Detrás del tedio y los grandes pesdares que abruman
con su peso la existencia brumosa, dichoso aquel
que puede con ala vigorosa arrojarse hacia los campos luminosos y serenos.
Baudelaire
Existen una serie de elucubraciones que dan vida a Mis dominios (2017, pista 8), en las que Enrique Bunbury, tomando como referencia al personaje de Bartleby, realiza una genialidad analógica al dejar que la vida fluya sin intentar darle gusto a los demás, inmortalizando nuevamente la frase del mentado personaje emanado de la pluma de Herman Melville: I would prefer not to.
Comenzaré por contar una anécdota, a fin de sustentar el preludio para buscar interpretar un análisis de esta alegoría. En cierta ocasión, un conocido traía una fragancia en su automóvil. Al cuestionarle si era de su agrado esa edición de la misma, contestó sin ambages que no; la usaba porque había sido un obsequio de su concubina, quien se la había regalado con cariño, y para no decepcionarla, la usaría hasta terminarla. Sin embargo, sentía incomodidad, incluso al olfato, de forma recurrente. Así caí en la cuenta de cómo, en dicha relación, mucho del diario vivir era enmascarado; ambos usaban un disfraz para agradar al otro, aunque fuera contrario a sus gustos.
Es posible remitirnos a la excelente novela En busca del tiempo perdido, en aquel momento catártico del protagonista, cuando aduce, ¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era de mi tipo!… (2015, pág. 247).
Es posible conjeturar cómo estas líneas siguen teniendo una vigencia extraordinaria. Si vivir en una mentira es la constante, la probabilidad de experimentar estas epifanías es muy alta. Además, podríamos argumentar que la pulsión tanática, sentida tanto por hombres como por mujeres (pues esta metáfora aplica para ambos géneros), solo puede surgir de la profunda tradición eclesiástica, que establece un acuerdo verbal bajo el dogma: Hasta que la muerte los separe.
¿Qué habría sucedido si aquel amigo, a quien no le gustaba la loción, al menos hubiera murmurado la célebre frase de Bartleby? ¿Buscaría liberarse de aceptar algo contrario a sus gustos?
Así pues, el músico español se suma a la ya tradición literaria de interpretar esta obra, tal como lo hicieran en su momento los también ibéricos Enrique Vila-Matas, José Luis Pardo, el francés Gilles Deleuze o el argentino Arturo Borra, entre otros (2015).
Enrique, al avanzar ciertos pasos de la cuenta regresiva, llega a una conclusión: aprender a decir ¡No! en el momento en que es necesario.
Mucho se especuló en diversas etapas de su carrera, cuando decidió interrumpirla sin motivo aparente antes de la ya conocida intolerancia al glicol usado durante sus presentaciones. Quizá en esos tiempos requería de esa sabia decisión de dedicarse a la contemplación, como lo hizo la mayor parte de su vida Zaratustra (2011), o, aún más sabiamente, de consagrarse al dolce far niente (El dulce hacer nada).
Bunbury lleva a otro plano la filosofía del «no», a un plano más allá de la propuesta epistémica de la dialéctica entre el empirismo y el racionalismo (Bachelard, 1970), a un plano mundano, a la disyuntiva constante del día a día: decir ¡No! cuando es no, una filosofía de vida cuya principal atribución es dejar de reprimir muchas acciones, pensamientos y demás.
Cabe también llevar a la discusión el humor del día a día en redes sociales. Circula en el mundo virtual un meme donde un hombre o mujer se disculpa aduciendo: «Discúlpame por llegar tarde, es que no quería venir». Dicho chascarrillo ha tenido la fortuna de volverse viral. Como es ampliamente conocido, el humor es una de las formas eficaces de sublimar nuestras represiones. En el tema que nos atañe, si bien el personaje de ficción logra hablar con la verdad, aún sigue llegando a un lugar donde no quería acudir. Por ello, la frase que alcanza una cúspide extraordinaria la repetiría de forma mántrica el célebre personaje Bartleby: la mayoría de las veces es preferible no hacerlo. Con ello, evitaríamos una serie de material reprimido que tiende a volver tediosos, funestos, oprobiosos, nuestros días.
El mencionado personaje demuestra ante su empleador una especie de símbolo a alcanzar; sus meditaciones se dan a razón de que no comprende cómo, al darle la oportunidad de trabajar para él, Bartleby simplemente decide desobedecer y, sin ningún gesto de agrado o enojo, cada vez que se retira, solo le da la espalda. Todo esto ocasiona, en distintas ocasiones, la necesidad de que el empleador cuestione a los compañeros de trabajo sobre qué harían ellos con el testarudo que, simplemente, ha llegado al momento contemplativo de ver la vida como debe hacerse, pues la vida, a cada instante, se torna de un matiz más oscuro, más lúgubre, para aquel que decide vivirla.
