Cristian Geisse Navarro nació en Vicuña, Chile, en 1977. Es escritor, investigador y profesor. Ganó el Premio a las Mejores Obras Literarias del Ministerio de Cultura del Gobierno de Chile, en la categoría cuento inédito, por el libro Fue como un padre para mí en 2017, y el premio al mejor libro de narrativa 2018, otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Chile, por su conjunto de relatos Pobres diablos. Pertenece al Colectivo de Escritores de los Pueblos Abandonados.
Desde la provincia, Geisse ha construido una trayectoria sólida y coherente, marcada por la reflexión sobre el oficio de escribir, la precariedad material del trabajo literario y el rol social del escritor. Integrante del Colectivo de Escritores de los Pueblos Abandonados, concibe la literatura como una forma de resistencia, riesgo e intervención crítica en la realidad contemporánea.
A continuación, te presentamos la entrevista completa:
—¿Qué es la poesía?
Tremenda pregunta. Es de esas preguntas para las que nunca habrá una sola respuesta. Las respuestas cambian; las preguntas permanecen. Estas son las respuestas que tengo por ahora: la poesía es la voz de la tribu y el laboratorio del lenguaje. Es el lenguaje probando sus límites y jugando con sus formas. La poesía viene con nosotros, se desarrolla y se expande con múltiples variantes en cualquier lugar donde surge una comunidad humana. En ese sentido, somos poesía. La poesía se alimenta del mundo y transforma el mundo. En ese sentido, también el mundo es poesía.
—¿Cómo ha sido construir una carrera literaria desde la provincia? ¿Qué ventajas y desventajas has encontrado en esa distancia del centralismo cultural?
Ha sido posiblemente una desventaja, pero yo creo en las ventajas de las desventajas. Siempre me acuerdo de esa recomendación de Hemingway que dice: “No seas como los escritores de Nueva York, que son como gusanos dentro de una botella, alimentándose del roce con los otros gusanos, con pánico de estar solos y enfrentarse a sí mismos”. Estar fuera de esa botella te da la posibilidad de generar una perspectiva inédita, un brillo distinto, siempre y cuando se combata el estereotipo del provinciano como alguien atrasado de ideas, subordinado a las hegemonías centralistas. Vale la pena notar que ciudades como Santiago son provincia frente a Nueva York, y que, en su momento, en el siglo XIX, Berlín se consideraba provinciana frente a París.
Pertenezco a un grupo llamado Colectivo de Escritores de los Pueblos Abandonados; somos escritores de provincia tratando de hacer la pega con todo el rigor y la fuerza que se requiere para conseguir algo notable en literatura. Es posible que, dentro del panorama de nuestro país, seamos de los pocos que estamos planteándonos y discutiendo sistemáticamente temas fundamentales como nuestra identidad como chilenos, el trabajo de escribir y el rol de la literatura en nuestra sociedad.
En un mundo hiperconectado como el nuestro, donde las periferias adquieren lugares centrales, creo que podemos realizar aportes verdaderamente relevantes por el hecho mismo de vivir fuera de Santiago. Finalizo haciendo notar que las capitales se parecen mucho más entre sí que las provincias. La diversidad, la otra mirada, la heterogeneidad que puede aportar una provincia, aumentan entonces.
—Sobre Gabriela Mistral, ¿cómo se manifiesta concretamente esa influencia en tu escritura? ¿Qué aspectos menos conocidos de Mistral crees que deberían releerse hoy?
Tengo un libro que se llama Los hijos suicidas de Gabriela Mistral. Es una antología de poetas apócrifos nacidos en el Valle de Elqui, marcados por el influjo de Gabriela. Es un libro cercano a la sátira y a la parodia, pero nació desde la falsa evidencia de que la influencia de Mistral era muy limitada frente a la de otros grandes poetas chilenos: Huidobro, De Rokha, Neruda y Parra. Hoy ya no pienso así y tengo evidencias muy contundentes de que hay una gran cantidad de escritores contemporáneos que se sienten marcados por su trabajo poético e intelectual. Desde Parra, pasando por Gonzalo Rojas; desde Enrique Lihn hasta poetas como Rosabetty Muñoz o Verónica Zondek, quienes acusan recibo de su enorme impronta.
