“La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real
y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura atormentada,
el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu
de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.”
Karl Marx (1844)
Hace cerca de seis lustros, la banda mexicana Caifanes escribió una melodía que reflejaba en su letra el conformismo que se estaba asentando en la sociedad: una sociedad que no analiza las situaciones, que es indiferente a los malestares del pueblo, que para todo tiene una explicación sobrenatural o natural. Quizá no sea baladí que una de las obras cumbres en el ocaso de Sigmund Freud, en su más elevado nivel de construcción teórica del psicoanálisis, llamara a su análisis de las masas y la individualidad “el malestar en la cultura”.
Desde los inicios de la humanidad, hemos sentido la necesidad de delegar los problemas a algún ente que los solucione, elevando a los científicos a un estatus de semidioses. Hoy, muchos de nuestros malestares intentamos resolverlos con análisis científicos, mientras otros buscan refugio en los dogmas de la fe, un refugio donde no es necesario cuestionarse, solo encontrar lógica en procesos divinos. No por nada, Shure analiza en su introducción a Los grandes iniciados dos grupos radicales que han divorciado la ciencia de la religión, sin buscar el equilibrio sano que siempre existió, de alguna manera, entre ambos polos.
La letra de la melodía “Aquí no pasa nada” nos retrata la sublimación psíquica a la que estamos acostumbrados. Desde pequeños nos hicieron creer que todo pasa por una razón, que ese ente sobrenatural tiene todo planeado en nuestras vidas, que debemos obedecer los designios de la vida tal como se presentan. Todo lo achacamos al destino, y no por nada el filósofo alemán Friedrich Nietzsche afirmaría que la esperanza es el peor tormento, pues solo prolonga la desdicha del hombre en aras de un futuro mejor. Al escuchar a César Lozano o a Paulo Coelho, pensamos que el futuro es menos desalentador, pero no hay nada peor que esos atisbos de bienestar donde buscamos las palabras que queremos escuchar, sin darles verdadero sentido. Es una forma de autoengaño frente a la realidad material.
¿Qué pasa cuando comenzamos a desconfiar de todo aquello que creemos bien estructurado? ¿De todo aquello que se supone es parte de un plan elaborado? Comienzan las voces a decirnos que debemos ser sumisos, que debemos aguantar esas ganas de gritar, de cuestionar la inmundicia en que los poderes hegemónicos, entre ellos la iglesia, las instituciones e incluso parte de la ciencia, nos han introducido.
La teoría crítica es, quizás, la esencia de la antítesis, que nos abre una visión mucho más prometedora. Quizá sin pensarlo, quizás sin saberlo, estos aún jóvenes creaban melodías que se convertían en manjares críticos y reflexivos. Hacían de sus melodías un instrumento sublimatorio para la sociedad, que, al mismo tiempo, retrataba la impasividad. Servían como descarga de energía libidinal y daban equilibrio social a la protesta. No por nada, en aquellos tiempos, quienes comulgaban con el rock eran los jóvenes, vistos como parias, como una pequeña parte de la sociedad que no se conformaba con lo existente ni con las razones dadas para ello. Muchas veces, de forma inconsciente, la única forma de mostrar ese desdén hacia lo establecido era a través de la música, su lírica, y su forma de vestir y conducirse en la sociedad. No por nada dice el adagio que ser joven y no ser revolucionario es una contradicción en los términos.
La misma melodía dice que fuimos hechos para andar de par en par sin reclamar, donde se gesta el mito del amor, que tiende a sujetarnos a la codependencia emocional de las personas, a buscar un equilibrio en el que la felicidad depende de un tercero y no de uno mismo. Esta condición, como destino del mito de Aristófanes y los seres andróginos narrados por Platón en El Banquete, tiende a hacernos creer que somos nada en el universo y debemos hacer como si no pasara nada, como si fuéramos menos que nada, solo destino.
Según diversas teorías psicoanalíticas desde Sigmund Freud, la energía libidinal se engloba en categorías narcisistas, compulsivas y sexuales, llegando a la psique en forma de pulsiones, todas adscritas a las pulsiones de Eros o autoconservación. A esta, añadiría una pulsión utópica, que, si bien los teóricos psicoanalistas podrían considerarla subcategoría de la narcisista o compulsiva, merece un lugar aparte. Es una pulsión primordial que nos hace luchar contra la corriente, ser revolucionarios, nos hace desaprender que “aquí no pasa nada”. Nos impulsa a buscar una emancipación de los criterios preestablecidos, a buscar la luz al final del túnel, a repensar la caverna que Platón planteó siglos atrás, una caverna que no desaparece hasta que dejamos de habitar este cosmos.
P. D. En aras de seguir siendo fiel a este criterio, por esta vez no incluiré las referencias, tal como lo asumía De Quincey en sus bosquejos sobre la infancia y la adolescencia, citando a Salmasius. No solo porque datan de mi memoria de lector con más de 30 años de experiencia, sino también por mi afición a la música, que tengo desde que tengo memoria.