Cómo no recordar aquella reflexión del escritor norteamericano Charles Bukowski (1998), donde retrata la cúspide del tedio: hace referencia a todo aquel que se levanta temprano, sigue el ritual mañanero, para después ir a producir centenares de billetes, y así, al final de la semana o quincena –según la clasificación de la Ley Federal del Trabajo entre trabajador manual o intelectual– recibe un cheque con una mísera cantidad de dinero.
Es preciso volver la vista atrás, hacer un análisis del transcurrir de nuestra vida hasta el momento. ¿Acaso será que nuestra vida ha sido en realidad fructífera? ¿O quizás hemos estado tan adentrados en complacer a las mayorías que no hemos sido capaces de vivir a plenitud?
Para poder ser testigos de los grandes paisajes de la montaña, es preciso detenerse momentáneamente para contemplarlos, tal como señala el alemán Federico Nietzsche: “Suben el monte como animales, empapados en sudor; nadie les ha dicho que a lo largo del camino pueden contemplarse vistas muy hermosas” (2016).
La invitación de Bunbury debería ser tomada en consideración; nos invita a hacer de la enseñanza de Bartleby una filosofía de vida. Tomémonos, pues, un respiro; dediquémonos, cuando nos sintamos asfixiados, a la contemplación y al dolce far niente, pues ya en sus años de intelectualidad podemos leer de Wilde aquella enseñanza que cita: “La mayoría de las personas no viven, solo existen” (2002).
¿De qué sirven todos esos impuestos que, por su misma etimología, nos obligan a pagar? En un estado caótico, casi destruido, donde los poderosos no pagan o, si lo hacen, buscan mecanismos para que sea lo mínimo, quienes nos dedicamos a cualquier profesión no tan redituable mantenemos a un país históricamente saqueado.
Creímos que los conquistadores vinieron, impusieron, y luego se retiraron dejándonos su legado; creímos en una independencia de ellos. Pero pareciera que las democracias simplemente impusieron nuevos virreyes. Ya no tenemos oro, maíz o fuerza de trabajo, pero tenemos una ideología colonizadora que ya no requiere aquellas abusadoras formas, sino que simplemente necesita que las personas vean en otras a alguien a quien pueden pisotear para escalar un peldaño más alto.
La ideología transmitida por los organismos hegemónicos es que, mientras más trabajas y más ganas, eres más exitoso y más vales en una sociedad globalizada. Nos han hecho creer que somos los lobos de nosotros mismos, todo con la única intención de que, al igual que en el Núcleo Duro de Lakatos, los distractores sean capaces de hacer que quien decida romper o deshacer se pierda en el intento.
Al final del día, nuestros dominios son la nada; aquello que poseemos simplemente no es nuestro. En México, una vivienda de Infonavit se paga, por lo mínimo, tres veces lo que lleva al empleado a saldar la deuda con pagos de al menos treinta años, y en realidad no le pertenece hasta después de transcurrido ese tiempo, pues está hipotecada. Año con año, el supuesto dueño debe tributar al ayuntamiento municipal el impuesto predial, pagar el agua que el gobierno hace llegar a sus casas (quien se apodera de la naturaleza), pagar por la revalidación vehicular, utilizar su carro y pagar por estacionarse en lugares con parquímetros, el impuesto al valor agregado por cualquier producto que decida adquirir, y lo más paradójico de todo, es pagar el impuesto sobre la renta por trabajar.
Al analizar esto, simplemente lo que dice Bunbury cobra un sentido tan genuino: al final del día, no vamos a ser dueños ni del aire que respiramos. Nada de lo que ves es mío.
Quizá por ello, este entrañable personaje solo se alimentaba de galletas de jengibre. Como dice Bunbury, sabes que como poco y que vivo de aire, no esperes que siga tus designios con sumisión. Con esta vaga alimentación no era necesario obedecer, pues Bartleby no deseaba poseer ni siquiera alimento, contrario a lo que hoy exigen las costumbres consumistas y neoliberales, terminando atados a un quehacer no por placer, sino por obligación, con el fin inmediato de no morir, ni siquiera de inanición.
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I would prefer not to (Preferiría no hacerlo)
Trabajos citados
Bachelard, G. (1970). La filosofía del no. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu editores.
Bukowski, C. (1998). Compactos.
Melville, H. (2015). Bartleby, el escribiente. Guadalajara, Jalisco, México: ámbar cooperativa editorial.
Nietzsche, F. (2011). Asi habló Zaratustra. Madrid, España: Alianza Editorial.
Nietzsche, F. (2016). El caminante y su sombra. ESPA PDF.
Proust, M. (2015). En busca del tiempo perdido. Madrid, España: Alianza Editorial.
Wilde, O. (2002). El alma del hombre bajo el socialismo y notas periodisticas. Madrid, España: Biblioteca Nueva.