Nunca antes había sucedido algo así en la historia de Estados Unidos. Ni Nixon, ni Bush, ni siquiera los Kennedy. Lo que ocurre hoy bajo la sombra del nombre Trump supera la ficción más desquiciada, esa que se mueve entre el oro falso, la impunidad y la perversión de lo público. Si alguna vez el poder fue un deber con la historia, hoy se reduce a un perfume caro con nombre de campaña: Victory 45-47, al módico precio de 249 dólares. Un aroma, dicen, que aspira a impregnar a los que desean un favor presidencial.
Desde que Donald Trump volvió a la Casa Blanca, el mundo observa no a un presidente, sino al vendedor en jefe del siglo XXI. El milagro no es su reelección, es cómo la presidencia rescató su imperio de la ruina. Antes de ganar la primaria republicana, los edificios vacíos, los negocios estancados y las tiendas cerradas eran testimonio de un emporio decadente. Hoy, todo ha cambiado. No porque sus hoteles o campos de golf se hayan vuelto rentables, sino porque la presidencia misma se ha convertido en una marca. Y su oficina, en mostrador.
Lo más cínico no es el dinero, sino la naturalidad con que se hace. La Casa Blanca ofrece recorridos exclusivos a los que compran su criptomoneda; las cenas con él pueden costar un millón de dólares y, a veces, traen consigo el milagro del indulto presidencial. Ya no se disimula el tráfico de influencias, porque ya no hace falta. La corrupción, en esta era, tiene rostro, voz y hasta tienda en línea.
Para quienes no pueden pagar un asiento en la mesa del magnate, existe la opción de la biblia Trump, que por 59.99 dólares promete espiritualidad y patriotismo en un solo paquete. Si no hay fe, queda la moda: camisetas con la palabra Daddy, souvenirs que caricaturizan la figura presidencial como un ídolo pop. En este circo, hasta la Constitución se vende como parte del merchandising.
De acuerdo con medios estadounideses, como The New York Times, el dinero fluye y las cifras son escandalosas. Sólo en 2024, Trump reportó ingresos por al menos 630 millones de dólares. Pero no es sólo él. Su familia también se enriquece. Todo lleva su apellido como las fragancias, los hoteles, los relojes y, pronto, se dice, veinte nuevos proyectos inmobiliarios marca Trump en el extranjero. Mientras tanto, la Casa Blanca se convierte en el epicentro de una campaña global de negocios personales disfrazada de agenda pública.
Y sin embargo, lo más grave no es la violación de la ética, sino la normalización del abuso. Nadie en el pasado había usado la presidencia como este hombre. Lo insólito no es que Trump lo haga, sino que tantos lo aplaudan, que tantos lo imiten, que tantos lo vean como el nuevo estándar.
En otro tiempo, los presidentes intentaban construir legado. Hoy, Trump construye franquicias. No dejará monumentos ni leyes históricas, pero quizás su aroma quede flotando en la sala oval, en las gorras rojas, en las crónicas de un país que alguna vez creyó que la democracia era incompatible con el culto a la mercancía. Ese perfume, el del poder podrido, ya está en el aire. Y cuesta 249 dólares.