Hoy pienso que la integridad de su postura vital, su honestidad intransable y la intensidad de sus experiencias vitales la han fortalecido como un referente. Por fin se ha minimizado una imagen algo pechoña y timorata impuesta por la dictadura militar y se ha vuelto más visible la consistencia de sus ideas sociales y de sus propuestas “etiestéticas”. Las corrientes queer la han convertido en un emblema, aunque creo que debemos cuidarnos de no usarla unilateralmente para nuestras propias causas.
Mistral era de una complejidad muy grande; no temía cambiar de ideas si era necesario y conocía el mundo y su tiempo como muy pocos chilenos. Todas esas características están muy lejos de la visión monolítica que se tiende a darle. Me gusta apostar más por una visión caleidoscópica donde convivan tanto la autora de canciones de cuna como la defensora de Sandino; donde la colaboradora de la Revolución mexicana, la promotora de la educación pública y de los derechos de niños, mujeres, campesinos e indígenas, la latinoamericanista y la antifascista sean una con la pensadora religiosa, mística y mesiánica; donde la amante de la naturaleza y la poeta de métrica entreverada sean una con la mujer enamorada de mujeres y la enaltecedora de la maternidad. Eso la convierte en el monstruo hermoso y multiforme que en realidad es.
—¿Cómo es tu rutina de escritura? ¿Cómo sostienes el oficio de escribir económicamente en Chile?
Actualmente tengo muchas dificultades para escribir. A Borges escribir no le parecía un oficio porque nunca le permitió pagar las cuentas. Borges, imagínate; qué queda para pobres diablos como uno. Yo tengo que trabajar en otras cosas para poder escribir. Soy un profesor abofeteado por quinientas horas semanales y, últimamente, llego tan cansado que no puedo leer ni escribir. Busco la forma de adquirir una rutina y conseguir rigor, pero se me está haciendo tan difícil que hay días en que me retuerzo de frustración. Creo, sin embargo, que hoy es mejor que ayer para un escritor en Chile.
Lo que pasa es que yo estoy más viejo y me canso más. Ojalá no me equivoque, pero siento que cada vez se instala más la conciencia de que el artista y el escritor deben tener un pasar algo más digno. Veo también que existen más posibilidades para publicar y obtener alguna retribución económica, para realizar intervenciones que no sean perpetuamente al gratín, y también para ganar alguna beca de creación en los fondos del gobierno, lo que facilita la tarea y permite un mejor pasar. Con piedras se cascan nueces. Yo publico en editoriales transnacionales y la gente se sorprende cuando les digo que, semestralmente, me llegan, con suerte, 20 lucas, teniendo más de tres libros publicados. Entonces me empiezan a aconsejar, a decirme cosas como “aprende a venderte”, “conviértete en un buen producto”, “desarrolla una mentalidad de empresario”. Qué horror.
La literatura tampoco me parece una carrera; no funciona de esa forma. Uno no vive de la literatura: uno vive para la literatura. Yo no creo que haya que romantizar la pobreza ni pienso que haya que celebrar la miseria, pero finalmente somos el samurái peleando con el monstruo del que habla Bolaño. Es mejor entender que vamos a perder, pero salir a luchar igual. La literatura es la noche que devora al vagabundo. De todas formas, pedí menos horas de clases para el otro año, a ver si por fin consigo hacer algo mejor de lo que he hecho hasta ahora. Me da un poco de susto terminar dando pena, pero busco imitar la fe, y ya estamos en esta.
—En México ha habido debates sobre si los premios literarios están amañados o responden a lógicas de amiguismo. Desde tu experiencia, ¿crees que hay casos de manipulación? ¿Los jurados son realmente independientes o hay presiones editoriales, políticas o de grupos literarios?
Yo he sido jurado en un par de concursos y he buscado que todo sea lo más transparente y correcto posible. Lo he conseguido. Pero el ser humano es sucio, jerárquico, influenciable, y no descarto que los concursos se puedan manipular. Hay también escritores con “inteligencia laboral” que saben muñequear muy bien. No es mi caso.
