Jim la traía en la garganta atorada
Al final del poema, Morrison puede que hable de suicidio.
Quizá esa línea de heroína tuvo lugar en los baños de un bar, en el que por pasillos secretos se pasa a otro bar más sórdido.
En varias de sus canciones y poemas, Morrison habla de estar harto
y encontrar en el fin el modo, la manera de terminar con ese drama.
Al tiempo, se sabe que Morrison fue un joven genial: bello, alegre, divertido.
Se sabe que le gustaba el LSD, y que lo conocía. Sabía cómo llevar el viaje y obtener sabiduría de ese instante sin tiempo.
Y combinaba entonces la alegría con la tristeza. Los extremos.
A diferencia de Octavio Paz, Jim Morrison
no creía que los extremos se besaran.
No. El abismo no tiene opciones.
Dicen que en París se conectaron con un wey ahí riquillo que traficaba, entre otras cosas, heroína.
Y Pame y Jimbo andaban pedos, bien whisky, y él no la había probado antes, no obstante, que a Pame le gustaba el arpón.
Jim la traía en la garganta atorada.
Su voz. Su portentosa voz.
Escuchen. Silencio.
Palabras que salían de su boca para ponernos frente a las puertas de una percepción extrema, fatal, desprovista de esperanza.
La fiesta es infinita. También el viaje.
La gota entra muy adentro y explota
y deja ver la mente universal, conciencia generacional vista como la ocasión de ser fatales.
Solo en medio de la multitud, entre miles de fans, odiosos, detestables, amados y amadas.
Los retratos de Morrison coinciden en que era genial, un tipo con carisma.
Cuando yo era niño, oí que se sacó el pene. Sí.
Yo tenía, como muchas otras chamacas y chamacos, hermanas y hermanos mayores.
Hermanos y hermanas que andaban en las fiestas, compraban LP’s y se enteraban,
porque tenían amigas y amigos en Polanco, Satélite, donde había hijos de familia que iban a los conciertos en EE. UU. e Inglaterra. Una enamorada de mi hermano estuvo en uno de los conciertos en el Poliforum Cultural Siqueiros, no sé si en el primero o el último, pero le contó a mi carnal y él se lo contó al barrio.
Nos enteramos, pues, ahí en la casa, ya metidos y trepados en las literas: Jim Morrison se la había sacado en un concierto.
Desde mi niñez, vamos, me impactó escuchar su nombre y su voz, que mis hermanos tradujeran sus canciones
y, a los ocho años, enterarme de que había muerto.
Desde entonces, esa vida que formó parte de los años 60 es un referente obligado para hablar de un joven poeta, cantante de rock.
Las fantasías se dispararon desde que se supo que había muerto.
Empezaron a producirse las biografías, de leyenda del rock a mito del nuevo poeta maldito.
Desde mediados de los años de 1970, a tres, cuatro, cinco años de su muerte, la industria cultural echó a andar la maquinaria para explotar la imagen, figura, genio, arte y memoria de un joven cantante de rock.
Como siempre ocurre, todos reclamaron su pedazo de carne, de ese cuerpo habríamos de comer
y repartirnos la verdad y la conclusión concebida como máxima: el máximo conocedor, el que con él anduvo algunos kilómetros,
los que aseguran equis o ye capricho anecdótico o dato o cinta grabada una vez que nadie antes había hecho pública y ahora la suben a las redes sociales.
Un joven había dicho: no creo en esta industria, y escribió unas canciones y las cantó como él solo podía hacerlo.
Bromista en el concierto, crítico, comentador,
un joven sin casa,
alguien que sabe de qué va el sistema y cómo es que el amor, en medio de la realidad multidiversa del mundo,
es un grito desgarrador a la mitad del concierto, incitante, doloroso y dulcemente expresado.
La atracción de que todo termine.
La pregunta: ¿qué hace esa gente alrededor del fuego?
Sabía que corría peligro.
Nadie sale vivo de aquí.
Siempre fue algo personal el mundo.
Sus frases aseguran que se siente porque se sabe solo, multisolo, enfrentado a la multitud que es caprichosa y voluble.
Esa religiosidad suya, contando de uno contra cinco,
y la carcajada en el infierno de la insignificancia.
Qué hacer con su legado sino lo que se hace hasta la ignominia:
falsear datos, inventar historias, asegurar que la mentira es verdadera,
mientras una nueva joven y un nuevo joven lo escuchan por primera vez, en ciudades diferentes, y lo cachan,
le agarran la onda, y sonríen,
se ven en el espejo y su cuarto propio ahora tiene una puerta hacia la otra orilla,
la que el filósofo del anticristo vio, señalando un camino que, décadas después, el joven poeta y cantante de rock apuntara,
con dramaticidad impar, sexy y yeah, hacia el otro lado,
lo que está interpuesto, lo que hace una diferencia.
Decir basta y que se acabe.
Decir L. A. Woman y que aparezca.
El chamán gringo mexicano, apache, surrealista e inteligente en la capacidad analógica de las palabras,
de una poesía alegre y retadora, amplia en su significado,
no infinita, pero sí multiplicada.
Vamos a divertirnos un poco. Cuando todo lo demás falla podemos azotar los ojos de los caballos y hacerlos dormir y llorar…
***

Josué Ramírez nació en la ciudad de México en 1963. Es autor de Multiverso, Deniz, random, Ulises trivial, Los párpados narcóticos y Hoyos negros –entre otros libros de poemas–. Muestras de su obra han sido incluidas en varias antologías, entre las que se encuentran: 359 Delicados (con filtro). Antología de la poesía actual en México, de Pedro Serrano y Carlos López Beltrán; Reversible Monuments: Contemporary Mexican Poetry, de Mónica de la Torre y Michael Wiegers; El turno y la transición, de Julio Ortega. Desde 1984 ha colaborado con poemas, reseñas, entrevistas y ensayos en diferentes revistas y suplementos literarios. En 1997 obtuvo la beca de la Fundación Rockefeller y el CNCA. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Fue editor de La Gaceta del FCE y Saber Ver.