En la literatura mexicana, dos nombres laten con fuerza en la actualidad. Nos referimos a Juan Rulfo y Jesús Gardea, narradores de territorios distintos, pero unidos por el destino de haber forjado mundos que desafían el tiempo. De algún modo, sus historias encuentran en marzo un punto de encuentro.
Han pasado setenta años desde que Juan Rulfo publicó Pedro Páramo en marzo de 1955, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Esta novela, con la contundencia de lo inevitable, reformuló la narrativa en español. Comala, con sus murmullos y espectros, sigue cautivando a los lectores, generando interpretaciones y alimentando obsesiones. No es casualidad que, este año, lleguen nuevas ediciones conmemorativas y homenajes para recordarnos que la obra de Rulfo no solo pertenece al pasado, sino también al presente continuo de la gran literatura.
Cuando Pedro Páramo vio la luz, la crítica y el público quedaron desconcertados. ¿Era una novela, un extenso poema en prosa, un relato tejido con los hilos de la memoria y la muerte? Su estructura fragmentada, su multiplicidad de voces y su diálogo entre vivos y muertos rompieron con la tradición y dieron pie a una narrativa distinta.
Es imposible contar cuántas veces hemos escuchado esa frase mítica: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Más ahora, que desde septiembre del año pasado está disponible la adaptación en Netflix con Manuel García-Rulfo y Tenoch Huerta.
Así comienza la novela:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté las manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura que le dará gusto conocerte.” Y yo no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
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Pero marzo no es solo el mes de Rulfo. También es el mes en que los vientos del norte hacen de las suyas y nos recuerdan a Jesús Gardea, el escritor que inmortalizó la vastedad de este rincón del país, el polvo y el desamparo. Gardea falleció un 12 de marzo del año 2000, dejando una obra que, aunque no ha alcanzado el reconocimiento masivo de otros autores, es importante para comprender la evolución de la narrativa mexicana. Conocido como “el narrador del desierto”, su literatura trasciende la geografía: en sus cuentos y novelas habita un universo único, una realidad suspendida entre la dureza y la poesía.
Desde Los viernes de Lautaro hasta Septiembre y los otros días, Gardea mostró que su voz tenía un eco rulfiano, pero no en el sentido de la copia o la imitación, sino en la manera de construir una atmósfera donde el lenguaje es tan importante como los personajes. Gardea, han escrito algunos académicos, supo trasladar algunos de sus rasgos esenciales a un ámbito distinto, el del norte de México.
A diferencia de Rulfo, cuya brevedad es legendaria, Gardea se permitió una prolijidad que, en ocasiones, jugó en su contra. Sus Cuentos completos, publicados en 2023, suman más de 600 páginas, intenta, sumar nuevos lectores, porque a Jesús, le faltó ser más leído para poderlo sentar en un mejor lugar de nuestra literatura.
Así comienza su famoso cuento Los viernes de Lautaro:
LAUTARO LABRISA contempla al zopilote. Sin quitarle la vista, toma el miralejos. Ve primero las terrazas solares del aire. “Las terrazas –murmura– siempre serán las mismas: Puro reflejo de acá”. Conforme se va acercando al pájaro, el aire azul se oscurece. De la bolsa del pantalón, Lautaro saca un pañuelo para limpiarse el sudor de la nuca. Hacia el mediodía ya no le bastará y tendrá necesidad de su tina de porcelana, con agua del pozo. Pero no todos los veranos la tina resulta suficiente. Hay estíos particularmente infernales, de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo tórrido mucho antes de que aparezca. Lautaro da un paso atrás y baja el miralejos. “Tanta negrura en las plumas –se queja a su gato echado en el fondo de la tina– me asusta”. El gato al parecer no lo oye, feliz entre las paredes de la tina ornadas con pintados racimos de vid. “¡Talavera! –le grita– te estoy hablando, despierta”. El gato entonces abre los ojos de topacio y los fija en su amo. “Te decía –continúa Lautaro– que cuando enfoco al zopilote siento un miedo grande; igual que si me abrazaran los muertos”. Lautaro se guarda el pañuelo. “Por fortuna, Talavera –dice–, a ese hondón no vuelvo; he leído lo que tenía que leer. Habrá un verano benigno”. El gato se pone a cuatro patas y salta, apoyándose apenas en el borde, fuera de la tina.