La reciente misión de observación de la Organización de Estados Americanos (OEA) sobre la elección del Poder Judicial en México no es sino otro capítulo en la larga historia de intromisiones que esta entidad ha tenido en los destinos de nuestros pueblos latinoamericanos. La OEA, que se presenta como defensora de la democracia, revela una vez más su rostro real: el de un organismo alineado con intereses de la derecha y el neoliberalismo, que busca preservar privilegios y resistir los vientos de cambio que brotan desde las raíces mismas de nuestras sociedades.
Es curioso —y doloroso— que un organismo con tal historial de apoyo a golpes de Estado y a políticas que han sumido a millones en la desigualdad, ahora critique un proceso tan emblemático como la elección popular para jueces en México. La OEA, con la distancia de sus despachos y sin haber pisado el suelo de las comunidades mexicanas, juzga este modelo como un experimento peligroso, señalando un bajo nivel de participación —apenas un 13 por ciento— y recomendando que ningún otro país de la región se aventure por ese camino.
Pero en esa fría estadística se esconde la verdad profunda: ese abstencionismo es un grito silencioso, el eco de años de desconfianza y exclusión de un sistema judicial históricamente opaco, en manos de élites que han gobernado sin rendir cuentas. No es el modelo el que falla, sino un pueblo que comienza a despertar y a reclamar su derecho a decidir, a ser protagonista de su justicia. La OEA no parece comprender —o no quiere comprender— que ese despertar es precisamente lo que aterra a quienes prefieren mantener el control cerrado, donde los poderosos deciden sin permiso ni vigilancia.
Además, la arrogancia de este organismo no tiene límites. Se atreve a emitir recomendaciones para toda la región, dictando qué caminos deben seguir los países hermanos, sin respeto alguno por la soberanía ni por las particularidades de cada nación. Esta imposición encaja con la agenda de un neoliberalismo tecnocrático que desprecia la participación popular y privilegia una justicia selecta, cómoda para los poderosos y distante para los pueblos.
En medio de este escenario, la presidenta Claudia Sheinbaum hizo un llamado a la dignidad y a la defensa de la autonomía nacional. Su denuncia sobre el exceso de funciones de la OEA y su injerencia en asuntos que solo competen a México es un gesto necesario para recordar que los pueblos deben ser los arquitectos de su destino, sin tutelajes ni condicionamientos foráneos. Más aún cuando los jueces electos ni siquiera han tomado posesión y ya son juzgados por un organismo externo.
Pero no es la primera ni la última vez que sucederá, ya que el organismo ha sido históricamente utilizado para frenar los procesos democráticos que incomodan a las élites neoliberales y conservadoras. La OEA, lejos de ser un árbitro imparcial, es un actor político con intereses bien definidos, que busca perpetuar un modelo de justicia que ha demostrado fracasar en brindar equidad y justicia social a nuestras naciones.
Por eso, la intromisión de la OEA en México debe ser vista con ojos críticos y corazón alerta. Más que un llamado a cerrar puertas, es una invitación a fortalecer la autonomía, a forjar instituciones democráticas que nazcan desde nuestras raíces, en el respeto profundo a nuestra historia y a nuestra diversidad. Solo así, nuestra América Latina podrá construir un futuro donde la justicia no sea un privilegio, sino un derecho irrenunciable de todos sus pueblos.