Crecían el número de contagiados por Covid y las muertes. Yo seguía solo en casa. Por fortuna, tenía mucho tiempo para trabajar. La editorial me mandaba más manuscritos de novelas para que los leyera y después los dictaminara.
Mi esposa se recuperó del Covid sin que le dejara secuelas, pero durante dos semanas que se la pasó aislada, el virus la atacó con furia. Le puso una arrastrada.
Su convalecencia la pasó en una recámara de la casa de su madre. Su hermana y hermanos se encargaban de ella. Al vivir esa experiencia, ella decidió dejarme la casa para mí solo y me desconectó del mundo exterior.
Ella, al principio, no supo nada de mi vecina. (Si hubiera sabido, se hubiera molestado, no por celos, sino porque hacía todo lo necesario para que el virus no me encontrara).
Así que no le conté nada (por celular) de mis expediciones al patio.
Por un tiempo, a la vecina la mantuve en secreto. Nadie sabía de su existencia: ni mi esposa ni mi hija. (Ellas pensaban que estaba cien por ciento aislado).
El trabajo me hacía fuerte ante la soledad y el confinamiento. Estar leyendo novelas que aspiraban a ser publicadas me ayudaba a alejarme de la ansiedad y la depresión.
El oficio de dictaminador me cayó del cielo… y sin buscarlo.
En 2017 (ya tenía la embolia y caminaba con mi bastón de cuatro puntas) me invitaron, otra vez, a la CDMX a presentar mi novela Policía de Ciudad Juárez en la Feria del Libro del Zócalo. La feria era inmensa, contaba con diferentes foros (carpas). A mí me tocó presentar mi novela en una carpa con capacidad para 100 personas. Fue a las once de la mañana y logré meter a 60 personas, y vendí 22 ejemplares; nada mal para un escritor que se estrenaba como narrador y que vivía en el norte.
Al terminar esa presentación, una mujer compró tres ejemplares de mi novela y me preguntó en cuál hotel estaba hospedado. Se me hizo extraña la pregunta; aun así, le informé que me habían alojado en el Gran Hotel Ciudad de México. (Este hotel es una joya arquitectónica y se ubica a unos pasos del Zócalo).
Me dijo la mujer misteriosa:
—¿Podemos vernos en el lobby de tu hotel a las nueve de la noche?
—Disculpa… no te conozco.
—No, no nos conocemos, pero me metí a escuchar tu lectura y me gustó lo que oí… y te quiero proponer algo.
—A ver… ¿cuál es tu proposición?
—Te la digo en el hotel. Tengo que estar aquí en la feria todo el día. Ando trabajando aquí en la feria. Yo te busco.
Yo me fui a comer al Cardenal de la Alameda (ubicado dentro del Hotel Hilton México City Reforma). Terminé de comer y después me fui a recorrer cada rincón de mi hotel: “El Gran Hotel Ciudad de México ¡resguarda cinco siglos de historia! Fue construido en la primera mitad del siglo XVI y su primer uso fue residencial. Años después de su apertura se convirtió en el primer centro comercial de la ciudad. Además de su privilegiada ubicación en pleno corazón de la ciudad, este hotel tiene detalles arquitectónicos que lo hacen realmente especial.
El origen del edificio se remonta a 1526, en su construcción y primera ocupación como residencia del contador de la Nueva España, Rodrigo de Albornoz. Para 1895 es comprado por el francés Sebastián Robert para convertirlo, tras múltiples adecuaciones, en el primer centro comercial de la ciudad, que vio la luz en 1899 como el Centro Mercantil, en pleno Zócalo de la Ciudad de México. Uno de los elementos que más destacan del edificio es su hermosa cúpula-vitral estilo Tiffany. Este, uno de los cuatro vitrales más grandes del mundo, fue uno de los detalles más espectaculares de la construcción, realizado por el gran artista francés Jacques Grüber (1870-1936). Es una obra arquitectónica ejemplar del estilo Art Nouveau que en 1968 fue inaugurado como el Gran Hotel Ciudad de México, justo para los Juegos Olímpicos”.
A las nueve de la noche bajé al lobby para entrevistarme con la mujer desconocida.

