Un mes después de que empezó la pandemia, nos dimos cuenta de que el Covid-19 era letal, tanto que empezó a colapsar los servicios médicos de todas las ciudades. (Aunque bien sabemos que, aquí en Ciudad Juárez, no se necesitaba de una pandemia para saber que la atención médica a la población es de tercera… eternamente están colapsados: ausencia de personal y falta de medicamentos).
En casa, yo seguía bajo llave. Mi esposa, previendo que me ganara la curiosidad reporteril (y recordara mis días de periodista) y saliera de mi encierro a investigar, vendió mi auto, me confiscó mi tarjeta de crédito, de débito y todo mi efectivo.
—Debo asegurarme de que no salgas de la casa, Miguel Ángel; ya te conozco y eres capaz de salir a la calle a ver qué pasa.
De manera que estaba prisionero en mi propio hogar.
Yo soy un sobreviviente de un derrame cerebral que, “por un pelo de rana”, casi me arrebata la vida; el episodio cerebrovascular me dio con tal furia que me dejó postrado en un camastro (catre) por tres años, con sus noches y sus días, sin poder emitir palabra alguna (inteligible)… balbuceaba tal bebé de meses.
Los primeros días no podía hablar, mis pensamientos eran confusos. Es más: ¡no sabía quién era yo después de la embolia! Mi memoria estaba hecha añicos, pero eso lo iremos desgranando más adelante.
Lo que quiero contarles es cómo una linda señorita, como gata fisgona, seguía mis movimientos cuando coincidíamos en el jardín trasero. Yo sin saber de su presencia, y ella viendo todo lo que hacía desde su azotea.