Mi editor en jefe me urgió a entregar en tres horas mi colaboración para la edición de hoy, pero ya recordé que, más bien, yo fui quien prometió que en ese tiempo podría terminar mi texto.
Realmente es un trabajo desafiante y, más que eso, edificante, por lo que tengo que lograr hacer antes de que se cumpla ese plazo.
La entrega pone de relieve la destreza y la osadía para escribir de una forma eficiente y finalmente triunfante una buena historia. No hay como el impulso que te hace ser más decidida, pero eso sí, hay que sacar de debajo de las piedras esa escritura creativa que pueda resultar interesante para los lectores, que de por sí son exigentes.
En el primer semáforo saliendo del museo, que es mi ¿segundo? trabajo, comencé mi escritura mental, oh, mai gash, el señor del semáforo de siempre me pregunta con su gesto suplicativo si acepto que se ocupe de mi limpiabrisas lleno de los horrendos salpicones blancos grisáceo –tipo merengue seco– de las palomas que tengo por vecinas en casa, pero pues no. ¡Qué complicado puede ser una negativa de mi parte! porque en efecto, sé muy bien que en mi monedero no me quedaban más monedas para dar. Es quincena y aún no me cae mi pago. Una pena asentir a darle chamba cuando no sabré cómo corresponder a su amble trabajo, bajo este sol infernal de mediodía que derrite todas las ideas al por mayor. Le suplico con mis dos manos juntas sobre mi boca y barbilla, me disculpe y que limpie mi vidrio en otro mejor momento. Ni modo.
En el trayecto hay semáforos intermitentes en rojo que no funcionan, así que los cruces se hacen uno a uno, de manera ordenada. Mi turno se fue al final, después de un camión de escombros que iba de sur a norte, directo al bordo.
Se me complica estar en alto total y, en definitiva, no puedo ni siquiera comenzar a diseñar el texto. Me concentro en observar si no anda un tránsito vial cerca, como para cacharme distraída, pensando en mi texto y en la premura del tiempo. Todo se vuelve tiempo aquí, en esta ciudad de viernes de quincena.
Ni siquiera tengo tiempo de avanzar de otra manera. Prosigo, y voy camino a mi estudio por la computadora, cuando, de pronto, en los cruces de las calles Bolivia y Mejía, encuentro un corazón rojo en una fachada en ruinas insoportablemente bella.
Voy escuchando por Spotify The Meeting de Anderson, Bruford, Wakeman and Howe, que de por sí, me devuelven un poco la voz y la inspiración suficientes como para imaginar un mundo posible en medio de mi caos cotidiano. Justamente “iba dividiendo mi energía en total anhelo del amor divino, y decididamente llegar al encuentro del amor.
Del amor.
Del amor…”
Todo el centro está cayendo a pedazos al mismo tiempo que los empresarios aprovechan la especulación inmobiliaria que se muestra tan devastadora como desalmada.
Fue imposible no detenerme ante esta esquina que me llamaba a mirar bien ese momento amoroso.
Amor es nunca tener que pedir perdón se tituló una película del siglo pasado que nos muestra la historia más recóndita de amor entre una pareja de enamorados, pero que en la que, inevitablemente, ocurre un grave rompimiento. Pero hoy aquí se trataba de ese encuentro con el amor al que venía haciendo referencia The Meeting. Quedé muda. Sin dudarlo, me incliné en reverencia al encuentro fortuito con esta barda.

Ay no. Pero inmediatamente después de registrar esta esquina deslavada y ultrajada por el tiempo y por la intervención humana, me doy cuenta que debajo de ese blanco calado dice “Claudia” y más preciso aún “#Es Claudia”, y entonces se desinfla un poco mi cúmulo de emociones varias.
Allí comenzaba el torrente de la inspiración para mi texto. Ese texto que espera, paciente, a ser redactado y enviado en el límite de las entregas de viernes, se fugaba con ese blanco y con la sombra del frondoso árbol de al lado; se fugaba con la emoción que sentí en un primer momento y que me impulsó a detenerme para tomar la foto. Se esfumó la tesis de mi vida documentalista en esta ciudad:
“Hasta que todo sea como soñamos”.
Triste. Imposible no definirlo como una posibilidad casi inaceptada.
