Los hombres me han llamado loco; pero todavía
no se ha resuelto la cuestión de si la locura
es o no la forma más elevada de la inteligencia,
si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo,
no surgen de una enfermedad del pensamiento,
de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general.
Edgar Allan Poe
Se ha estigmatizado rigurosamente a todo aquel pensador, activista, politólogo, comunicador o maestro que no se ajuste a los límites de la «razón» hegemónica. Así, el comunicador que no alabe al sistema es relegado al rincón más lapidario; el político que intente materializar los ideales que profesa es visto como un iluso; el maestro que busca innovar y fomentar el pensamiento crítico en sus alumnos es señalado como alguien que no acata las disposiciones necesarias para su éxito. Quienes pertenecen al lado izquierdo del espectro político son representados como el “lado oscuro”, en una clara analogía con la saga Star Wars (Lucas, 1977), siendo denostados y considerados anormales.
Esto no es casualidad. Si venimos de un sistema hegemónico, es lógico que quienes no se adhieren a su lógica sean vistos como trastornados. Esto recuerda al manual de psicopolítica que circuló tras la caída de la antigua Rusia, donde se instruía: “Ustedes pueden paralizar la eficiencia de los líderes provocando la locura en sus familias a través del uso de drogas. Ustedes pueden borrarlos con el testimonio respecto a su locura” (Hubbard, 1955, pág. 2). No parece lejano a la realidad actual: la cultura ha logrado implantar en la psique colectiva la percepción del pensamiento de izquierda como una forma de enajenación. Esto se puede explicar a partir de la colonización y su evolución en la llamada colonialidad: la primera impuesta por la fuerza, la segunda arraigada en la cultura, de modo que los pueblos adoptan las creencias, normas y valores del conquistador.
El psicoanalista alemán Erich Fromm (1964), precursor de la Escuela de Fráncfort, sostenía que dentro de una sociedad funcional, una persona es considerada normal si cumple con el papel social que le corresponde. Esto implica que quienes se resisten a ciertas imposiciones quedan en una posición contrapuesta. Aquellos que encajan en esta lógica contribuyen a la reproducción del sistema sin cuestionarlo, de la misma manera en que los humanos servían a la Matrix (Wachowski, 1999), perpetuando el status quo.
Fromm también señala que el neurótico es aquel que no estuvo dispuesto a someter completamente su individualidad en esta lucha. Al no lograr expresar su personalidad de manera creativa, se refugia en síntomas neuróticos y en una vida de fantasía. Desde esta perspectiva, la sociedad clasifica al pensador y activista de izquierda como un neurótico, pues, evaluado bajo una psiquiatría controlada por un sistema que busca la inmovilidad, sus síntomas se consideran patologías inadmisibles. No es coincidencia que quienes piensan y actúan de manera diferente sean desacreditados y tratados como locos, reducidos a meras expresiones del surrealismo que no encajan en «su realidad».
La psicología de masas, según el psicoanalista austríaco Wilhelm Reich (1972), plantea un cuestionamiento fundamental: si un trabajador se va a huelga debido a la explotación que sufre o si un hombre hambriento no roba, no es necesario un análisis psicológico complementario. En cambio, lo que realmente debe analizarse es por qué no lo hacen.
Siguiendo esta lógica, cuando los ciudadanos se manifiestan o emprenden acciones de defensa, no requieren de explicaciones psicológicas adicionales; lo que sí requiere análisis es por qué, en muchos casos, no lo hacen e incluso defienden al opresor, legitimando a sus gobernantes y “representantes” sin actuar bajo los principios ideológicos de la política misma.
Todo esto nos remite al papel de la hegemonía de derecha, no solo en el gobierno, sino en todos los ámbitos del país. El manual de lavado de cerebro no solo se impone desde el poder político, sino también desde las múltiples formaciones culturales que rigen nuestra sociedad.