La arena es el espacio museístico del arte del pancracio. El espacio de la pintura heroica. El tablado de los inmortales por la fascinación que el edificante espectáculo de la lucha libre ejerce sobre la afición. La multitud contiene el aliento mientras los gladiadores ejecutan acertadas coreografías. Detrás de la máscara, neutral e imperturbable, el luchador asume que la realidad tiene otro rostro. La máscara es el límite entre el espectáculo ideal y la materia humana de quien da vida a ese rostro. Es síntesis de la imaginación estética con proporciones que rayan en lo carnavalesco, atracción avasalladora, fuerza y personalidad magnética, útil instrumento mediador del lenguaje artístico del portador, en contraste con su significación simbólica de rostro de farsa o de comedia, que la colectividad le atribuye. La lucha libre es escritura diacrítica –apunta Roland Barthes-, verdadera Comedia Humana, más verdad que el teatro.
El enmascarado que esto escribe, debutante en los años noventa del siglo pasado, en la entrañable y hoy desaparecida Pista Arena Revolución, gracias a los votos recibidos del ciclópeo y carismático Gran Markus, aprendió a desmarcarse de huellas dactilares, equidistante de un centro llamado personalidad. Se nutrió, instintivamente, de poses y secuencias narrativas sobre el discurso del teatro que se desarrolla sobre la arena. La impronta de ese ejercicio de teatro, aprendido y vivencial, no solo lo brindaron los griegos olímpicos, la técnica grecorromana y el estilo libre mexicano, adaptación de nuestro pasado épico y de la pantomima inmediata, infinitamente más eficaz que la pantomima teatral. También el magisterio del enmascarado Silver King, tercer hijo del emblemático Dr. Wagner y del maestro Fishman me enseñaron que cuando el cuerpo habla sobre el encordado, lo hace sin sutilezas porque la tensión fluye vertiginosamente a tal grado de que el rostro exclama el estado de las cosas; el otro rostro asume los emblemas multiformes del gladiador, primera figura –sostiene Roland Barthes- como Guignol o Scapin.
Sincretismo y parafernalia son elementos indisolubles de este fenómeno cultural por excelencia: una de las caras frontales más arraigadas de nuestra mexicanidad: la lucha libre y los atisbos modernizadores que diversas empresas han ofrecido al espectador, en estas dos décadas del siglo actual, para tensar su lenguaje cifrado y multicultural. El cosmopolitismo, la fotografía, los carteles, las revistas, los vendedores, los mascareros, los festivales, el cine, las iconografías y las miradas artísticas multidisciplinarias en torno a esta metamorfosis cultural buscan armonizar un mismo discurso El cuadrilátero inmarcesible es confluencia de voces, pasión de enigmas y desaliento donde todo es encubrimiento: el impulso oculto se da cita detrás de la máscara, ora en una función estelar de viernes en la Arena México, la nombrada Catedral de la Lucha Libre Mexicana, ora en la reciente edición XXXII de Triplemanía en el Estadio Mobil Super, casa de los Sultanes de Monterrey.
¿Qué se hace a la hora de perder la máscara? ¿Hacia dónde se vuelve la mirada? ¿Se mira el rostro o el rictus del mortal caído en combate? ¿Es objeto de deseo el descubrimiento de ese rostro que se engrandece y paraliza? La realidad indica que detrás de una máscara hay otra máscara. Y la realidad de la máscara es el rostro, dicta el laudo. A la vez que muestra, la máscara también oculta algo porque contiene una porción de realidad y se basta a sí misma para hacerlo. Elementos binarios, máscara y rostro perdidos evidencian el quebranto cultural de la conciencia, la catalepsia de la pérdida de los símbolos ocultos y el sujeto hecho añicos en busca del rostro disipado.
Todo lo que se pierde se gana con la transparencia de la máscara. Su significación alegórica permite ver más allá del horizonte del rostro. Máscara y rostro, en éxodo, pulsan la dicotomía del destino anónimo y divino del héroe: su naturaleza y carácter, porque “la fuga del rostro hacia la máscara es un síntoma de pura sangre estética” escribió el poeta Xavier Villaurrutia.
¿La conciencia del ser es una noción socialmente diluida? ¿Dónde anida la responsabilidad de la pérdida del rostro? ¿Dónde quedó nuestra máscara, antes de comenzar la lucha? Asumimos que la vida es una lucha y nuestra abierta disposición al combate nos prepara, al mismo tiempo, para la defensa. Colectivamente, nos conmueve –dice Octavio Paz- la entereza ante la adversidad, más que el brillo de la victoria. He ahí la masificación de la máscara en la tragedia griega o en los fetiches populares con rasgos fisonómicos de AMLO, Donald Trump o Anonymous. No sólo estamos y somos el intruso hegemónico, enemigo cultural de nuestro consenso, sino que abdicamos en él desde la enajenación porque nos guardamos detrás de la máscara y a ella -que se multiplica en la dinámica intercultural- le confiamos nuestra identidad hermética pero estoica y peligrosamente impasible. Y en la resignación hay mucho de grandeza, como en la sufrida derrota, la más grande máscara de nuestra virtud colectiva.
En una de sus posibles aristas, la del rito, la máscara ensombrece al rostro y petrifica el gesto; dota de simbolismos la paradoja del hombre y alcanza una finalidad artística, le oí decir a Dos Caras, hombre de letras; un trotamundos. Para nuestra tragedia apocalíptica, el rostro detrás de la máscara muere y se queda del lado de la realidad que legitima lo únicamente utilitario para el hombre; síntesis de proporciones asequibles donde los estereotipos y prejuicios sociales se presentan bajo la capucha de la hegemonía patriarcal de la cultura. En ese contexto, la máscara se ensombrece. La realidad la usa como medio útil entre su intención y el resultado. Y el buen combatiente –el ciudadano optimista- sabe que la máscara hace al luchador un inconforme y aguerrido ejecutante que tiene su peor momento cuando es despojado de su acrisolada careta o le ha sido rebanado un tajo de ella para exhibir un trozo de su libertad, porque hay que estar siempre con la agujeta bien puesta y jugarse la máscara, en un mano a mano, con el poder. No es cosa de juego.
Daniel Téllez (Ciudad de México, 1972). Poeta, profesor, investigador del Estridentismo y de vasos comunicantes entre tópicos populares y literatura. Ha publicado los libros de poesía El aire oscuro (2001; 2ª. ed., 2004); Asidero (2003; 2ª ed., 2019); Contrallaveo (2006); Cielo del perezoso (2009); A tiro de piedra (2014); Punto de fuga (2018); Arena Mestiza (2018); Viga de equilibrio. Antología Poética (1995-2020) (2021) y Tálamo bonsái (2022). Ha preparado diez antologías literarias, es coautor de más de veinte títulos de crítica literaria, narrativa y ensayo, y textos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, portugués y griego. Este año publicó Vértices actualistas del movimiento estridentista (a más de un siglo de su irrupción).