Sucede también que hay un efecto mediante el cual los nombres se comienzan a repetir, quizás porque, habiendo ganado otros premios, aseguran cierto prestigio para el certamen. Al mismo tiempo, muchas veces los concursos son una lotería. Yo hace rato que no participo. Más joven participaba siempre. Me imaginaba ganando, gastando la plata, dando entrevistas, invitando a la polola, pagando la pensión, besando a las reinas de la primavera. Nunca gané. La expectativa es deliciosa; el fracaso es un pozo oscuro. La envidia por los ganadores se vuelve recalcitrante. Entonces empieza eso de que está todo arreglado, que algún día se van a arrepentir, que todo el mundo sabe que son narco premios. Pero puede ser que la envidia nos corroa. Todo pasa, finalmente. Actualmente estoy tan fallo al oro que creo que voy a volver a participar. En una de esas, quién sabe, qué lindo sería; por fin podría…
—¿Cómo describirías el estado actual de la literatura latinoamericana? ¿Qué voces o tendencias te parecen más interesantes en este momento?
Sinceramente, no tengo la menor idea. Hace mucho rato que dejé de tratar de estar al día. Con tan poco tiempo para leer, simplemente me dejo llevar por mis proyectos personales, que no necesariamente incluyen a los contemporáneos. Pero sí me gusta el fenómeno de las editoriales independientes: esas les prestan ropa a aquellos por los que nadie da un peso. Muchas veces ahí está pasando lo verdaderamente bueno. Y lo bueno viene en muchos envases muy distintos. Eso se ve claramente ahí: el minimalismo, lo torrencial, el delirio, el hipertexto, la contención aparente, la naturaleza, el ciberpunk, el neochamanismo. El riesgo, en suma. Y eso es notable, y hay que asomarse a mirarlo.
—¿Qué escritores, chilenos o extranjeros, han sido fundamentales en tu formación? ¿A quiénes vuelves una y otra vez?
Vuelvo siempre a uno que se suicidó en 1992, pero tenía el delirante plan de resucitar. Desde entonces aparece una y otra vez con proyectos tan demenciales que me llenan de asombro. Se llama Alfonso Alcalde, y ahora me encuentro trabajando en un reportaje precioso sobre la cultura del salitre en Chile. Es una suerte de amigo fantasma y un maestro en lo que hay que hacer y en lo que no hay que hacer. Él es la puerta de entrada a una tradición que me encanta: la de la literatura carnavalesca. Apuleyo, Petronio, la picaresca, Cervantes, Erasmo, Sterne, Hašek, Parra, por mencionar a demasiado pocos.
También están mis socios del Colectivo de Escritores de los Pueblos Abandonados. Acabamos de sacar un libro y vamos por la Internacional Abandónica. Ellos son fundamentales en mi formación política de la escritura, no en el sentido ramplón o panfletario, sino en el del escritor como interventor de la realidad.
También está la tradición de la poesía latinoamericana, especialmente la poesía chilena del siglo XX y XXI. Más allá de Chile, César Vallejo sigue reventándome el cerebro cada cierto tiempo. Whitman, Blake. Y, debido a Borges, a veces leo a los científicos como una variante de la literatura fantástica. Mis favoritos son Oliver Sacks y Franz de Waal. Hace poco leí un libro precioso de Siddhartha Mukherjee sobre la célula, de quien impresiona su conocimiento de la poesía. En antropología —que a veces también es un género limítrofe— me encanta Oscar Lewis y lo que hizo en México, y un tipo llamado Jeremy Narby. En términos de lo limítrofe, Las enseñanzas de don Juan me parece un verdadero engendro, un fraude resplandeciente.
—En la era de las redes sociales, ¿cómo ves la relación entre escritores y lectores? ¿Sientes presión por tener presencia digital?
