Mayo de 1996: el calor empezaba a hacerse insoportable en Ciudad Juárez, y con él, la violencia tomaba fuerza. En las calles, se respiraba tensión. La frontera acumulaba meses con un alza en asesinatos, alimentados por decomisos de hasta 700 kilos de cocaína y por una reconfiguración brutal entre los grupos del crimen organizado que operaban en la ciudad.
En medio de este panorama, el primer gobernador panista de Chihuahua, Francisco Barrio Terrazas, navegaba su mandato con dificultades. Todavía no se hacía tan amigo de los priistas como ahora, pero su administración ya enfrentaba severas críticas. Los feminicidios durante su gestión colocaron a Juárez bajo la lupa internacional. Ya no se hablaba solo de la avenida Juárez, de Juan Gabriel o de las maquilas: ahora, la ciudad era también sinónimo de asesinatos de mujeres.
Desesperadas, las autoridades estatales y municipales —ambas de corte blanquiazul cuando aquí el presidente municipal era Ramón Galindo— recurrieron a una idea que pretendía ser audaz, pero que pronto fue vista como absurda: prohibir los vidrios polarizados en los automóviles. Argumentaban que los policías necesitaban ver con claridad quién iba al volante y qué ocurría dentro del vehículo.
La decisión no cayó bien entre la población. En el norte del país, donde el sol golpea con fuerza desde mayo hasta septiembre, el polarizado no es un lujo, sino necesidad. Sin embargo, el entonces director de la Dirección General de Policía, José Luis Reygadas, se encargó de hacer oficial la medida. Informó sobre la incorporación de un dispositivo especial para medir el nivel de polarizado en los cristales de los automóviles.

Y así comenzó la estrategia. Para el 10 de mayo de 1996, ya se habían amonestado a 50 conductores por tener vidrios con un polarizado que excedía el 20 por ciento. Ese mismo día, se anunció que el propio Reygadas visitaría todos los negocios dedicados a polarizar vidrios, para advertir a sus propietarios que estaba prohibido “pintar” los cristales con tonos oscuros.
La orden no era informal. El Reglamento de Policía y Buen Gobierno fue modificado para incluir esta disposición en su artículo 116:
“Los conductores que porten en sus vehículos los vidrios demasiado oscuros, serán multados por los agentes policíacos”, sentenció Reygadas.
Pero mientras la policía afinaba sus medidores y tomaba nota de domicilios, nombres y placas de los conductores, la violencia continuaba sin tregua. Por esas fechas, dos jóvenes que se reunían en el fraccionamiento Villahermosa fueron secuestrados y asesinados a golpes. Sus cuerpos fueron abandonados en un camino de terracería. Supuestamente —aunque nunca se confirmó— les quitaron la vida como represalia por decomisos recientes de cocaína.
La estrategia contra el polarizado parecía cada vez más desconectada de la realidad. Los agentes, ahora equipados con aparatos medidores, detenían vehículos y solicitaban datos personales. Si el conductor era reincidente, podía recibir una multa o incluso sufrir el decomiso del vehículo, según el ánimo del policía de turno.
A esta medida se sumó otra herencia panista: los retenes. Aparecieron por toda la ciudad, pero no ofrecieron resultados concretos en la lucha contra el crimen. Eran barricadas estáticas, esperando inútilmente que los delincuentes cayeran por su propio pie.

La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), encabezada entonces por Heliodoro Juárez González, criticó duramente la política. Denunció que, en lugar de investigar de manera técnica y científica, las autoridades se limitaban a colocar filtros, como si los criminales fueran a cruzarlos voluntariamente.
Como si fuera una coreografía mal ensayada, también se sumó el delegado de la entonces Procuraduría General de la República (hoy FGR). Desde su oficina en Chihuahua, informó a sus superiores en la Ciudad de México que colocaría retenes a lo largo de la carretera Panamericana, y propuso instalar más Puntos de Revisión Carreteros (Precos).
Pero el efecto fue el contrario. La población se sintió perseguida, no protegida. La CEDH alzó la voz de nuevo, señalando que colocar retenes era una muestra clara de la incapacidad institucional para contener la delincuencia. La medida no disuadía ni atrapaba a los responsables; solo llenaba las calles de vigilancia sin resultados.
Así, entre el calor del desierto, los homicidios sin resolver y una policía que buscaba delincuentes con reglas de tránsito y cristales claros, Juárez vivía uno de los episodios más absurdos de su historia reciente. La ciudad, golpeada por la violencia, pedía estrategias reales. Lo que recibió fueron retenes y medidores de polarizado.