a Adriana, quien no pudo besar la última vez que hizo el amor
Fue la boca de Fabiana la primera que escudriñé en la vida. La boca de sus amigas pasó desapercibida para mí. Bocas que cantaban y decían vicisitudes que a todos en la facultad cautivaban. Bocas que tuvieron nombre y apellido y que ahora intento recordar en vano porque no recuerdo ni las palabras que salieron de ellas.
Comenzábamos a entrenar lucha olímpica en el gimnasio de la 172. Habíamos pactado con el Míster atender cada tercer día los dos estilos, y dividir las técnicas en pie y de suelo, y de ataque y defensa. Fabiana y yo hicimos un listado de vocablos la primera clase. Conceptos clave dijo el maestro para un resuelto entrenamiento. Inmovilización; cómo mantener los hombros del oponente en el suelo durante un tiempo determinado; cómo obtener mayores puntos para las acciones y técnicas con mayor dificultad y contundencia; derribos, proyecciones y movimientos para llevar al oponente al suelo; control y empleo de sumisiones, y agarres por debajo de la cintura y el uso de piernas según fuera el caso. Era un fragor antes de la batalla el que vivíamos en nuestros cuadernos juveniles. Era un candor escuchar a Fabiana hablar de la activación física y mental indispensables para el esfuerzo y la competencia. Otro fragor vivía yo mirando la boca de Fabiana. Eran los diez segundos que la ciencia dice que uno se pasa mirando la boca de las mujeres que conoce. Así le pasó al Míster y a los sparrings partners, colegas de entrenamiento y aliados en el ring para el combate simulado, cuando conocieron a Fabiana.
Los labios gruesos de Fabiana y su poder de atracción eran tema de conversación. En cada golpe de vista, pasaba 7 segundos mirando sus labios y los restantes repartía mi atención entre la bermeja cabellera y sus ojos claros. Y al final de cada entrenamiento refrendaba con aflicción dos hojas secas de Acuña: “con los labios hablamos de la tierra, / con los ojos del cielo y de nosotros”. Eran otro oscuro objeto del deseo en segundo plano. En mis observaciones, al calce en la libreta de instrucción, advertí a dos devotos de sus ojos, socios del equipo de montaje del ring, que previamente al entrenamiento revisaban la tensión de cuerdas y la estabilidad de la estructura para garantizar la seguridad de nuestros cuerpos.
Fabiana usaba un intenso lápiz labial rojo. Audazmente me daba claves, día a día, para entender el sensualismo de su boca. Si sus ojos lucían una sombra clara o delineados con un poco de máscara, usaba labial rojo. Nunca exageraba ni ponía mucho color en los ojos. Cuando vestía de negro o combinaba tonos claros en su ropa, usaba labial rojo. De esa manera su “tono rojo, fuente de antojo” como le matizaba la ruda Macarena, pícaramente, combinaba a la perfección. Cuando se sobrecargaba de maquillaje, la baladrona de labios carnosos y oscuros daba una cátedra de no al labial rojo cuando se vistiera de rojo, maquillara mucho sus ojos, o llevara en exceso complementos o considerable colorete. Entrambas, un principio regía la estética de sus labios: “si tienes ojos oscuros, los labios claros, y a la inversa”. Fabiana, sin embargo, se iba por la libre con conocimiento de causa y efecto, el color rosado de su piel le permitía probar con tonos ciruela en sus labios y hasta con rojos más amarronados. Cada día me convencía de que la boca de Fabiana estaba condenada a la soltería. Y como oficia Sabina, cuando agonizaba la fiesta o el entrenamiento, todas encontraban pareja menos ella, que se iba sin ser besada a dormir sola.
Muñeca invisible entre trogloditas, ajenos al sortilegio de su boca, debió tomar los besos en la frente que pude darle en premio a la intensidad de su entrenamiento y el desarrollo de fuerza y resistencia. Fabiana hablaba de la excitación mental como una motivación elevada y un estado de concentración y respeto durante el entrenamiento y la competencia. Desde que llegó a mi lado su autoestima y la autoconfianza debido al desarrollo de sus habilidades físicas y mentales, se acrecentaron. Destacaba su belleza física y una mayor disciplina y autocontrol al seguir las reglas del profesor. Había optado por la lucha olímpica porque el entrenamiento exigía demasiado y “estaba diseñado para mejorar la fuerza corporal total, la potencia, la resistencia y la capacidad de realizar movimientos explosivos”, palabras de nuestro mentor que también habíamos registrado en un decálogo.
Un día entendí a Fabiana y la castidad de su boca. Me pidió tomar nota de un principio rector de su genuina ocupación. “Un entrenamiento adecuado ayuda a mejorar el sistema buffer y la fuerza isométrica del cuerpo, lo que se traduce en una mayor excitación en el sentido de poder y capacidad”, matizó. Fabiana sabía de lo que hablaba. Acompañante de tiempo completo gustaba del dominio de nuevas técnicas y habilidades interpersonales, como comunicación efectiva y empatía, así como el manejo de límites claros. La discreción de Fabiana era notable, la confidencialidad sobre los encuentros y la identidad de sus contratistas, como los nombraba, era esencial. Su pericia para autoprotegerse en situaciones difíciles o inesperadas le había permitido fabricarse una coraza. También, proyectaba seguridad y un sentido profesional, clave para generar confianza y posicionarse como de alto standing.