De cualquier manera, siguió brotando mi intención de continuar la documentación y de poder definir este hallazgo dentro del campo semántico llamado “mirada insuficiente” para nombrar todo eso que no queda bien definido entre la realidad y su captura. Es imposible estacionarse en esa zona de imposibilidad de sostener la emoción y la desilusión juntas, compartiendo el escenario más importante de mi recorrido. Entiéndase a mi “recorrido” como ese viaje simbólico que implica la práctica escritural de mi tarde de viernes.
Debo entregar el texto ahora sí a más tardar en setenta y un minutos, tiempo suficiente para ofrecer al lector soltura, deseo, sonrisa y posibilidad.
Recuerda que la mirada desde el auto es diferente a la mirada de quien va caminando por la acera, y mejor aún, desde la acera de enfrente, porque es desde donde va la sombra de los frondosos y escasos árboles que existen en esta colonia, –y en general en toda la ciudad.
La condición desértica de esta zona geográfica –que nos recalca lo seco y desolado del mar de este norte, lleno de aparentes oasis y de terribles contrastes climáticos– nos engulle y nos obliga, además, a usar un sombrero que sea capaz de cubrirnos de ese sol insoportable y directo, que, dicho sea de paso, no deberíamos recibir salvo que deseemos estar bajo el inoportuno embrujo de los problemas dermatológicos, los cuales se desdoblan, entre otros males, en urticarias, ronchas, cáncer de piel y demás complejidades.
Hablaba antes de que iba a ir a recoger mi computadora cuando me topé con esa imagen del corazón rojo. La dejé junto con mi lonchera, para después, porque debo llegar a mi oficina a seguir de escribiente. Y, eventualmente, asignarme una media hora para comer tranquilamente en el área de la cocineta del edificio.
Llego por fin a mi oficina, dejo todo sobre mi escritorio donde ya tengo varios post-its de pendientes urgentes que, desde ayer, dejé para hacer en cuanto llegara hoy. Así que se me juntó todo. Viernes de prisas y de pensamientos que el cuerpo ya sabe.
Mientras caliento mi comida en el microondas –que no quiero usar pero que no hay otra forma de calentarla– pienso y divago un poco (o un mucho, diría yo): no tengo más que unas ganas inmensas de estar acostada en una silla playera, con ropa ligera, debajo de una palapa con buena sombra, mirando al mar azul profundo, con esa brisa fresca y el sonido armonioso de las gaviotas. Viento refrescante y olor a pez y a sexo combinados, y con brillos en los ojos alegrando hasta a las sonrisas mismas de todas las cosas que toque la mirada, mientras me unto mi bloqueador de zanahoria e imagino venir al amor de mi vida.
Pero no, ese momento no será pronto, ni la playa, ni el sexo ni el amor de mi vida.
Mis vacaciones y mi oportunidad de vida amorosa no están agendadas para este verano. Tengo mucho trabajo aquí en la ciudad, y lo demás queda reservado para un plan posterior, en el archivero de la imaginación solamente, y para un futuro quizá inexistente.
Vuelvo mentalmente al texto. Me tengo que reordenar enfocadamente porque, sí, divago demasiado, y siempre tengo que autodirigirme al foco de la emergencia. Hoy toca entregar mi texto –ya te lo dije varias veces– y no hay de otra. Sí o sí.
Además, debo cerrar las aplicaciones de redes, porque entrar a ellas me afecta demasiado. Pierdo siempre: saludo a mi tía Brendita que lee mis quejas sobre el clima y la parsimonia del avance del mundo, y veo cómo le pone laic a todo lo que se me ocurre compartir, y también a las páginas de la iglesia cercana a su credo, y al noticiero amarillista que nos mantiene bombas a todos en la localidad.
Lucho contra la procrastinación más rampante y regreso a mi actividad mental fresca, viva y creativa. Como mi comida y me tomo la pastilla que la neuróloga me recetó para acelerar mis maquinaciones cerebrales –al menos eso dijo.
Me concentro pues. Bebo más agua y voy al baño con mi cepillo de dientes y la pasta de fluor, que ya no es fluor exactamente, porque me recomendaron una pasta especial para personas con hipotiroidismo.