No tengo mucho que decir al respecto. Tengo muy poca presencia en las redes sociales; vivo en el siglo pasado en ese sentido. Pero entiendo que han cambiado el mundo radicalmente, sobre todo al amplificar voces, generar burbujas y polarizar. Sin embargo, la relación entre escritores y lectores sigue y seguirá ahí, cambiando siempre con los tiempos. Veo nuevos tipos de lectores, algunos influidos por las redes. Es posible que nunca haya existido un número mayor de lectores. Esto se debe a la explosión demográfica y a la alfabetización. A uno le parecen pocos, pero quizás no es así; quizás antes eran aún menos. Hay que pensar que, en el siglo XIX, en Latinoamérica, llegó a haber un 80 por ciento de analfabetismo. En Chile hoy es menos del 2 por ciento.
Quizás no es que los lectores sean tan pocos, sino que son distintos. Hay una crisis de la atención, una crisis de la educación, una crisis de la literatura. Pero la literatura siempre está en crisis; a la literatura le fascinan las crisis. Pablo Neruda dice que teme el día en que la poesía solo la lean los poetas y los especialistas. Ese momento llegó hace rato. Pero, al mismo tiempo, se han abierto las posibilidades de especialización.
—¿Hacia dónde crees que vaya la literatura con el posible uso de la IA?
Yo tenía un proyecto poético que se trataba de gólems discursivos, previo a la aparición de los generadores de textos como los conocemos hoy. Mi idea era generar autores apócrifos que adquirieran vida propia a partir de los textos que supuestamente habían escrito y de los textos que otros escribían sobre ellos. Mi referente más importante era Fernando Pessoa. Pero mi ambición más delirante era crear personajes parecidos a don Juan Matus, que nunca existió, pero hasta apareció hablando en la tele en Alemania. Delirios de una mente enferma. Ahora entiendo que esto se puede hacer fácilmente con las inteligencias artificiales. Si tuviera tiempo, lo haría. Pero estoy viejo.
Veo con asombro y con cierto espanto lo que empieza a suceder. Ya apareció ese filósofo chino generado por inteligencia artificial. Estoy seguro de que se van a poder generar libros impresionantes con la ayuda de estas nuevas tecnologías. Qué miedo cuando llegue el momento en que las inteligencias artificiales escriban para ellas mismas y nosotros seamos incapaces de entender lo que escribieron. Pienso que quizás va a haber espacio para todo: los libros u obras generadas por IA, los generados por IA apoyados por humanos y los escritos solo por seres humanos. Pero soy un pésimo predictor.
—¿Cuáles son tus planes a futuro? ¿Estás trabajando en algún proyecto en especial?
Mis planes ahora son finalizar la promoción de mi último libro, Lecturas aberrantes y hermenéutica esquizo, con mis artículos, crónicas y ensayos escritos durante los últimos veinte años —¡que veinte años no es nada!—. La editorial Bordelibre ha apostado por diferentes estrategias de difusión, y estas incluyen viajes a múltiples ferias de Chile. Me falta Valdivia, donde en enero iré a una feria bellísima que se llama Caudal; siguen Antofagasta, después Coquimbo y Ovalle. Ahí terminamos y dejamos que el libro siga su propio camino.
También tengo que finalizar el trabajo de edición del Reportaje al salitre de Alfonso Alcalde. Y, apenas terminado eso, en algún momento muy próximo, sentarme a finalizar mi libro La montaña es la montaña, una novela sobre un montañista obsesionado con las experiencias cercanas a la muerte.
Más hacia el futuro, espero volver alguna vez a publicar el cierre de mi trilogía de antologías de poetas apócrifos. Ya están publicados Los hijos suicidas de Gabriela Mistral y Los nortes que hay en el norte. Quién sabe cuándo irá a salir la versión definitiva de Tres poemas, que es el cierre de la órbita. Tengo listo el libro, pero la publicación se demora y se demora. Y, en su momento, espero comenzar a escribir poemas sobre Dios, porque creo que ya hablé del diablo y de los seres humanos. Cosa poca, humildes proyectos a los que, siento, tengo derecho por el simple hecho de habitar esta tierra.
Ha publicado los libros: Los hijos suicidas de Gabriela Mistral, Los nortes que hay en el norte, Ñache, Tres poemas, Ricardo Nixon School, Pobres diablos, Catechi, Sapolsky, Tu enfermedad será mi maestro y Lecturas aberrantes y hermenéutica esquizo.