Solía acompañarla después de los entrenamientos a su casa y los fines de semana a Santa Fe, uno de los distritos de negocios más modernos al poniente de la ciudad de México. No la veía sino hasta el lunes o martes posteriores. Pertenecía a la empresa proveedora más prestigiosa de la zona, del descanso cómodo y la alta calidad de vida. La mesura de Fabiana, aparte de refinada elegancia y su boca roja, nutrían la atmósfera perfecta para una velada prolongada. Un día la dejé en Samara Coffe, su contrato contemplaba una eximia experiencia culinaria en dicho sitio, asimismo un fin de semana en una suite del Western Santa Fe. Nunca la volví a ver. La adrenalina, la naturaleza del contacto del deporte, el contacto de los cuerpos y la necesidad de reaccionar en el tamiz aumentaron sus niveles, estimulación que la llevó siempre al paroxismo y a sensaciones de euforia incontrolables.
Los neurotransmisores, oxitocina, dopamina y vasopresina, asociados a la gratificación emocional que nos brindaba el entrenamiento, cuerpo a cuerpo, cara a cara, solo se dieron en el encordado. Nunca cedimos a la tentación de estar juntos. La fuerza muscular, la resistencia cardiovascular, la flexibilidad, la coordinación y el equilibrio que habían trocado en una espléndida masa corporal de Fabiana, con menor grasa y un físico atlético, preparado para generar más potencia explosiva y sorprender a la afición en el día de su debut, fue una quimera. Fabiana afirmaba que esos neurotransmisores, asociados a un estado de bienestar también eran producidos durante la actividad sexual. Que el cerebro coordina un incremento en la frecuencia respiratoria y cardiaca y que la vasodilatación periférica, resultado de esto, nos hace enrojecer. Fabiana discurría siempre resueltamente ruborizada. “También se desencadena una respuesta de la glándula suprarrenal que produce esteroides, epinefrina y norepinefrina, sustancias que controlan el ritmo cardiaco, la presión arterial y otras funciones corporales”, fue el último mensaje suyo que recibí en Messenger, información que le había compartido un contratista suyo, profesor de psicología en una universidad privada.
Meses después, ya en la brega luchística, durante una gira, encontré a Fabiana en un catálogo internacional de acompañantes. Estaba asentada en Maracaibo. Antes de su desaparición eran cuantiosos los vuelos a Caracas y de ahí a Miami, de “shopping”, saliendo por la mañana y regresando por la tarde, y con juegos de bingo en el avión para hacer la experiencia más agradable, me contaba. Fabiana o Arantxa, qué importaba ya su nombre. Su codiciada boca roja y la relajada mandíbula anunciaba los canales de disfrute con su cuerpo. El color de sus labios intensificaba el sentido de atracción que había percibido cuando entrenaba conmigo. Cotizaba en dólares su fuerza y potencia, su flexibilidad y agilidad, su rendimiento deportivo, sus habilidades de combate, su adaptación a la fatiga y versatilidad aprendidas, ahora en otro esfuerzo físico, equiparable a un entrenamiento cardiovascular de intensidad mediana. Tenía razón Fabiana, el resultado final del entrenamiento luchístico es un estado de bienestar similar al que se experimenta al hacer el amor, copioso ejercicio o paladear una comida apetitosa. Un estado de bienestar total durante los siete segundos que miraba sus labios. Sin embargo, nunca besé la boca de Fabiana. En cambio, comencé a escribir estas líneas que nunca leyó: El erotismo más palmario / abre camino en tu boca / Asciende en ablución mansa / pulsa en la meseta lapidaria del placer / en la rugosa oscilación perturbadora de la muralla / que despliega fuegos artificiales / en la garganta profunda.
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Daniel Téllez (Ciudad de México, 1972). Poeta, profesor e investigador del Estridentismo y de tópicos populares vinculados a la literatura. Es Doctor en Historia del Arte y Académico de la UPN. Ha publicado diez libros de poesía, doce antologías literarias y es coautor de más de veinte títulos de crítica literaria, narrativa y ensayo. Parte de su obra poética se encuentra en numerosas antologías y anuarios de poesía, nacionales e internacionales. Artículos y poemas suyos han sido traducidos al inglés, alemán, portugués y griego moderno. Sus libros más recientes son: Viga de equilibrio (Antología Poética 1995-2020) (2021); Tálamo bonsái (2022); Material de Lectura 227. Roberto López Moreno. Poesía (selección y nota introductoria) (2023); Vértices actualistas del movimiento estridentista (a más de un siglo de su irrupción) (2024); Alburemas de Roberto López Moreno (selección y prólogo) (2024); Un decir literario: la radiografía lectora (2025) y No tan lejos. Muestra de poesía mexicana reciente para jóvenes (2025). Pronto verán la luz sus libros de poemas, Cuatro esquinas y Manía del albedrío.