos o al rebelde: ahí yace la nodriza negra, la indígena con su eterno retorno al Mayuk bi xa wall, el migrante salvadoreño junto a su exilio intemporal a la par que una mano nuestra echa la tierra que nunca termina de vaciarse y con la otra esperamos blanquearnos totalmente.
En Luz silenciosa bajando de las colinas de Chiapas el autor conjunta varias voces poéticas que parecen ser las voces muertas arrastradas por los fantasmas del colonialismo, como en «Servicio de limpieza», pero también nos expresa mediante su autopercepción y dejos de memoria las secuelas de una historia manchada en ese terruño al que René siempre vuelve buscando su pequeña partícula de felicidad.
Valeria Mendoza (2000) es originaria de Tapachula, Chiapas. Pertenece al área de cuidado editorial de Ala Ediciones. Ha sido publicada, en los géneros de poesía y narrativa, en revistas impresas y digitales de México, Francia, Brasil y Argentina y en el libro Primera Antología de Narrativa Chiapaneca «Fulgor Púrpura».