Enfoco mis ideas para dar una serie de tres temas qué abordar en mi texto: “la historia del algodón en esta frontera”, “la eterna discusión de las convocatorias de la universidad, sobre todo las que apoyan publicaciones de ensayo literario” o “la gastronomía típica de la ciudad sin caer en fundamentalismos”.
No, no me decido por qué temática decantarme para hoy, pero ya era para que tuviera decidida la estructura del texto.
Y comenzar a redactar estas ideas que salen como torrente maldito y bendito a la vez, porque has de ver que trabajar bajo presión implica que resulten palabras muy drásticas, signos de puntuación demasiado claros y reflexiones envueltas en ensalada de lechuga con arándanos. Porque has de saber que dejé en el refrigerador mi ensalada de ayer porque no alcancé a comérmela.
La junta con redacción estuvo muy larga, y no me alcanzó más que para ir a recoger el libro que me encomendaron presentar en la feria del libro que ya comienza la próxima semana.

Verdaderamente soy un caso singular: nunca digo que no a propuestas que llegan de estos ámbitos literarios y de gestoría, y menos cuando se trata de proyectos que me atrapan. Me encanta meterme en problemas y a todo lo que me interesa visual y fotográficamente digo que sí.
A veces me doy cuenta que no puedo con tanto, y sin embargo, mi otro yo me pide más, más y siempre más.
Ese otro yo sabe del tiempo que tenemos por vivir, y que luego no hay retorno, así que no niega estas entregas ni estas capacidades del ser.
Me siento entonces a pensar. Me enfoco, respiro, intento comenzar a teclear. Ya solo me quedan veintiseis minutos para la entrega.
Recibo un par de llamadas, hasta que mejor le pongo en silencio y guardo el celular en el último reducto del librero en la esquina de mi oficina. No encuentro otra manera de terminar. Es prácticamente imposible enviar ese documento en ya escasos once minutos.
De hecho, estoy en mi escritorio, mascando un chicle de menta que le confisqué a la menor de mis hijas. Ella tiene una obsesión por los chicles que, el otro día, no me supo responder: qué la hace traer un chicle siempre, a toda hora, en todo lugar.
Su cuerpo lo va a resentir. Me preocupa y lo pienso, Nuevamente mi mente divaga, se desconcentra.
Retomo el texto, termino de redactar la historia sobre cómo es posible procrastinar mientras tienes varias entregas qué escribir. Y una tarea qué hacer para la incubadora de proyectos culturales en el que, además, me inscribí desde el mes de febrero.
Ya es mayo, y está por terminar en junio. Tengo mucho qué escribir, pero por lo pronto entregaré este texto, porque quien me estuvo hable y hable fue mi editor en jefe –mi más alto y fiel inquisidor– pero mi celular no sonó.
O más bien, no escuché el aparato sonar, porque, claro, estuvo en silencio y a oscuras, vibrando dentro de un cajón lejano, como si no pasara nada.
Pero por fin, apreté el botón de enviado.
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Itzel Aguilera (Chihuahua, México, 1971). Fotógrafa documental desde 1993 a la fecha. Curadora, tallerista, maestra de fotografía, gestora cultural y escribidora. Como fotógrafa ha expuesto en varias ciudades de México, en Estados Unidos, España y Alemania. Becaria del FONCA en varias ocasiones y del PAEE-FONCA en 2000-01 para realizar estudios de doctorado en la Universidad de Barcelona, España. Ha publicado en revistas nacionales como La revista de Diálogo Cultural entre las Fronteras de México de Conaculta (1997) y en la Revista Cuartoscuro (2021) y en libros como 160 años de la fotografía en México de Centro de la Imagen, Conaculta y Océano (2004), entre otros. Desde 2008 radica en Ciudad Juárez. Desde 2009 colabora con CEDIMAC. Desde 2021 su archivo documental de la comunidad menonita forma parte de Fotobservatorio Mx. Desde 2021 como fotoperiodista es miembro de Frontline Freelance México. Trabajó como coordinadora de exposiciones en el Museo de Arte de Ciudad Juárez ede 2023 a 2024. Actualmente es coordinadora de proyectos en el Patronato amigos del Museo hacia una nuev imagen, A.C. Dirige el espacio cultural autogestivo Miciela estudio, desde donde actualmente escribe, lee y cataloga una biblioteca heredada, además de ser mediadora de lectura.