Esa mujer joven en la azotea vecina fue arrolladora. Ese día que nos conocimos (ella desde su azotea y yo en mi patio), no quise acercarme mucho al naranjo y a la chica por temor a que me contagiara.
Cobardemente, guardé mi distancia, pues desde principios de la pandemia se dijo en todos los medios de comunicación que el Covid-19 andaba por el aire y, si salías al exterior, a cualquiera podía “pescar”.
En esos días temerosos, me hablaba mi esposa para decirme:
—Al pie de la puerta principal de la casa te dejé un poquito de mandado para tres o cuatro días; todo está desinfectado, pero tú lo vuelves a lavar bien y a desinfectar… No se te olvide.
Las viandas me las dejaba en una caja de cartón. Y una vez a la semana agregaba dos botellas de vino o un doce de cervezas.
Y me decía por celular:
—Para que soportes tanta soledad y no te den ganas de salir con tus amigas o amigos.
Yo me tomé el encierro por la pandemia muy en serio y no permitía que nadie me visitara, pues yo no podía contagiarme porque ponía mi vida en riesgo… Mis defensas eran muy bajas por culpa de las secuelas del derrame cerebral que sufrí y otros padecimientos.
Así que, por nada del mundo, me podía dar el lujo de adquirir el Covid-19.
Por eso me dejaron la casa para mí solo, para salvaguardarme del virus y disminuir las posibilidades de contagio.
Mi esposa se molestó mucho cuando le conté (por celular) que dos o tres veces a la semana salía al patio a regar los cuatro árboles frutales y a estirar las piernas. (Por supuesto que no le dije nada de la vecina que salió de la nada).
—Salir al patio a regar es muy peligroso para ti, Miguel Ángel. Pones en riesgo tu vida.
—No te preocupes; me pongo cubrebocas y una careta de plástico… Salgo bien protegido y, pues, no quiero que mis árboles se sequen. Además, salgo a estirar las piernas.
—No te arriesgues tanto. Puedes caminar por toda la casa, por eso te dejamos solo.